El subgénero literario de las casas encantadas nos muestra que la arquitectura, los materiales y la geometría con las que formamos nuestros hogares, cobran su máximo significado como elemento central de nuestro paradigma cultural. Ya sea por los fenómenos poltergeist, las apariciones de espectros malditos o las diferentes roturas entre las fuerzas telúricas y los rayos cósmicos, las casas encantadas invierten el símbolo tradicional de la casa como refugio para la humanidad. Pueden ser malvadas por distintos motivos; sin embargo, hay algo en el que todas coinciden: nadie que pase mucho tiempo en ellas puede escapar a sus terribles designios. Y en la literatura, la casa más malvada de todas, la más perversa y célebre, es sin duda Hill House.
La maldición de Hill House (Valdemar, 2008) es una novela clave para su autora, Shirley Jackson (1916-1965). Publicada en Nueva York en 1959, obtuvo el éxito entre la crítica y el público, lo que permitió a una escritora conocida por su obra para niños y dentro de la Fiction of Domestic Chaos (género desde el que explicaba sus desventuras como madre de familia) posicionarse como una de las mejores autoras de ficción de terror. La novela también ha sido objeto de interés para el cine, siendo versionada en dos ocasiones: la primera por Robert Wise (1914-2005) en el año 1963 con The Haunting, considerada una de las mejores películas sobre casas encantadas de la historia del cine, y que con ligeros cambios se mantiene fiel a la esencia de la historia de Jackson. Una nueva versión de The Haunting fue dirigida por Jan de Bont en 1999. Esta vez, por desgracia, la sutil perversidad fue transformada en evidencias de lo paranormal en primer plano, con resultados artificiosos, cambios incomprensibles en la historia y una narrativa nefasta.
Shirley Jackson ya había mostrado un sorprendente nivel al plasmar los aspectos siniestros de la naturaleza humana, sugiriendo nuestra capacidad para perpetrar las peores atrocidades contra el Otro que no entendemos, principalmente en su cuento La lotería, de 1949. El estilo de Jackson no es recargado o complejo, sino que se ajusta perfectamente a la psicología de sus personajes, encontrando las expresiones precisas con las que el lector podrá introducirse en sus turbadas mentes, recreando la atmósfera de máxima inquietud en la que se mueven. Su originalidad reside en la reinvención de las convenciones de la novela gótica: Jackson escribió una auténtica historia de fantasmas, con raíces en el realismo psicológico y un simbolismo rico en referencias al mundo del ocultismo.
La narración se construye en el cruce de caminos de dos intereses de la autora. El primero es un cierto conocimiento de la magia, que le llevó a preocuparse por el misterio de las casas encantadas. Este conocimiento fue revelado por su marido tras la publicación de su obra Siempre hemos vivido en el castillo (Minúscula, 2012), sin embargo Jackson no tardó en desmentirlo para evitar el rechazo social. Sólo tras su muerte, su hijo confirmaría el saber de la madre en las artes del Tarot, la Ouija y ciertas formas de brujería, además de revelar que poseía una biblioteca de cerca de quinientos libros sobre ocultismo. El otro interés se puede observar en el tipo de personaje que protagoniza la historia y que aparece recurrentemente en su obra literaria: una mujer joven, cuyas circunstancias familiares han restringido gravemente sus impulsos y que es, por tanto, psicológicamente débil ante las tentaciones y amenazas externas. Esta característica se traduce en que la novela cuenta con dos personajes centrales: Eleanor Vance, una extraña joven de 32 años que ha dedicado media vida a cuidar a su madre enferma, y la misma Hill House como antagonista, con 80 años de mala reputación y cuyos muros han albergado la muerte, la locura, la venganza y el suicidio.
La idea de esta narración le vino a Jackson tras la lectura de una investigación sobre una casa encantada a finales del siglo XIX, por parte de la Society for Psychical Research. Por otro lado, ella misma tuvo un encuentro con una casa de aspecto siniestro en la calle 125 de Nueva York. La profunda impresión le llevó a querer investigarla; sin embargo, un amigo le informó de que lo único que quedaba de ella era la fachada, pues había sido pasto de las llamas. Para tratar el tema de las casas encantadas buscó una que fuera perfecta como escenario de su ficción, y finalmente la encontró en el Norte de California, descubriendo además que había sido construida por su propio bisabuelo (algo que pudo haber reflejado en la obra en ese carácter de predestinación, del encuentro amatorio entre la protagonista y la casa). La arquitectura enloquecedora y laberíntica de la célebre Winchester Mistery House y los casos paranormales registrados en casas encantadas reales como Ballechin House y la rectoría Borley, completan el conjunto que inspira la forma y las manifestaciones de Hill House.
