Nocturna adptada al cómic. Portada del volumen 1, por EM Gist.

Nocturna adptada al cómic. Portada del volumen 1, por EM Gist.
Nocturna adptada al cómic. Portada del volumen 1, por EM Gist.

El vampiro es el monstruo al que más teme Guillermo del Toro y también al que más respeta. En sus manos, deja de ser la criatura de la literatura decimonónica para transformarse en algo distinto, más singular, y cercano, si queremos buscarle un referente, al noctivago propuesto por Richard Matheson en Soy leyenda. El mexicano ha ido evolucionando el concepto hasta personalizarlo: su vampiro, a pesar de tener bases clásicas, parece uno de esos seres fantásticos producidos por su fértil e inagotable chistera mágica.

Encontramos rastros del monstruo en los albores de su carrera cinematográfica: fue el tema elegido para su debut en Cronos (1993), la película más curiosa de su entera filmografía, un híbrido -protagonizado por un colosal Federico Luppi- que mezcla los ingredientes más pastelosos del cine de su país con los del género de terror más puro. El vampiro ya es un parásito: proporciona la inmortalidad, la vida eterna. Pero no bebe de la yugular hasta saciarse: es un artefacto, uno de esos que tanto gustan al director, con la forma de insecto –otra de sus obsesiones- mecánico que se adhiere al corazón. En la buscada y deseada Blade II (ídem, 2002), el vampiro es plaga. La némesis del personaje de Wesley Snipes es Nomak, alguien que no duda en alimentarse de los suyos para sobrevivir. Nomak será un punto de inflexión en el imaginario de Del Toro, pues prefigurará los rasgos del vampiro que posteriormente desarrollará en su «Trilogía de la oscuridad», cuya primera parte, Nocturna, reseñamos en este artículo.

Nomak es el patriarca de una nueva raza de seres de la noche que tiene concomitancias con los Dilophosaurus «inventados» por Michael Crichton en Parque Jurásico. Como aquel dinosaurio, es una licencia creativa. Del Toro sepulta en el cajón de las ideas desfasadas al bicho de colmillos afilados, tan manido, para ofrecer un mutante con pinceladas reptilianas. Este nuevo vampiro abre en abanico su mandíbula inferior y propulsa un apéndice que hace las veces de lengua y que se adhiere al cuerpo de su víctima. Más que succionar sangre, que también, lo que hace es inocular un virus que va matando lentamente, hasta la transformación en algo parecido al agente del contagio. En Nocturna, Del Toro describe así este proceso: “El virus reproduce la anatomía del anfitrión, aunque reinventa sus sistemas vitales para sobrevivir mejor. En otras palabras, coloniza y se adapta al anfitrión para su supervivencia”. Por eso, los cuerpos no-muertos desarrollan en la tráquea esta lengua parasitaria, una especie de “gusano” voraz sin intelecto pero con instinto que rige todas las funciones del organismo infectado.

En Nocturna el vampirismo se entiende fundamentalmente como plaga, como epidemia. Es una novela, no por casualidad escrita tras la neurosis post-2001, que profundiza en el miedo colectivo. Los vampiros parecen una horda imbatible e imparable, que se extiende como una mancha de aceite con el único propósito de exterminar a la humanidad y afianzarse en sus territorios (en este caso, Manhattan). La lucha de unos pocos paladines se antoja verdaderamente épica y titánica. Y débil: un epidemiólogo, su ayudante, un camorrista mexicano, un viejo cazavampiros y un exterminador (de plagas, cómo no) son la cuadrilla imperfecta que constituye la última esperanza humana. Como aliados en su solitaria cacería cuentan con el apoyo, a veces inútil, de sus familiares y amigos.

Guillermo del Toro declaró en fechas recientes que lo que más le entusiasmaba de la idea que ha pergeñado junto con el escritor Chuck Hogan, es que las víctimas, una vez convertidas o infectadas, regresen al hogar, entre los suyos, y destruyan la comodidad y la imagen protectora tradicionalmente asociada con lo familiar. Este precepto, profundamente enraizado en un director nacido en uno de los países con mayor respeto por el significado de familia, se presenta de una manera descarnada y sin sentimentalismos. Lo peor del vampiro de Del Toro y Hogan es que deja totalmente de ser una cosa romántica, del tipo vurdalak, para introducirse de lleno en la vorágine individualista y egoísta que caracteriza el siglo en ciernes. Por paradójica que pueda resultar la afirmación, esta pretensión está mejor lograda en el libro que en la serie que lo adapta.

