“Los monstruos simplemente son. Mi único enemigo tenía un nombre y se llamaba Batís Caffó”. Ilustración de Bastian Kupfer.

Cuando una sola frase recoge la esencia de todo lo que vamos a leer, podemos afirmar que estamos ante una obra redonda. La piel fría (Edhasa), novela de 2005 del antropólogo catalán Albert Sánchez Piñol, tiene una frase de arranque que genera exigentísimas expectativas de lo que todavía está por contarse. Sánchez Piñol escribe: “Nunca estamos infinitamente lejos de aquellos a quienes odiamos”. Con la genialidad de lo simple, nos ha resumido así su libro y, de paso, nuestros dos últimos siglos.

Portada-La-piel-fría

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La novela fue publicada originalmente -en 2003- en catalán en la editorial «habitual» de Sánchez Piñol, La campana. La edición en castellano fue publicada por Edhasa dos años después.

Esta reseña podría componerse tan sólo a base de citas. La novela tiene frases tremendas que pesan como aforismos. Frases que no son chatas ni meros artificios estilísticos para embellecer lo narrado (o procurar hacerlo bello, de haber lugar para la belleza en estas páginas) sino reflexiones sobre la condición humana. Sentencias que obligan a pensar y que a la vez están muy pensadas, muy elaboradas, que funcionan como diapasón de una historia sobre monstruos y sobre lo monstruoso, sobre lo que anida en los infiernos de cada hombre. Valgan unos ejemplos: “Mi descripción (del paisaje) no es fiable. Eso es lo que yo podía ver. Pero el paisaje que un hombre ve, ojos afuera, acostumbra a ser el reflejo de lo que esconde, ojos adentro”. O: “Siempre he creído que los destinos más dramáticos los escribe la ironía”. Y más: “Nuestra patria no era una geografía, era una idea de futuro.” ¿Reivindicación nacionalista? ¿Nihilismo? ¿O quizás desencanto? Cualquier tecla pulsada es correcta, porque La piel fría no se conforma con lo sutil, ni se recrea en lo evidente. Es una orquesta en la que suenan distintos instrumentos simultáneos sin que desentonen.

La lectura de La piel fría produce el hormigueo inevitable, irreductible, de los clásicos monumentales. De esas obras que van más allá de su tiempo y de su espacio y que de pronto te hablan de lo que siempre nos ha preocupado, de lo que fuimos, somos y seremos. Sánchez Piñol se presenta en su debut en la forma larga –ya había inaugurado su carrera literaria con una antología de cuentos, Pallasos i monstres (2000), escrita también en catalán- con la maña de los observadores, y por eso su obra es introspectiva y se crece en los silencios: la única intimidad que concede es interior. Tiene además el talento de los grandes cronistas, de los privilegiados –como Robert Louis Stevenson, ese Tusitala que se ganó un pedazo de panteón en Samoa a base de enhebrar cuentos- que saben contarte una historia con un objetivo y un fin. Y goza también de una capacidad de asimilación mimética. Por ejemplo, se interna por las soledades rampantes, desaforadas, de Howard Phillips Lovecraft y crea monstruos marinos que no terminan de ser aquellos profundos del «Solitario»: los unos son víctimas de la maldición de la endogamia, los otros un pretexto sobresaliente a partir del cual establecer un poderoso discurso de denuncia.

A una isla dejada de las rutas comerciales, olvidada por las cartografías, llega un nuevo experto en señales. Su labor es tan inútil que su cometido sólo puede entenderse como un ostracismo, una suerte de exilio voluntario. “No era un recluso de mi islote, tan sólo de mi memoria”, dice, para terminar retratándose: “¿Quería quedarme en un mundo dirigido por espirales de violencia que perpetuaban la infelicidad de todos los hombres? […] Opté por escaparme a un mundo sin hombres”. Durante doce meses tendrá que convivir en esa isla, que es en la práctica un atolón de kilómetro y medio de extensión en forma de ele. Su caseta ocupa un extremo y un faro imponente, el otro. Entre medias, hay una fuente. No hay espacio para la civilización y sí para la barbarie: la caseta aparece revuelta y por doquier abundan las evidencias de una cierta locura por parte de su antiguo morador, del que no hay ni rastro. El faro parece una fortaleza amurallada, adornado con estacas afiladas y otras rudimentarias defensas. Arropado en un camastro, con el aspecto descuidado de un salvaje, encontramos al farero, desorbitado por la sorpresa y por un terror acongojante. Apenas pronuncia unas pocas palabras, aunque logra presentarse como Batís Caffó: el momento de este mínimo –y fugaz- contacto humano guarda analogías evidentes con el desconcertante inicio de Solaris de Lem. Cuando cae la noche se produce la llamada del horror.

