Venas abiertas como trincheras, cavidades anatómicas como cráteres de obuses, vello corporal como alambre de espino, gases químicos e inflamables como los vapores que, al igual que los producidos por un gran ser en descomposición, Europa exhaló durante su periodo de putrefacción entre el 28 de julio de 1914 y el 11 de noviembre de 1918.
La Primera Guerra Mundial, o Gran Guerra, que como todo relato cuenta con un comienzo mítico, el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria a manos de Gavrilo Princip un mes antes de la declaración de guerra de Austria-Hungría al Reino de Serbia, significó un terremoto geopolítico y cultural de consecuencias incalculables. Pero no en el sentido de que marcó un antes y un después, sino sólo un punto y seguido en la historia imperialista de Europa contra sí misma y contra el resto del mundo. La Gran Guerra supuso el principio del fin de algunos de los grandes imperios del XIX como el prusiano, el austro-húngaro o el otomano, así como de algunas monarquías, como siempre, obsoletas. Constituyó asimismo el fin de los gobiernos centralizados de carácter todavía feudal; supuso el incremento hiperbólico de los sistemas de producción de masa y para masas, la ganancia de un colosal peso político de las grandes empresas privadas, cuya participación en la guerra había sido crucial; supuso un ingente gasto público que originó incalculables cotas de inflación, la extenuación de los recursos naturales, la destrucción de patrimonios valiosísimos, ciudades enteras, millones de vidas entre muertos y heridos…
Supuso además el freno a numerosos movimientos sociales e intelectuales progresistas en auge: la emancipación sexual femenina, por ejemplo, sufrió un duro revés pese a que tras la guerra ganaran las mujeres el derecho al voto en varios lugares. También, la presencia colonial europea en otros continentes se intensificó por la necesidad de nuevas materias primas para el gasto bélico y de levas baratas, y sólo tras la definitiva paz de Neuilly-sur-Seine (27 de noviembre de 1919) comenzarían esos países sus respectivos procesos de liberación. El conflicto provocó también que las modernas sociedades metropolitanas antes en crecimiento, atesoraron un trauma demasiado importante como para no somatizarlo con una segunda guerra (podríamos decir que la guerra en Europa duró de 1914 a 1945): heridas en las economías y sociedades, junto a la amenaza comunista, acabaron por manifestarse mediante el belicismo, el culto al líder y el expansionismo capitalista, nacionalista y xenófobo. Y sin embargo aquellos años asistieron también a uno de los acontecimientos más notables de la historia europea: la Revolución Bolchevique de octubre de 1917, que extrajo a la Rusia zarista de la guerra y vio en sus primerísimos y esforzados años la realización efectiva de la utopía socialista.
Y es que para unos, como el Lenin de 1915 en El socialismo y la guerra, iba la del ’14 a ser, entendida dialécticamente, por un lado un enfrentamiento imperialista, colonialista y nefasto para el obrero, por otro, si orientada hacia la lucha de clases, necesaria para Rusia en tanto que guerra de liberación nacional contra la opresión oligárquica al pueblo. Escritores de filiación marxista se opusieron en estos términos a la guerra: el húngaro Andreas Latzko en su Hombres de guerra (1917) y el francés Henri Barbusse en su El fuego, de 1916. Otros simplemente se opusieron al mero horror de la violencia, la inutilidad del gasto en vidas y recursos, la atrocidad que se cerniría sobre las ciudades y la población civil. Es el caso de Heinrich Mann, enfrentado así a su hermano Thomas, los dadaístas Tristan Tzara y Hugo Ball (que en 1916 fundaría el mítico Cabaret Voltaire en Zúrich), Stefan Zweig, Karl Kraus, Jane Addams o Bertrand Russell, encarcelado en Reino Unido por su antibelicismo.
