Lady Lilith (1866-1868), por Dante Gabriel Rossetti.

Corazón doble es el primer libro de ficción de Marcel Schwob (Chaville, 1867- París, 1905). Aunque es conocido principalmente por títulos como El libro de Monelle (1894) o Vidas imaginarias (1896), es este volumen de relatos cortos el que da inicio a su carrera literaria, forzosamente breve -murió a los 37 años- pero suficientemente variada. Abarcadores de múltiples temas, escritos en muy diversos registros, muchos de sus relatos destacan por una extraña mezcla entre lo ingenuo y lo macabro, envueltos en una atmósfera de misterio que acentúa su corta extensión. Uno lee los cuentos de Schwob sin apenas inmutarse, impregnándose de su brumosa maravilla sin asimilar todas las consecuencias que implica lo narrado. Como ocurre con las buenas historias, al goce elemental de la lectura le sigue un breve lapso tras el cual, al modo de una revelación, el poso de lo leído da sus frutos, y entonces apreciamos el relato en toda su hondura. Pues, aunque estemos ante el primer libro de un veinteañero, Corazón doble sorprende por la lucidez y la premeditación con la que se ha escrito cada uno de sus cuentos. Su autor ha sido primero lector, y eso se refleja tanto en los temas y las ideas sobre los que escribe como en su ejecución. Es el libro de un lector privilegiado escrito para otros lectores.

A medida que nos adentramos en este Corazón doble (el cual, haciendo honor a su título, se divide en dos secciones: la primera, homónima; la segunda, bajo el epígrafe «La leyenda de los pordioseros»), comprobamos cómo ciertos motivos se repiten en los distintos cuentos: los mitos grecolatinos, el desdoblamiento de la personalidad, la transformación del cuerpo humano en mero bulto tras la muerte, las máscaras, la guerra… Los relatos comprenden varios géneros, que van desde el terror sobrenatural de «Las estriges» o «El tren 081», al apocalíptico de «El terror futuro» que cierra el libro, pasando por las fantasías oníricas de «Las puertas del opio» y «Aracné», las parábolas crueles de «El hombre gordo» y «El religioso», e incluso el humorismo, como en «Un esqueleto», donde la convención del cuento gótico de espíritus se ve graciosamente trastocada.

Sin embargo, lo primero que encontrará el lector de Corazón doble será una dedicatoria: “a Robert Louis Stevenson”. Siete años antes de publicar este libro, Marcel Schwob había descubierto al autor de La isla del tesoro en un largo viaje en tren; al terminar el trayecto, su concepción de la literatura había cambiado definitivamente, convirtiéndose desde entonces y hasta el fin de sus días en un devoto de Tusitala, hasta el punto de viajar a Samoa para visitar su tumba (aunque fracasó en el intento), a despecho de su precaria salud. Además de un afectuoso reconocimiento, dicha dedicatoria es toda una declaración de intenciones, tanto o más que el prefacio, auténtico manifiesto literario y ensayo de una poética personal. Cuando en la introducción Schwob abunda en la idea que da título al libro, leemos que “el corazón del hombre es doble”, y entonces resulta inevitable recordar la declaración final del doctor Jekyll, donde afirma que “el hombre en verdad no es uno, sino dos”. El poso dejado por la lectura del cuento de Stevenson va más allá del prefacio: una de las narraciones, «El hombre doble», no es sino una reelaboración condensada de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. E incluso hay algo del escocés en la idea planteada por Schwob de una narrativa que, prescindiendo del psicologismo y de la minuciosa relación de detalles fisiológicos propios del Naturalismo, haga coincidir los fenómenos externos y los internos de la acción, en una síntesis armónica que resalte la individualidad de los caracteres. No conformándose con la teoría, el autor predica con el ejemplo en sus propios cuentos, como comprobamos al leer «El antifaz», paráfrasis edípica reducida al instante crítico en que el protagonista sella su destino, dejando que sea el lector quien asimile las consecuencias; o como también ocurre en «La vendedora de ámbar», que cifra en una breve escena el origen del odio, la avaricia, la lujuria y, en resumen, el germen del mal.

Dante Gabriel Rossetti. Beata Beatrix.

Dante Gabriel Rossetti. Beata Beatrix.
Beata Beatrix (1863), por Dante Gabriel Rossetti. El pintor británico pintó a su recién difunta esposa (1862) con el aspecto de la Beatrice dantesca. Se dice que cuando Rossetti abrió el ataúd para recuperar las cartas enterradas junto con el cuerpo de Siddal, ésta había mantenido intacta la belleza y los cabellos habían crecido desmesuradamente.

