A finales de 1914, en septiembre del año que daba inicio al siglo XX, Arthur Machen, poeta por vocación, picaletras de periódico por necesidad y adepto de la Golden Dawn como sublimación de su interés por el ocultismo, a la par que mantenía entre paños su conciencia racional y celto-cristiana, publicaba el cuentecillo Los arqueros en las páginas del London Evening News. “An indifferent piece of work” diría de él su propio autor, bien mirado apenas un esbozo de relato, y, sin embargo, un extraño triunfo para el escritor galés. El pensador de las leyendas como materia viviente no penetrada por el ojo de la ciencia dio a luz en unas pocas páginas a una historia que saltó de la pura imaginación a la realidad de segunda boca y tercer oído por las trincheras de la Primera Guerra Mundial, y hasta en las propias islas británicas, fundiendo por el camino moral patriótica para el Somme e Ypres con el folklore militar y popular de apariciones salvadoras sobre los cruentos campos del honor.
Es en una noticia sobre lo acaecido en Mons, un mes antes y en el frente sobre el que británicos, franceses y belgas estaban dispuestos en el espacio distante entre la propia ciudad y Charleroi, donde Machen encontró material para erguir lentamente la leyenda entre los cadáveres del hecho histórico. El 23 de agosto, la Fuerza Expedicionaria Británica trababa sus fusiles por primera vez con las tropas alemanas bajo un cielo despejado tras un amanecer neblinoso. 1:3 llegó a ser la proporción de súbditos de Jorge V con respecto a los del káiser Guillermo II en la batalla de la línea Mons-Condé, donde los primeros frenaron a los segundos durante dicho día agosteño hasta que la superioridad de los soldados alemanes se hizo evidente, al tiempo que recibían el comunicado de la retirada del Quinto Ejército Francés, dejando el flanco derecho de los británicos expuesto a gran peligro. Tras la retirada, luchada en batallas de retaguardia como la de Le Cateau, la Fuerza Expedicionaria llegó al Marne en correcto orden. Era el momento de asumir las bajas. Alrededor de 1.500 fueron los soldados británicos muertos en combate y en torno a 5.000 las bajas inflingidas al ejército que les triplicaba en número. Una primera toma de contacto con la sangre y el barro que, teniendo en cuenta lo complejo de la situación, se había salvado con entereza por parte de los hijos de la Gran Bretaña. De ahí surgió un sentimiento que iba a ser necesario durante los años y décadas siguientes, y que convertía a Mons en terreno propicio para poetas, espíritus románticos, gente necesitada de fe y vendedores de vidas ajenas.
Machen se dio prisa por trabajar la posibilidad literaria de este suceso. Los arqueros se presenta a modo de crónica real, si bien su intención no era construir lo que hoy podemos conocer como leyenda urbana. “Ocurrió durante la retirada de los Ochenta Mil y la autoridad de la censura es suficiente excusa para no ser más explícito” inicia; y continúa más adelante: “con el permiso de la censura y de los expertos militares, esta posición [de defensa inglesa] podría ser descrita acaso como un saliente y de ser aplastada y rota, las fuerzas inglesas quedarían aniquiladas”. La resistencia en dicho puesto cobra tintes heroicos en su tragedia (“Quedaban quinientos mil soldados, y hasta donde su vista alcanzaba la infantería alemana presionaba incesante, columna por columna”, “Un hombre improvisó una nueva versión del canto de guerra ‘Adiós, adiós a Tipperary’ terminando con un ‘Y no regresaremos más’”) para dar repentinamente un vuelco a la historia al hacer recordar a un soldado un restaurante vegetariano donde los platos llevan impresa la figura azulada de san Jorge y la inscripción Adsit Anglis Sanctus Georgius. ‘¡Que San Jorge ayude a los ingleses!’, gritó el tommy “que sabía latín y otras cosas inútiles” mientras disparaba. Con tanto fervor parece ser que lo hizo que su plegaria fue acompañada poco después por gritos de “¡En formación, en formación, en formación!” y “¡Ah, San Jorge! ¡Ah, San Jorge! Un fuerte y gran arco”. “Y según escuchaba el soldado estas voces, vio ante él, más allá de la trinchera, una larga fila de formas con un resplandor sobre ellas”. Eran nada menos que los arqueros que tomaron parte en Agincourt en 1415, concluye Machen, aquellos que venían de otros tiempos, de otros planos, igualmente lejanos, para ayudar con sus flechas a sus compatriotas del siglo XX en la primera de las horas más oscuras de la Gran Guerra. Agincourt, aquella batalla en la que entonces los enemigos eran franceses y que también fueron vencidos a pesar de que superaban en número a los hijos de Albión. Un pequeño destello por parte de Machen como broche para este modesto relato.