Otros, en cambio, ansiaban con hambre la escalada armamentística. Es el caso de Thomas Mann (Consideraciones de un apolítico, 1917), de Gabriele D’Annunzio, Ungaretti, Ernst Jünger (Tempestades de acero, 1920, o El combate como vivencia, 1922), Anatole France (Sobre la vía gloriosa, 1915), Marinetti y los futuristas italianos, pero también de ciertos expresionistas alemanes, tardosimbolistas y muchos otros intelectuales de vanguardia que dejaron sus vidas en el campo de batalla o fueron heridos, como Braque, Franz Marc, Otto Dix o Boccioni. Modernos que, además de movidos por sentimientos patrióticos, reverenciaban a la máquina, a los sistemas de producción y reproducción, al cine, a la fotografía, al motor y a las chimeneas de las fábricas esperando una descarga que necesitaba la decadente y anestesiada Europa, en manos de la ideología burguesa, los intereses financieros y una aristocracia decrépita, para estimular su fuerza latente, como una dolorosa y saciante eyaculación. Sin más, algunos vanguardistas querían la guerra para asomarse al abismo, para trascender la carencia de realidad y enfrentarse al grado extremo de la experiencia humana, saborear hasta dónde se es capaz de llegar, si la vivencia de lo Real se ubica, o no, más allá.
Y la respuesta es no, evidentemente. En 1914 Blaise Cendrars publica, ilustrado por Sonia Delaunay, uno de los textos fundamentales para el futurismo, La prosa del Transiberiano; justo después se alista entusiasmado. Sin embargo, muy pronto perderá un brazo, arrancado por una explosión, trauma que elaborará en varios escritos posteriores y sobre todo uno, aparecido en 1946, La mano cortada; lo siniestro es que antes de la herida, Sonia Delaunay había soñado a Cendrars manco de un brazo. Del mismo modo, el futurista ruso Jlébnikov desarrolló en esos años sistemas de matemáticas predictivas para poder vislumbrar el resultado de la contienda… Esto nos quiere decir que, prescindiendo de las nociones de destino y providencia a nivel mágico (o romántico), la catástrofe de Europa en la guerra (en las dos guerras) estaba ya anunciada, como la volición lógica de la escalada metropolitano-capitalista.
Pero también a otro nivel, pues cabe ver la Guerra Mundial a la altura de un cataclismo natural pero provocado por el ser humano, que hizo que el tiempo mesurable de la Historia se volviera el tiempo inconmensurable de la Naturaleza, lo que quiere decir una pérdida absoluta de identidad y una extranjerización del sentido de nuestros propios productos técnicos y culturales. Si Marx dijo que es la Naturaleza la exterioridad in-existente, carente de sentido y a-temporal necesaria para empezar a hacer Historia, con la Guerra Extrema esa aserción cambia, y hay que decir que el hombre ha conseguido hacer Naturaleza al generar algo incontrolable, extra-temporal, un agujero bestial sobre el que sólo queda hacer delirio, como Jlébnikov, o bien afrontar lo monstruoso con la banalidad del sabio satánico à la Baudelaire, como hace Cendrars, espantosamente sereno ante su miembro arrancado bañado en sangre escarlata. Si la Guerra es Naturaleza, sus masas de ruinas y cúmulos de cadáveres pueden ser leídos como lo era la escritura de la naturaleza que los antiguos –y románticos- creían ver en las volutas de las nubes o en las disposiciones rocosas de una caverna: expresión de la fuerza ciega del cosmos que queda más allá de cualquier lenguaje humano.
Buscando la experiencia de lo inexperimentable sólo era posible entonces alcanzar el límite de lo racional, así que podemos decir que el agujero de sentido nunca se ubicó más allá de lo visto y experienciado, sino en su misma superficie, en el día a día, en las cosas más abyectas hechas cotidianas, cuyo pasado de crimen queda fijado al decurso histórico como un parásito silencioso que tarde o temprano termina por emerger, pero no en toda su plenitud, sino bajo la forma de síntomas, compulsiones a la repetición, pesadillas… No en vano Freud, tras la guerra, observando a soldados convalecientes que continúan experimentando en delirio los sucesos más dolorosos vividos en el frente, totalmente reprimidos en su consciencia, forjará su teoría de las pulsiones como aquellas fuerzas psíquicas que nos arrastran a gozar con lo que no produce placer ni satisfacción, sino con la mera repetición en sí, la repetición de lo extraordinario, del trauma, que nos acerca poco a poco, de nuevo, al cálido cráter (de obús) del que partimos.