En La piel fría la imagen pura del horror es una frágil puerta aporreada por una docena de manos inhumanas. Unos seres acuáticos quieren ingresar con violencia en el ámbito del especialista en señales que apenas logra resistir a duras penas el asedio. Pero lo monstruoso es sólo una excusa para elaborar una honda argumentación sobre la segregación, sobre la diferencia, sobre la relación, tan africana, entre colonizados y colonizadores. Sánchez Piñol nos lleva a preguntarnos quién tiene la autoridad moral y la razón de la causa.

La lógica de los ocupantes del faro –pues a su presunta e inexpugnable seguridad se ha trasladado también el anónimo cronista- concierne en exclusiva a la defensa del lugar, que dicen suyo porque allí se han instalado, o mejor dicho, los han instalado; de ahí que el proyecto vital, la ocupación cotidiana que animará el paso de los meses, el motivo de las conversaciones, o las reflexiones silenciosas de los personajes versen sobre los diversos modos de fortificarse y de aniquilar a sus enemigos. Cobra todo el sentido, entonces, la comparación con, por ejemplo, los colonos europeos en las tierras de lo que había sido llamado América, cuyos habitantes no eran sino amenazas para la supervivencia del ocupante, y en donde el desequilibrio de fuerzas era idéntico al mostrado en la novela: armas de fuego contra la piel desnuda, masas ingentes de cuerpos muriendo hasta el casi total exterminio.

Pero Piñol exacerba el símil colonial al ubicar a los ocupantes defendiendo un puesto que es fruto únicamente de la burocracia del Imperio Británico, del todo inútil tanto en lo referente a recursos explotables como a las rutas marítimas. Un miserable atolón cuyo faro a nadie puede socorrer pues sólo llega un barco hasta allí, aquel que transporta a los relevo del farero y del técnico de comunicaciones una vez al año. Y en cuanto a la amenaza nativa, el autor la convierte en una pesadilla de incontables seres que emergen imparables de las profundidades del océano, imposibles de combatir en sus guaridas, imposible la destrucción de su hábitat y recursos, imposibles de reducir su número (ni de encerrar en reservas). En definitiva, el enemigo perfecto, peligroso e imparable desafío que haría las delicias de cualquier tirador blanco en Insadhlwana.

Habrá adaptación cinematográfica, posiblemente a cargo del francés Xavier Gens. Sobre estas líneas, un cartel promocional de la producción que nunca veremos.

Habrá adaptación cinematográfica, posiblemente a cargo del francés Xavier Gens. Sobre estas líneas, un cartel promocional de la producción que nunca veremos.
Habrá adaptación cinematográfica, posiblemente a cargo del francés Xavier Gens. Sobre estas líneas, un cartel promocional de la producción que nunca veremos.

Y por su parte, Batís Caffó y **** (como llamaremos al anónimo protagonista a partir de ahora), son los perfectos colonos: no sólo han hecho del miedo su estilo de vida, sino que, eyectados por el sistema (la Europa de principio de siglo XX, como nos muestra el formidable capítulo sobre la historia del protagonista, fiel en estructura y vicisitudes a las novelas de aventuras, con guiños al positivismo de la época y con escenas que derivan en interesantes juegos lógicos à la Sterne), han sido al mismo tiempo conservados en el mismo. Como aquellos que fundaron las ciudades blancas en Oceanía o el oeste de Estados Unidos: ex-reclusos, forajidos y sobre todo buscadores de fortuna, inmisericordes paladines de un individualismo capitalista sin límites, con el único deseo de enriquecerse aun pereciendo en el intento: fueras de la ley en Europa y por ello fundadores y garantes de la misma en la frontera (en la colonia). Como si dijéramos que el sistema los conserva dentro de su área de influencia al excluirlos, o que la ley está presente precisamente por tratarse de un espacio donde no tiene influencia, ya que sólo ahí, en ese lugar liminal, esa tierra de nadie, posee el orden constituido la total disposición de sus vidas: si los mata, no será delito, porque están fuera del sistema, a la vez, ellos matarán, porque sus actos están ya fuera de la tutela de la ley.

De tal modo son los exponentes máximos de la fuerza destructora del imperialista, pues han perdido su identidad, hasta el nombre que ostentaron en la metrópoli, pasando a homogeneizarse en un colono típico: agresivo, desalmado, desesperado, resignado. Pasan a ser, ahora, no la versión de una humanidad perdida, víctima de los excesos de su propio progreso industrial y expansionista, caída en el horror, más salvaje que los propios salvajes entre los que malvive (cuyo mayor exponente vendría a ser el Kurtz de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, al que Piñol hace un casi obligado homenaje en un momento cumbre del relato), sino el perfecto cumplidor del papel mesiánico que le espera al hombre blanco de cara al resto del mundo. En otras palabras, Kurtz, o Batís Caffó, no han perdido la cordura porque quedan aislados de su mundo precedente, de su realidad cultural, que les hacían ser sujetos sociales, sino que cumplen a la perfección con el deseo de su civilización, son los más cuerdos de todos los europeos; por eso la conclusión de **** es tan demoledora, porque se han dado cuenta de lo que realmente se espera de ellos: matar y morir en el proceso, muerte y nada más que muerte.