El prefacio abarca otros asuntos (la llamativa teoría pendular de la literatura, que oscila entre Simetría y Realismo, o la crítica al Naturalismo, por su errado uso de la síntesis enumerativa y de la generalización deductiva), que en conjunto bastan para que este Corazón doble sea un libro a tener en cuenta. Pero es sobre todo en sus ficciones donde reside el valor de la obra. Por cierto que, aunque ya hemos destacado la influencia decisiva de Stevenson en Marcel Schwob, otros escritores hacen acto de presencia en los relatos aquí reunidos. En este sentido hay que recordar la graciosa anécdota a la que dio lugar el no menos gracioso relato «A propósito de dientes», pretendida traducción al francés de cierto cuento de Mark Twain, Acerca de los barberos, pero en realidad versión sádica -o precuela si acaso- del mismo, lo cual provocó el rechazo del estadounidense en una carta que encabeza el cuento: “cometo crímenes, pero no de este calado”, escribe Twain. Decididamente fantásticos son otros dos cuentos basados en escritores: «Las puertas del opio» se abre con una cita de Thomas de Quincey, cuyas famosas Confesiones inspiran esta ensoñación narcótica de ambientación oriental; y «Lilith», uno de los platos fuertes del conjunto, poema en prosa más que cuento, cuya escalofriante historia recrea la exhumación real de la mujer de Rossetti para recuperar los poemas enterrados con su cadáver.

El libro contiene tres cuentos fantásticos con nombres de mujer, escritos todos en un estilo intensamente poético, siendo «Lilith» uno de ellos. Otro es «Aracné», monólogo demente de un condenado (comparte esta peculiaridad con otro de los relatos, «El hombre velado», que a su vez insiste en el tema del doble), quien, turbado por sus lecturas sobre antiguos ritos asesinos, da muerte a su amada, una tejedora que en su delirio pasará al mundo de los sueños convertida en el personaje mítico, con quien el criminal planea unirse en el Reino de las Arañas para toda la eternidad. El tercero es «Beatriz», historia sobre la unión de dos almas enamoradas en un sólo cuerpo tras la muerte de ella, pero que, contra lo que soñaban los amantes, convierte la vida en una insoportable pesadilla. El terror provocado por la resurrección de la amada, así como las referencias literarias, y por supuesto la compartida onomástica femenina, declaran la influencia de Ligeia (Poe es otro de los autores predilectos de Schwob), pero en «Beatriz» también suenan los ecos de Vera, el cuento cruel de Villiers de L’Isle-Adam.

En estos cuentos la sensación de inquietud surge con la presencia de los difuntos. Sin embargo, las mayores cotas de horror se alcanzan en aquellos relatos en los que, exhalado su último aliento, los muertos dejan un cuerpo convertido en materia inerte. Ya hemos hablado de la exhumación en «Lilith»: un hombre, incapaz de encontrar a la mujer soñada en aquellas que va conociendo, acaba por imponer su ideal a la que llama Lilith. La exalta, la compara con mujeres mitológicas y encarece su naturaleza divina, y finalmente compone en su honor los versos más sublimes. Muerta la mujer amada, decide enterrar con ella la obra que inspiró. Pero, aunque ama un ideal, la ausencia del cuerpo que lo sustentaba debilita la voluntad del amante, que acaba cediendo a sus deseos de gloria terrena y profana el sepulcro de Lilith, dando a la imprenta unos versos en los que aún palpita el recuerdo del hedor y de la podredumbre, incapaz de doblegar a la vanidad. «Las estriges» gira también en torno a un cadáver; sin embargo, aquí el elemento sobrenatural hace acto de presencia, en la forma de unos demonios nocturnos encargados de eviscerar los cuerpos exánimes, sustituyendo su contenido por manojos de paja. Finalmente, «Los sin-cara» cuenta la historia de dos cuerpos muertos en vida, reducidos a bultos carnosos tras sufrir la amputación de sus caras por un mismo fragmento de metralla. La mujer de uno de ellos, incapaz de reconocer en esos fardos insensibles a su marido, decide acogerlos en su casa con la esperanza de advertir algún gesto familiar. Se acostumbra a su presencia, les coge afecto como a unos muñecotes; finalmente, cree reconocer a su marido en uno de los sin-cara, cuya inerte presencia satisface su egoísta necesidad de compañía. Muerto de pena el otro, abandonado en su infierno de recuerdos y sentimientos pasados, la mujer descubre su error demasiado tarde, mortificándose con la inútil culpabilidad de no haber escogido el cuerpo correcto.