La guerra del ‘14 fue un buen escenario en el que comprobar cómo la tecnología podía escaparse del control de sus manipuladores hasta la total y absoluta autoaniquilación. Con una mentalidad aún del siglo XIX y armamento del XX, sobre el campo de batalla pudieron verse estampas dignas de la más apocalíptica de las ficciones: cargas de lanceros a caballo contra morteros, armaduras y cotas de malla contra fuego de repetición, catapultas para arrojar granadas, absurdos prototipos de vehículos blindados para asaltar trincheras… Trincheras en las cuales se enquistó el frente, prolongándose durante años en condiciones malsanas, esperas inútiles y plagas de parásitos que provocaban fiebres letales bajo el fuego incesante de una guerra mecanizada, pensada antes en herir y mutilar que en aniquilar al enemigo… Y sobre todo el gas, el gas que se filtraba a través de los uniformes, que hacía inútiles las rudimentarias máscaras antigás, que se adhería como caramelo fundido a las mucosas, e impregnaba los campos ya estériles.
Por ello, porque fue una guerra que, quizá más que otras, le quedó grande al ser humano, la narrativa fantástica o de terror -el género Fabulante en definitiva- relativo a este acontecimiento no abunda, y a nivel literario lo que sobre todo encontramos son los testimonios de quienes experimentaron aquello, como si la capacidad de ficcionalizar quedara siempre rezagada respecto al retrato fidedigno. Pero esto no es sino reformular la célebre frase de Adorno de que no es posible hacer poesía tras Auschwitz: en lo que respecta a la Gran Guerra, la profusión de producciones artísticas a ella dedicadas no hizo sino demostrar que, precisamente después de la matanza, lo que hay que hacer es trabajar sobre ello. Es una gran materia prima, y decir esto no es frivolidad, es comprender que en verdad nunca es posible hacer poesía si lo que queremos es mantener una postura ética y sincera de cara a la historia, no sin antes haber hecho un profundo trabajo de memoria y ajusticiamiento.
La gran diferencia con la Segunda Guerra Mundial, de la que sí se pueden extraer materiales para ficciones más o menos fáciles, es que la del ’39 se ha cifrado históricamente como un enfrentamiento maniqueo entre fuerzas imperialistas unas, defensoras de la libertad otras. Con todo lo que de mentira tiene esta acepción, sí es cierto que Europa tuvo que ser liberada del fascismo por los partisanos, los rusos, y luego por los ingleses-estadounidenses. Pero la Primera Guerra no fue sino una batalla por el expansionismo entre todas las potencias: por captar zonas de influencia, recursos y líneas comerciales, así como suculentos imperios coloniales. Es cuando en la Segunda se empiezan a esclavizar no sólo a negros, sino también a europeos blancos, que la crítica histórica pone el acento sobre la maldad del ser humano.
Productos literarios sobre el conflicto del 1914 los tenemos bajo la forma de recuerdos novelados como los de Gianni Stuparich, Emilio Lussu (Un año en el altiplano, 1937), William March o Robert Musil. La mayor parte pacifistas, como Erich Maria Remarque (Sin novedad en el frente, 1929), Chevallier, Robert Graves, Rebecca West, Rudolf Frank o el Parte de guerra de Edlef Köppen, quemado por los nazis; y todavía otros desde la ironía más ácida, como Jaroslav Hašek (El buen soldado Švejk, 1912-1923) o Herbert Grimm (Historia y desventuras del desconocido soldado Schlump, 1928). Novelas sobre lo nunca o escasamente vivido en directo, como las de Hemingway, el Capitán Conan de Vercel (1934), Dalton Trumbo o la novela histórica de Pierre Lemaître, premio Goncourt de 2013, Nos vemos allá arriba; novelas limpiamente autobiográficas, como las de John Dos Passos y biografías directamente escritas desde la abyección, como los fragmentos de Apollinaire (Caligramas, 1918) o la descomunal obra de Férdinand Céline Viaje al final de la noche de 1932.