El suelo de esa isla alfombrado de cadáveres, la concubina envilecida, y sobre todo el intento de tregua, son la prueba de que para los dos habitantes del faro, el “otro” al que combaten es un perfecto desconocido, y no existe el menor esfuerzo por saber de él, tal y como se pregunta desfallecido **** en uno de sus momentos de lucidez (interesante a tal efecto que Piñol le adjudique un pasado como luchador independentista irlandés). ¿Por qué no cuestionarse qué quieren esas criaturas? ¿Por qué verlas simplemente como una masa hostil? **** llegará a planteárselo, en un fragmento que tiene visos de antropología de Levi-Strauss y que se articula a partir del juego: “De algún modo, (Batís) intuía los peligros de aquella actividad (el juego), en apariencia inocua. Jugábamos, nada más, pero jugábamos. Y el juego, por inocente que sea, pone al descubierto igualdades y afinidades, porque cuando jugamos con alguien no existen las fronteras, ni las jerarquías, ni las biografías, el juego es un espacio de todos y para todos. Y algo tan simple y amigable simplemente agredía a Batís Caffó”.

El “otro” será siempre un monstruo. Pero no en el sentido de que a determinadas extranjerías desconocidas se les atribuye una forma monstruosa, sino que, el monstruo entendido como ser híbrido (un monstruo, se dice, es el producto del coito entre dos especies incompatibles de libido desenfrenada, dando lugar a formas por montaje que no siguen ninguna ley natural –así como monstruosas son algunas de las uniones que se describen en la novela-), es un ser de hýbris: desenfreno, desorden, exceso y desequilibrio. No es que su forma sea la manifestación de ese descontrol, de ese fuera del orden (y volvemos aquí al afuera de la ley), sino que sólo a partir de la plasmación de una forma definible (el examen de las anatomías de las criaturas es minucioso en la pluma de Piñol) se puede hablar del “otro”, aunque esa forma nada tenga que ver con las características de ese otro, con su identidad o la estricta descripción de su explicitud. Por ejemplo, los famosos pueblos monstruosos de la Weltchronik de Hermann Schedel (1493), supuestamente habitantes de las tierras desconocidas para Europa, obtenían el nombre e incluso sus costumbres y carácter una vez compuestos sus cuerpos por montaje de trozos (el hombre sin cabeza con el rostro en el pecho –blemmyes-, aquellos con una sola y enorme pierna –sciapodi-, etc.).

El autor. Está de enhorabuena: su novela de debut ha sido traducida a más de 37 lenguas.

El autor. Está de enhorabuena: su novela de debut ha sido traducida a más de 37 lenguas.
El autor. Está de enhorabuena: su novela de debut ha sido traducida a más de 37 lenguas.

En resumen: el desorden, lo desconocido y lo ominoso, se construyen con elementos que ya existen, que son conocidos y pertenecen a lo visto, así que la condición de lo amenazante, el miedo, viene sólo a posteriori, una vez el orden ha nombrado y ensamblado a esas criaturas (es exactamente lo mismo que cuando se describen los abusos del enemigo oficial de Occidente, sean comunistas rusos o chinos hace años, sean los integristas islámicos en nuestros días: una vez que la identidad del otro se ha constituido más o menos, definiéndolo como un sátrapa cruel, corrupto, vicioso, pederasta, etcétera, y su aspecto físico se ha definido en una combinatoria de atuendos que hasta South Park puede sintetizar, surge la amenaza, surge la esencia del mal, que no era algo preexistente). Por eso, y aquí también **** habla de sí mismo, profiere en el paroxismo ya de su hartazgo, de su repulsión: “Por más que me lo pregunto, por más que me interrogo, sólo puedo constatar una evidencia espantosa que todo lo invade: monstruos, monstruos y más monstruos. Nada que ver, nada que juzgar, nada que considerar”.

Batís los había reducido a una masa anónima […]. Plantearse si Batís era bueno o malo no tenía la menor importancia […]. Bestializó al adversario, con lo cual sustituía el conflicto por la barbarie, el antagonismo por la bestia”. Por frases y reflexiones como ésta, La piel fría es una novela imprescindible para nuestros tiempos. Y sin que a nadie le quepa ninguna duda, una de las parábolas más hermosas que hayan leído estos redactores.

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