Estos cuentos sugieren cierta idea, más inquietante que cualquier revelación sobre la falsedad de las percepciones o de los conceptos: la insoportable certeza de que los sentimientos, en apariencia tan seguros como inevitables, dependen de unas condiciones conocidas, sin las cuales somos capaces de cometer actos abominables. El cuerpo que hemos querido en vida nos repugna al transformarse en una masa inanimada, pero los demonios de «Las estriges» tan sólo exageran esta sensación con sus hábitos carroñeros, su carácter sobrenatural mitiga el pavor. En cambio, hay algo realmente monstruoso en las acciones de «Lilith» y «Los sin-cara»: en el primer relato, la muerte de la amada arrastra consigo la necesidad del amor, cediendo el puesto a la vanidad del vivo; en el segundo, es esa misma necesidad de amar la que mantiene con vida a un cuerpo en estado vegetativo, prolongando su agonía por un impulso egoísta. Esta insinuación, nihilista en extremo, anticipa lo que leeremos posteriormente en La metamorfosis de Kafka, donde otra desgracia repentina socava los cimientos de lo que se creía inamovible: el amor de la familia.

Esta idea se culmina, a la vez que se refuta, en el último cuento del libro, «El terror futuro». Es un relato apocalíptico, cargado de terribles escenas de exterminio, con las calles de una ciudad abarrotadas de cadáveres apilados, de montañas aumentadas por eficientes máquinas de decapitación, aplicadas metódicamente a la aniquilación revolucionaria que traerá la Paz. La voluntad de los que creen en el Holocausto como única vía para alcanzar la redención es firme, pero se tambaleará al tropezar con la mirada inocente de unos niños, sacudiéndola con toda la violencia de la ternura (“la piedad descendió sobre ellos”, leemos). Aquí Schwob parece apostar de nuevo por el poder de los sentimientos, si bien estos ya no salvan a nadie, sino que arrojan luz sobre el horror y propagan la locura. Este relato destaca también por constituir uno de los mayores logros del escritor en el ejercicio de una de sus principales virtudes: la plasticidad con la que describe la mutilación de los cadáveres, reducidos a simples masas en descomposición. La descripción de los cuerpos amontonados en las calles, pisoteados por los cascos de los caballos y las ruedas de las guillotinas, resulta especialmente escalofriante, igualando la crudeza de uno de sus relatos más brutales, «Los carátulas», del libro El rey de la Máscara de Oro (1892). En cuanto a su obsesión por la guillotina, este relato forma otro pequeño grupo dentro del libro, junto con «Instantáneas» y «Flor entre las piedras». Todos ellos reflejan la honda impresión que sin duda hubo de causar dicho artefacto en la sensibilidad de Schwob, con su sistemática administración de la muerte al servicio de la Justicia y la Razón.

También hay lugar para las parábolas en Corazón doble: la mordacidad de «El hombre gordo», el humor extraño de «El cuento de los huevos», al modo de Las mil y una noches, y la ironía cruel de «El religioso», infinitamente más sádico que El rey de la Máscara de Oro, se adscriben a aquel género. Y puestos a establecer conexiones con sus obras posteriores, merece la pena señalar a «La banda de Cartouche: la última noche» como una primera vida imaginaria, partiendo de la figura histórica del bandolero Louise Dominique Garthausen “Cartouche” para escribir una breve historia de traición y fidelidad más allá de la muerte. Incluso tenemos un viaje en el tiempo, «El zueco», emprendido no gracias a un artilugio mecánico sino a la mediación del Diablo, como en el memorable Enoch Soames de Max Beerbohm (incluido por Borges y Bioy Casares en su Antología de la literatura fantástica, 1940). El libro incluye otros cuentos, algunos de los cuales parecen desviarse del tono general del conjunto. No obstante, hay que tener en cuenta que todos ellos fueron publicados en la prensa antes de agruparse en un mismo volumen, de modo que resulta aún más sorprendente la coherencia que presentan la mayoría de los relatos. El libro en su totalidad asombra por la madurez de un escritor primerizo, capaz de recoger los ecos de unas lecturas bien asimiladas, que a su vez encontrarán respuesta en las obras de escritores posteriores. Corazón doble es un libro injustamente desconocido en nuestro país, donde se ha editado con poca fortuna en dos ocasiones: la editorial Montesinos lo hizo en 1981, mientras que Siruela lo volvió a intentar en el 2001; ninguna vez se ha reeditado. El esfuerzo de localizar el libro se verá de sobra compensado con su lectura, que asombrará tanto a los que ya conocen otras obras del autor, como a quienes todavía no han disfrutado de la escritura de Marcel Schwob. Sus cuentos contienen algunos de los escalofríos más placenteros de la Literatura.