Estrictamente de ficción encontramos cosas como la dolorosa novella de Luigi Pirandello Berecche e la guerra (1934), Ashenden, o el agente secreto (1936), de William Somerset Waugham, aventuras de espionaje que inspirarían a Ian Fleming, o el desgarrado retrato de la Europa autoconsumiéndose de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez (1916). Luego están las ficciones que tienen como trasfondo la guerra, como A este lado del paraíso, de Scott Fitzgerald (1920), La paga de los soldados, de Faulkner (1926), o las excelentes y nostálgicas La marcha de Radetzky (1932) o La cripta de los capuchinos (1938) de Joseph Roth. Y las ficciones que no tienen a la guerra como motivo pero son coetáneas, reverberantes de lo que convulsionaba a Europa en aquellos años, de las que pondré sólo dos ejemplos colosales: En busca del tiempo perdido –si bien Proust comenzó a redactarla en 1908, su composición se extiende hasta el 1922-, cuyo concepto de memoria tiene mucho que ver con lo dicho sobre el hacer historia de los traumas y, bastante elocuente, La metamorfosis de Franz Kafka, publicada en 1915.
En lo que respecta a la fantasía, el terror o la ciencia-ficción, son contemporáneas del conflicto algunas de las historias del Tarzán de Burroughs, una de ellas ambientada en la guerra misma (Tarzán el indómito, 1919), algunos cuentos del primer Lovecraft como Dagon (Lovecraft, curiosamente, intentó alistarse en el 1917, pero la intervención de su extremadamente protectora madre se lo impidió), y una mediocridad del hijo de Jules Verne, Michel, firmada como el padre (La impresionante aventura de la misión Barsac, 1918); o Gustav Meyrink, cuya producción más notoria se concentra durante los años de la guerra, con El golem (1915), El rostro verde (1916) y La noche de Walpurgis (1917). En la Rusia/URSS encontramos en aquellos años a Vladímir Obruchev, que con el país al borde de la revolución escribe una aventura con dinosaurios en Siberia (Plutonia, 1915); Evgueni Zamiátin, que durante la guerra publicó una novela antimilitarista prohibida por el Zar, y tras la revolución empieza a escribir la fundamental Nosotros (1919-1921); Alexander Bogdánov, que en 1908 había publicado Estrella roja, sirvió como asistente médico durante la guerra, y tras la Revolución funda con otros el Proletkult (1919), congregación cultural rápidamente perseguida por el aparato estatal; Alekséi Nikoláyevich Tolstoy, pariente lejano del gran Lev, que cultivó el género fantástico tras la guerra con títulos como el famoso Aelita (1922), del que se filmaría una película en 1924 (Jakov Protazanov); o Karel Čapek que ya en 1919 con el relato El sistema sentó las bases para su robótica obra teatral R.U.R. (1921).
En Reino Unido, por ejemplo, encontramos a Arthur Machen, cuya producción durante la guerra es muy prolífica, con algunos títulos interesantes con trasfondo bélico como Los arqueros (1914) o El terror (1917); o a otro Arthur, Conan Doyle, alistado con cincuenta y cinco años, con un cuento corto de patriótico aroma que iba a haber sido la despedida definitiva de Sherlock Holmes, enfrentado a un espía prusiano, Von Bork: Su última reverencia (1914, aunque cronológicamente la última aventura del detective, El valle del terror, viera la luz en 1915). Por no hablar de los autores de fantasía que combatieron en el frente y cuya obra de ello se resiente, si exceptuamos evidentemente a Allan Alexander Milne (el autor de Winnie the Pooh), como William F. Harvey; William Hope Hodgson (muerto en 1918 de un granadazo en las trincheras); C. S. Lewis, o el amigo de este último, el mismísimo Tolkien, quien, según H. Collins (Tolkien and the Great War, 2003), se habría inspirado en los poemas de Siegfried Lorraine Sassoon, poeta británico amigo de trincheras de Graves, para poetizar los grandes asaltos entre ejércitos que más tarde plasmaría es sus batallas entre orcos y fuerzas de la luz, como por ejemplo la caída de la élfica Gondolin en el Libro de los cuentos perdidos (1917).
