Ilustración realizada por J. K. Drummond

Ilustración realizada por J. K. Drummond
Ilustración realizada por J. K. Drummond

Después de la prometedora primera novela de esta monstruosa saga, y tras haber cobrado un suculento adelanto editorial –uno de los mayores de cuantos se le hayan pagado a un autor de fantasía- a Steve Erikson le entró el canguelo.

Unas exigencias extraordinariamente elevadas lo empujaron a aferrarse a lo tradicional o a lo común. Cuando se carece de la confianza suficiente en uno mismo, y con un amplio camino todavía pendiente por recorrer, se puede comprender que en una saga de tantas aristas y matices existan puntos flacos pendientes de un desarrollo más maduro o, simplemente, haya algunas ideas comparativamente débiles respecto a las demás. Ya lo dice el refranero: “ni todo el monte es orégano ni oro todo lo que reluce”.

Esta parece ser la explicación, pues difícilmente se podría encontrar otra mejor, al hecho de que a Las puertas de la Casa de la Muerte (La Factoría de Ideas, 2012, 2ª edición) le sobren la mitad, o más, de sus casi seiscientas treinta páginas. Un tocho extraordinario, un mamotreto de proporciones bíblicas, en el que abundan los hilos narrativos que no conducen a ninguna parte; los personajes insustanciales mal descritos o pretenciosamente irrelevantes; o, en el peor de los casos, los argumentos tergiversadores y engañosos que, aprovechando la licencia ficcional que el género fantástico le concede tanto a la mano autoral como a la voz narradora, cambian de repente un devenir argumental, sin lógica aparente y sin venir a cuento. Al hacer así, se borra de un plumazo la significación de todo lo hasta entonces narrado, dejándonos la sensación de haber sido engañados o timados durante buena parte del libro.

La inseguridad de Steven Erikson también se observa en su recurrente utilización de elementos “profesionales”, arqueológicos y antropológicos, que le han sido claramente de ayuda a la hora de elaborar subtramas, redactar diálogos o construir atmósferas. Llama excepcionalmente la atención el recurso a las ciudades perdidas, a los recuerdos que el pasado ha convertido en capas de polvo y piezas resquebrajadas por el paso del tiempo, o a los huesos capaces de revivir a partir de la reminiscencia de las formas de vida que un día se asentó sobre ellos. Distintas formas de tratar el proceso por el cual el presente vuelve la mirada hacia el pasado, o el pasado se hace presente a través de sus restos, con la intención de recuperar esa capacidad de memoria que es la Historia.

Esta sensación predomina, crecientemente, durante las tres primeras partes del texto hasta que, si hemos sobrevivido estoicamente y todavía nos quedan ganas de seguir leyendo, al traspasar el umbral de la cuarta parte (“La Casa de la Muerte”), todo cambia de golpe y plumazo. Las primeras páginas de esta última parte combinan, por un lado, los trucos de prestidigitación con que la novela se orienta hacia nuevas e inesperadas líneas argumentales que irán creciendo y desarrollándose hasta su final, y por otro, las conexiones y referencias (alguna de ellas bastante forzadas) que prepararán al lector para el tercer y cuarto tomo de la saga. Erikson desarrollará después esos hilos argumentales a través de un estilo preciso, un ritmo endiabladamente intenso, y una escenificación llena de magnífico dramatismo. Un síntoma de que es un gran autor capaz, en un mismo libro, de lo mejor y de lo peor.

Tampoco se innova desde un punto de vista estructural. La novela reproduce los esquemas básicos de Los jardines de la Luna (Malaz 1) con varias escenas paralelas que buscan confluir en un mismo punto común al final del libro. Igualmente a aquella novela, todas estas historias pivotan sobre dos puntos centrales, para así evitar que la gran variedad de historias, personajes y espacios se disperse sin medida, ayudando a mantener la coherencia en el argumento y garantizar la fluidez en la lectura. Ambos pilares neurálgicos juegan con un conjunto sólido de elementos con los que mantener relacionadas las demás subtramas, para que el lector no tenga en momento alguno la sensación de vagar entre historias sin sentido. Una estrategia llevada con inteligencia y acierto durante todo el libro.