Modesto, pero la modestia es algo que Los arqueros guarda de puertas para adentro, un aspecto cualitativo que poco importó a la sociedad de la época dado que funcionó bien a modo de canalizador para emociones todavía más intensas que las de Mons y que aún estaban por llegar. De la mano de la utilidad, esta pequeña anécdota literaria cruzó la frontera para convertirse en la más popular de las literaturas: patrimonio de todos, narrada oralmente, representación cantada del espíritu en los tiempos de la tierra rajada por las palas y las artillería. Poco a poco, los arqueros fueron dejando de ser arqueros para transformarse en lo que serían «los ángeles de Mons». O en aquello que tuvieran a bien imaginar los narradores de una historia con las raíces -de una manera u otra- en el texto de Machen (si tenemos en cuenta que toda mención a la aparición salvífica de los arqueros/ángeles es siempre posterior a la edición de su relato).
El propio galés debe salir al paso de los hijos de su propia criatura en la introducción a The Angels of Mons: the Bowmen and Other Legends of the War, publicado en 1915. “Ciertamente, no pensé que volvería a escuchar nada más acerca de él [Los arqueros]. […] Pero unos días después de su publicación me escribió el editor de The Occult Review. Quería saber si el relato tenía alguna base real. Le contesté que no tenía ninguna base real ni de ningún otro tipo. […] Poco después, el editor de Light me escribió preguntando de igual manera, a lo que respondí de idéntico modo. Me pareció que había sofocado cualquier tipo de “mito de Los arqueros” en la hora de su nacimiento”. No fue así. A estas cartas le siguieron diversas peticiones de los derechos para imprimir la historia en las revistas parroquiales del momento y, aún más, para imprimirlo como panfleto una vez que se agotó el número de la revista que incluía el relato. Con una pequeña introducción citando las fuentes para el mismo, rogaba el editor. La respuesta de Machen fue la misma una vez más, pero en esta ocasión comprobó hasta dónde habían llegado los lazos de su “indifferent piece of work”: “El sacerdote escribió de nuevo sugiriendo, para mi sorpresa, que yo debía de estar equivocado, que los ‘hechos’ principales de Los arqueros debían de ser ciertos y que mi parte en este asunto se debe de haber limitado seguramente a la elaboración y embellecimiento de una historia verídica”.
Con Los arqueros, pues, se había iniciado un camino que no tenía vuelta atrás, uno que había dado con el caldo de cultivo social idóneo para el nacimiento y solidificación del relato macheniano en el imaginario colectivo inglés. “Fue por esta época [abril de 1915] cuando las variantes de mi cuento comenzaron a ser narradas como auténticas historias. […] En Los arqueros mi soldado imaginado ‘veía una larga fila de formas con un resplandor sobre ellas’. Y Mr. A. P. Sinnett, en el número de mayo de The Occult Review, informando de lo que había oído, expone que aquellos que pudieron ver dijeron haber observado ‘una larga fila de formas con un resplandor sobre ellas’ entre los dos ejércitos. Y aquí conjeturo que la palabra “resplandor” es el vínculo entre mi narración y sus derivados. Según la visión popular, los resplandores y los seres sobrenaturales y benevolentes son ángeles y nada más, deben serlo, y por tanto creo que Los arqueros de mi relato se han convertido en ‘los ángeles de Mons’”. Como en Inglaterra, añade, san Jorge era un símbolo patriótico más que religioso, fue sustituido popularmente en su historia por la ayuda angélica y, así, “el camino quedó abierto para la creencia colectiva y para el entusiasmo de la religión del hombre de a pie”.
¿Quiénes fueron los cantores de Machen? ¿Acaso soldados que leyeron la publicación en el London Evening News poco antes de cruzar el canal de la Mancha? ¿Avispados agentes de inteligencia que vieron en este relato el material adecuado para mediatizarlo y mantener alta la moral de los jóvenes enviados al continente? ¿O tal vez aquellos que quisieron ver en esta confluencia de elementos la reedición de la batalla en el Puente Milvio y ejemplos similares como san Miguel Arcángel descendiendo en Aralar para cruzar su espada de fuego por Teodosio de Goñi? Tal vez todos. Lo que significa que, en último término, no fue nadie. Sólo a Machen se le puede apuntar el mérito, azuzador inconsciente de las esperanzas de un pueblo por cuyas fantasías fluye la corriente subterránea que termina por crear un folklore en tiempos tan modernos como 1914. Uno que trataba de buscar consuelo y respuestas para tiempos tan crispados como los que le tocaba vivir a Europa en el año 1 del siglo XX.