En el cómic moderno abunda el material, con clásicos como Tardi y su saga de episodios del frente (desde su Adiós Brindavoine, 1974, hasta Puta guerra 1917-1918, 2009), o la serie británica Charley’s War, de Mills y Colquhoun (1979-1985). Recientemente leemos a Joe Sacco con su friso ilustrado emulando el tapiz de Bayeux, en La gran guerra: 1 de julio, 1916. El primer día de la batalla del Somme (2013), y títulos interesantes como el viaje a los infiernos de David B (La lectura de las ruinas, 2001), o Chloé Cruchaudet con su sofisticado Degenerado, premio del público en el último Angoulema. En el género puro del terror encontramos clásicos como el Myetzko de Sergio Toppi (1992), sobre un espectral húsar alado que recorre los campos de batalla, los monstruos de Missoffe y Adlard (El aliento del Wendigo, 2013), y de nuevo Adlard, esta vez junto a Robbe Morrison (La muerte blanca, 2014) sobre el frente italo-austriaco. En algo parecido a la ciencia-ficción encontramos un sugerente El Folies Bergère (Zidrou & Porcel, 2013), que mezcla el relato del combate con experiencias paranormales muy del gusto de la época, por no hablar de personajes que han hollado las fétidas trincheras como el Mortcinder de Oesterheld y Breccia, o el Corto Maltés de Hugo Pratt (Bajo la bandera del oro, 1971; Concierto en Do menor para harpa y nitroglicerina, 1972; Vinos de Borgoña y rosas de Picardía, 1972 (primer y segundo episodio de la historia Las célticas), y sobre todo, ante el Barón Rojo, en Teatro de variedades entre Zuydcoote y Bray-Dunes, 1972).
Como se ve, la literatura fantástica participó en la Gran Guerra y quizá a un nivel más directo de lo que parece: las oficinas de propaganda bélica contaron entre sus redactores y diseñadores con eminentes intelectuales del momento, pero por seleccionar dos grupos, uno en cada bando, es fascinante ver cómo en Austria-Hungría lucharon sobre el papel nombres de la talla de Hugo von Hofmannstahl, Robert Musil, Egon Schiele o Stefan Zweig; del lado del Reino Unido, en 1914 Charles Masterman convocó en una reunión a algunos grandes escritores para que su arte inclinara la balanza del lado de la Entente: William Archer, James M. Barrie, Gilbert K. Chesterton, Conan Doyle, Thomas Hardy, Hugh Walpole o H. G. Wells, y la bendición de Kipling entre otros, reunión de la que nacerían numerosos relatos más o menos patrióticos (en relación con esto, la editorial Penguin publicó en 2007 un sabroso volumen, First World War Stories, con cuentos de H. D. Lawrence, Machen, Conrad, Catherine Mansfield…).
Por último, respecto a utopías pre-bélicas, que como tales se esperaba que nunca ocurrieran (¿cuál es, al fin y al cabo, la diferencia entre una utopía y una distopía?), encontramos un ejemplo exacerbado en Mafarka el futurista (1909) del líder del movimiento futurista italiano Filippo Tommaso Marinetti, las aventuras de una suerte de Kan mítico que no es sino una neurótica oda al falo; y una (no tan) fantasía de Jack London de 1908, El talón de hierro, que se ambientaría curiosamente entre 1914 y 1918 en una Gran Bretaña con un (no tan) imaginado gobierno absolutista contra el que se alzaría una revolución socialista. En castellano, otra u/distopía, esta vez post-bélica, es la escrita por el cubano-mexicano Eduardo Urzaiz en 1919, Eugenia, sobre una sociedad del s. XXIII cuyos avances radicalizan/corrigen aspectos aprehendidos de la reciente matanza. Y hablando de guerras en papel: un año antes del estallido del conflicto, H. G. Wells saca a la venta sus Little Wars, reglamento para jugar batallas con soldaditos de plomo y cartón ambientado en las guerras napoleónicas, adaptando para los hogares lo que hasta entonces se empleaba para entrenamiento estratégico militar en Alemania (el Kriegsspiel), que es lo que sentaría las bases para los juegos de estrategia o wargames, y que dulcifican lo que se esperaba de una guerra inminente en aquella época (y sin embargo, Wells profetizaría la idea del tanque como vehículo armado blindado, que no haría aparición hasta 1916, en su cuento Los acorazados terrestres, 1903).
Papel enjugado en sangre, pero papel al fin y al cabo, damos comienzo en Fabulantes a nuestro especial: fantasía, terror y cómic para infestar ese cadáver podrido y mancillado que fue la Europa de la Gran Guerra del ’14. Pasen y lean.
Extraordinario análisis.