Hay dos clases de espectadores de The Strain, la serie de FX: quienes han leído el libro previamente y quienes no lo han hecho. Cada uno de ellos es un mundo distinto. Para los primeros, la serie suele ser floja, anodina, insulsa, en relación a la potencia del original literario; los segundos son más benévolos con el programa televisivo, y agradecen su deriva CSI. Es sabido que Del Toro, ideólogo de la «Trilogía de la oscuridad», se alió con un escritor forense como Hogan para poder reflejar con mayor veracidad las patologías y los síntomas que eran la base de su premisa. Pero en el primer libro, Del Toro parece haber dado más rienda suelta al gótico que lleva dentro. Nocturna es, a ratos, maravillosa. Y ello es así gracias a uno de los vampiros más memorables que haya dado la literatura y a una némesis, el anciano Abraham Setrakian (su nombre dista mucho de ser otra casualidad), a la altura de semejante amenaza.

Jusef Sardu es la identidad que adopta el “vampiro jefe”, instigador de la epidemia, para desplazarse por el mundo de los vivos y sembrar el terror. En vida, Sardu fue un gigante bonachón de buen talante, que llenaba sus bolsillos de caramelos para los niños y que se apoyaba, por su deformidad, en un bastón con empuñadura forjada en plata y con la forma de un lobo. Como en los buenos cuentos, Nocturna arranca precisamente con su leyenda: la narra una abuela a su nieto antes de acostarle. Su caída en desgracia, plagada de tinieblas, es un genial acierto. Del Toro logra que al lector se le pongan los pelos como escarpias cuando el otro Sardu, la carcasa hambrienta, se desplace por la noche arrastrando el eco del repiqueteo de su bastón. «Pic», «pic», «pic», resuenan sus pasos, siempre al acecho, siempre detrás de uno, siempre dispuesto a abalanzarse y a disfrutar del festín.

Durante años, la cosa que es Sardu sólo tuvo un enemigo obstinado: Abraham Setrakian. Ambos cruzaron destinos una vez antes de la cruzada final que se aproxima; el enfrentamiento se saldó con un empate técnico: Setrakian estuvo a punto de destruir al monstruo y éste le dejó tullido. Sus manos destrozadas, envueltas en mitones, son el recuerdo de aquel rotundo fracaso del tenaz judío, futuro profesor de literatura y folclore eslavos, posterior prestamista de carácter, superviviente del horror de Treblinka. El campo de exterminio, por cierto, se convierte en una estampa de pesadilla en manos de los autores, en cuanto coto de caza del abominable Sardu.

Este Sardu pierde toda su sugerencia en su traslación a la pequeña pantalla: perdida su entidad legendaria y su identidad, rebautizado asépticamente como “El Amo”, será una más de esas criaturas visualmente impactantes a la que se ha acostumbrado el cine de terror. Pero carecerá de alma. La calamidad que es la serie incluso prescinde de los dos hitos de la novela, y ni siquiera logra enseñar con la fuerza terrorífica del libro el regreso a casa de los vampiros.

En el libro, en paralelo con el arribo a tierras estadounidenses de Sardu, un eclipse de envergadura, el primero de este tipo “en la ciudad de Nueva York desde el descubrimiento de América”, amplifica el reino de horror del rey-vampiro. La manera en que pone pie en Estados Unidos es una ingeniosa vuelta de tuerca a la estampa feroz del Demeter de Dracula. Sardu se desentiende del mar y de los veleros siniestros y llega vía avión. Tras la narración de la leyenda, la novela prosigue con otra imagen de las que quita el aliento: un gigantesco Boeing 777, el más grande del mundo, aterriza en el aeropuerto JFK. Es una gran tumba. Todos sus ocupantes, menos cuatro, mueren por causas desconocidas, en el plazo de unos pocos minutos de total oscuridad interna del “gargantuesco” pájaro de acero. En sus tripas transporta un ornamentado ataúd, lleno hasta los topes de tierra. Empieza el misterio, la investigación de los hechos, la caza contrarreloj y el dispararse de la tragedia. Las víctimas regresan. Los muertos viajan deprisa.

Nocturna está pensada plano a plano, fotograma a fotograma. Sus escenas, cortas y cinematográficas, y sus diálogos certeros, de guión novelado, merecían una adaptación televisiva auténticamente fiel al libro, que diese miedo. En lugar de eso, lo único que hay es un drama demasiado centrado en lo peregrino. Las familias son parte trascendental, y casi exclusiva, de la adaptación televisiva, pero sin la imponente presencia de Sardu y con la enjuta silueta de un Setrakian hijo del cliché, la tragedia que se cierne sobre ellas no alcanza ni la categoría de folletín. De crónica policial y de extraños sucesos, sí, como también de culebrón de telenovela. Pero le falta, clamorosa e incomprensiblemente, el aterrador eco de un «Pic», «pic», «pic».