El resultado es una mansión que reúne todos los males conocidos: poltergeist, apariciones, voces que vienen de ninguna parte, mensajes en las paredes y alucinaciones, sin olvidar la intención de no dejar marchar a sus ocupantes, especialmente durante la noche. Dichos fenómenos serán investigados por un pequeño grupo de personalidades dispares: el doctor Montague es quien organiza el evento, con objeto de acercar a la luz de la razón los fenómenos supuestamente paranormales. Luke es el heredero de la casa, un joven hedonista que vigila el experimento por deseo de su familia. Theodora, escogida por sus habilidades telepáticas y que acude tras una pelea con su novia, es una persona exótica, experimentada y algo cínica, una suerte de doppelgänger de Eleanor, reflejo de todo lo que ella no ha podido ser en la vida. Eleanor al fin, con su soledad e irracionalidad, muestra la actitud más próxima al caos natural de la casa, motivo por el que sucumbirá a su maldición.
En una primera lectura es difícil determinar el motivo tras la maldad de la casa, ya que recoge muchas cualidades aberrantes a cualquier tipo de arquitectura, siendo una inversión deliberada de los símbolos de la geometría sagrada. Como explica el doctor Montague a sus ayudantes: «El concepto de que ciertas casas están prohibidas o son impuras, quizá sagradas, es tan antiguo como la mente humana. Ciertamente existen lugares a los que inevitablemente se les atribuye una atmósfera de santidad o bondad; no sería por tanto demasiado fantasioso afirmar que algunas casas son malas de nacimiento». Hill House se halla entre colinas, que se alzan amenazantes. También se comenta la posibilidad de que se asiente sobre un pozo cegado. Su historial de muertes accidentales en circunstancias extrañas podría llevarnos a pensar que la casa está maldita por los espectros que vagan en ella.
No obstante, lo más llamativo es que su constructor, Hugh Crain, decidió diseñarla de forma que todos los ángulos aparentemente rectángulos estuvieran ligeramente mal, que las paredes no estuvieran niveladas y que las jambas de sus escalones quedaran descentradas. La distribución interna es en círculos concéntricos, con habitaciones que envuelven a otras. El conjunto escultórico en el salón, que representa a Crain y a su familia, es el eje en torno al que orbita la locura de las manifestaciones. Una observación de la sensitiva Theodora nos transmite la sensación de que el mármol pueda cobrar vida, de que su tacto sea un simulacro de la piel, en una reminiscencia al mito de Pigmalión. Las entradas a la biblioteca y al jardín de infancia producen un olor a muerte y un frío que parecen surgir de la tumba. Se muestran como señales de aviso a los inquilinos, del mismo modo que los antiguos santuarios sagrados poseían protecciones para evitar la violación de sus secretos.
En conjunto, es una casa que imita la estructura mental de Hugh Crain. El hecho puede constatarse en el libro de moral dedicado a su hija, donde hace gala de un oscuro fanatismo religioso y un uso del simbolismo que señala con igual vehemencia el seguimiento de las virtudes cristianas y la obediencia ciega debida a él mismo. Los recortes usados para ilustrar las leyendas morales pertenecen a artistas de la corriente simbolista, los dibujos que realizó sobre los pecados capitales son monstruosas deformaciones de la humanidad. Esta moral olvida la misericordia divina y sólo amenaza con el sufrimiento eterno del infierno. La firma de su obra es el colofón final: «Hija; los pactos sagrados se firman con sangre, yo he extraído de mi propia muñeca el fluido vital con el que aquí te ato». Todo lo que se conoce de él se corresponde con ciertas prácticas oscuras, que parecen haber impregnado la casa otorgándole su peculiar personalidad. Quizá habría que definir Hill House como una casa embrujada, construida deliberadamente para servir de centro de poder a un brujo oscuro.
Un lugar así necesita de alimento psíquico para mantener su poder, lo que transforma el miedo a lo sobrenatural en un miedo psicológico, el miedo ante aquello dentro de nosotros que no llegamos a comprender y que puede sucumbir a la locura. Es por ello que las perturbaciones e inseguridades de los inquilinos se reflejan en las paredes; la casa les da un sentido concreto. Como dijera Stephen King (al que La maldición de Hill House inspirara su novela El resplandor en 1977), Shirley Jackson «utiliza las convenciones del nuevo gótico americano para examinar una personalidad sometida a una presión psicológica extrema». Así, Eleanor Vance cuenta con el tipo de sensibilidad perturbada susceptible a la mansión, que desea que ella se disuelva en su esencia. Tras el sentimiento de repulsión inicial late una emoción oculta: el deseo de ser amado. El monólogo interior de la protagonista nos muestra desde el inicio sus sentimientos reprimidos, fantasías narcisistas propias de la infancia truncadas por una madre controladora que la ató hasta el día de su muerte. A diferencia del resto de personajes, no hay nada externo a la casa maldita que la llame a retirarse de ella, lo que permite esa extraña conexión entre ambas. El sentido de La maldición de Hill House es trágico: una vez se penetra el lugar maldito no se puede volver a la vida anterior sin ser tocado por el mal.