El primer punto está protagonizado por la misteriosa Sha’ik y el mítico desierto de Raraku, una extraña adivina a quien algunas profecías apuntan como la más combativa amenaza al Imperio de Malaz, dirigido con mano de hierro por la emperatriz Lassen. Estas leyendas son las que toman el poder del argumento, desarrollándose en paralelo al crecimiento y cambio del personaje central y su trama, coordinando el ritmo de los dos elementos y desvelándonos parsimoniosamente sus matices. A esta trama se asocia la del cabo Kalam, miembro de los Abrasapuentes, quien participa también de estas profecías además de tener un peso específico por su condición de vengativo soldado en persecución de la emperatriz. Sobre sus hombros, y especialmente sobre los de Kalam, se desarrolla alguna de las partes más trepidantes de la novela.

El segundo punto neurálgico se centra en el Puño Coltaine, líder del Séptimo ejército malazano, un taimado estratega y silencioso general, cuya paciencia e inteligencia lo llevarán a conseguir grandes gestas contra enemigos varias veces superiores en número. El objetivo de este ejército es llegar con vida hasta la ciudad de Aren –la última de las Siete Ciudades que todavía no ha sido conquistada por las fuerzas del Apocalipsis-, donde el Puño Supremo Pormqual está temerosamente agazapado ante la amenaza del ejército enemigo, seguidores acérrimos de Sha’ik dispuestos a convertir las profecías de su enfrentamiento con el Imperio en una realidad prematura. La audacia y el sacrificio de Coltaine y los suyos aumentan su valor si se comparan con la cobardía de Pormqual y de algunos de los nobles que, refugiados bajo las faldas del Puño, no tienen otra forma mejor de gestionar sus frustraciones que poniéndole las cosas más difíciles a cada paso (capacidad por la que serán conocidos con el sobrenombre de “Cadena de perros”).

Estas dos esferas ficcionales se unen, evidentemente, en su antagonismo: los seguidores del Apocalipsis contra las tribus libres asociadas y los ciudadanos del Imperio de Malaz; la adivina Sha’ik contra la misteriosa emperatriz Lassen. Eso sí, este antagonismo queda latente, apenas explicitado, en el limbo de una imprecisión consciente y voluntaria que por momentos llega a resultar llamativamente exasperante, situándonos a la espera de que se concrete de forma más directa en entregas futuras. Una decisión que afecta al sentido de la trama y las subtramas, ya que desde el primer momento muchas incógnitas quedan sin respuesta y además muchos de los personajes quedan incompletos en cuanto a sus personalidades, a sus historias, y a sus razones.

Por este y otros motivos, funcionales y estructurales, la elaboración de los personajes parece el aspecto más claramente deficitario de Las puertas de la Casa de la Muerte, arrastrando consigo la credibilidad de los argumentos o, por lo menos, restándoles una parte importante de su fuerza. Este defecto se percibe cuando personajes de gran potencial, como los del Puño Coltaine o la esclava Felisin o el cabo Kalam, se desaprovechan o deben cogerse con pinzas a la espera de un futuro desarrollo, mientras, por otro lado, se impulsan artificialmente a secundarios sin su fuerza ni su capacidad para emocionar al lector. Un conjunto de secundarios malogrado, además, porque tanta trampa argumental y tanto truco de estilo nos dejan exhaustos antes de poder identificarnos con cualquiera de ellos; ocurre muy especialmente con algunos de los integrantes del Séptimo ejército malazano o de la escolta de Felisin en su huida desde las minas de Otataralita donde estaba prisionera.

En Las puertas de la Casa de la Muerte tenemos dos novelas en una. Una primera novela construida con retales e ideas apenas bosquejadas, asentada sobre personajes que o bien no van a llegar muy lejos por su carácter secundario o bien esperan una oportunidad futura para desarrollarse de forma completa, asentada sobre un conjunto disimulado de fuegos de artificio con intención de engañar al lector con una falsa relevancia. Y una segunda con un despliegue excepcional de recursos de estilo y de habilidades creativas, donde algunos de los personajes se comienzan a desarrollar o a explorar con descaro (aunque demasiado tarde), y las tramas alcanzan ese ritmo trepidante con que Erikson cierra todas sus novelas de la saga. Lástima que, para llegar hasta esta segunda novela, tengamos que leer la primera (aunque si nos la saltáramos no pasaría algo nada relevante. Y éste es su mayor problema).

Esto exige un lector comprometido con la novela y con la saga porque, de otra forma, lo razonable sería abandonarla sin piedad ni dolores de conciencia. En todo caso, si se posee una pizca de sacrificio lector, y se mantiene el cabreo en cotas manejables, sepan que merece mucho la pena llegar hasta el final porque, efectivamente, dentro de esta novela irregular -con partes que pueden llegar a resultar, sin duda, tediosas hasta la desesperación- se esconde, agazapada en su último tramo, una gran novela de fantasía.