Ilustración realizada por  Miguel Iturbe, para Fabulantes

Ilustración realizada por  Miguel Iturbe, para Fabulantes
Ilustración realizada por Miguel Iturbe, para Fabulantes

Corría el año 1950 cuando por primera vez Guy Montag se materializó en su cabeza y de paso en las páginas de un manuscrito. Cinco breves cuentos abren camino a la que se convirtió en una obra maestra de la ciencia-ficción: Fahrenheit 451 (Minotauro).

En esa época, el joven Ray Bradbury no podía permitirse una oficina propia y tampoco una máquina de escribir, pero los personajes de su historia ya iban rondando su imaginación y deseando cobrar forma. «Yo no escribí Fahrenheit 451, él me escribió a mí» desvela el autor en el prefacio a su obra.

Ese año, paseaba por el campus de la UCLA (University of California, Los Ángeles) cuando descubrió que había una sala de máquinas de escribir de alquiler por diez céntimos la media hora. Había llegado el momento de darle cuerpo y espesor a esos personajes que hasta entonces sólo eran una idea retumbante en su mente. La novela, la primera en su carrera literaria, fue publicada en 1953 en la revista Playboy, puesto que ningún editor se atrevía a divulgar un texto tan anticonformista y políticamente arriesgado. François Truffaut, pionero de la «Nouvelle Vague», fue uno de los primeros en reconocer su importancia hasta el punto de querer adaptarla al lenguaje cinematográfico (como ocurriría finalmente en 1966).

451 es el número que Guy Montag lleva grabado en su casco de bombero. Fahrenheit 451 es la temperatura a la que se inflama y arde el papel de los libros. Montag, de profesión bombero, vive en una ciudad sin nombre en un futuro indeterminado donde los bomberos no apagan el fuego, lo provocan. Bradbury imagina una sociedad en la que los libros están prohibidos, en la que las casas son ignífugas, el fuego quema en vez de calentar y los bomberos no usan extintores sino lanzallamas. En esta sociedad al revés, los libros están considerados como un arma peligrosa en cuanto motivo de infelicidad y vehículo de ideas potencialmente subversivas y “reaccionarias”. Y el poder público se sirve del cuerpo de los bomberos para perseguir a todos aquellos que demuestren un cierto interés por la lectura. Es el apocalipsis. Todos los libros se convierten en negras mariposas al entrar en contacto con las llamas y con ellas se van los filósofos, los historiadores, los juristas, los “fabulantes”, y se pierde el pasado del mundo entero. Pero, como en las mejores distopías, siempre hay un elemento revelador y una voz discordante:

«Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar para hacer que una mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber algo. Uno no se sacrifica por nada

Esa voz es la de Guy Montag que, después de unos breves encuentros con su vecina Clarisse McClellan, empieza a dudar de las reglas de la sociedad en la que vive. El desarrollo de la historia y la caracterización de los personajes es muy sencillo, parecido al esquema de la fábula (situación inicial – conflicto – resolución final). Con un comienzo en medias res conocemos al protagonista, un hombre común victima sin saberlo del sistema, y a su alter-ego, la joven Clarisse McClellan, que intenta despertar la conciencia de los demás con el diálogo. A través de ella, Montag se pone preguntas que siempre habían rondado por su mente sin encontrar salida, ni solución, en el mundo exterior. Clarisse nota en él algo distinto respecto a sus compañeros:

«No eres como los demás. Y he visto a muchos, y los conozco. Cuando hablo tú me miras. Anoche, cuando dije algo acerca de la luna, tú miraste hacia la luna. Los demás nunca harían algo así. Los demás me dejarían hablando sola o me amenazarían. Ahora nadie tiene tiempo para nadie

En una sociedad donde nadie tiene tiempo para nadie lo que predomina es el absolutismo, el enmudecimiento de las conciencias a través de la tecnología y la publicidad, la ausencia de diálogo y la apariencia de la felicidad. Así, Montag, aturdido por el bombardeo mediático cotidiano, no es capaz de recordar donde conoció a su mujer, Mildred, ni cuando tuvo la última conversación con ella. El tiempo pasa a golpes de anuncios como el del «Dentífrico Denham. Duradero Detergente Dental Denham» y de entretenimiento televisivo carente de todo fondo cultural. Una televisión de cuatro paredes inunda las casas de ruido y risas:

«La televisión, esa bestia insidiosa, esa medusa que convierte en piedra a millones de personas todas las noches mirándola fijamente, esa sirena que llama y canta, que promete mucho y en realidad da muy poco«.

Con sus programas de 24 horas, la televisión sustituye a la familia; la «familia», para Mildred y el resto de la población, es la que sale en esa pared virtual. Los bomberos son los “guardianes de la felicidad”, de esa felicidad aparente que obscura la mente y hace que las personas vivan como autómatas. Su misión es defender a la población de la infelicidad, la tristeza y la incertidumbre de la vida, todas cosas que los libros revelan. Esos objetos rectangulares llenos de signos son portavoces de unas verdades peligrosas para el poder público que goza, sin ellos, de toda su autonomía y del libre albedrío. Representante de este poder omnímodo es el capitán de los bomberos, Beatty, que persigue a Montag a golpe de citas literarias con la intención de confundir su mente. Las citas son su arma intelectual, y el Sambueso, una maquina con la apariencia de un perro, es su silenciosa y monstruosa espía.

Fahrenheit 451 es, en cierta medida, una distopía optimista ya que concede a este mundo imaginario la posibilidad de “renacer” recordando su pasado. Y así, los supervivientes a la apatía de la sociedad, incluido Montag, se convierten en fragmentos de historia, literatura, ensayos jurídicos y científicos. Recordar los libros, llevarlos en su propia cabeza es la única esperanza. “Charles Darwin”, “Confucio”, “Thomas Jefferson”, los “apóstoles”, “Maquiavelo”, “Byron” y muchos más caminan, guardando silencio, para no perder sus recuerdos, hasta alcanzar una nueva ciudad adormilada.

La novela de Bradbury es también una oda a la literatura, a los libros, y al conocimiento en su sentido más amplio. Perder el patrimonio literario equivale a perder el propio pasado. Perder la costumbre a la lectura equivale a perder la capacidad de pensar, reflexionar, preguntarse el por qué, el para qué, y el cómo de las cosas. Y así es como los hombres en esta brillante distopía viven sin vivir, son infelices sin saberlo y se dejan mandar por el sistema, sin hacer preguntas, obedeciendo y nada más. El libro, como cuenta el autor en el prefacio, es también un eco a acontecimientos históricos llevados, a través de la imaginación, a sus extremas consecuencias. El incendio de la biblioteca de Alejandría (48 a. C.) es uno de ellos, así como la ingente cantidad de libros que desaparecieron bajo las llamas en 1934 por orden de Hitler, o todos esos volúmenes que en convulsas épocas pasadas fueron considerados inmorales y condenados a la hoguera, la censura y el olvido.

Fahrenheit 451 es, sin lugar a dudas, una obra maestra de la ciencia-ficción, una novela apocalíptica y, en cierto sentido, profético-visionaria. Porque sólo un visionario podía imaginarse un futuro sin libros en el que los hombres son esclavos de la tecnología y del bombardeo mediático. Quizás ya estemos en el futuro. Y también en este futuro los libros son nobles criaturas en vía de extinción (por lo menos así como los hemos conocido).