«Intentaría cambiar. No creo que pudiera conseguirlo pero tendría que intentarlo. Un par de balas en la cabeza a esta distancia mientras sigo siendo humano…, sí, supongo que acabarían conmigo. Pero no te aconsejo que falles y sobre todo, no te aconsejo que me dejes herido pero no muerto. En cuanto me haya transformado las reglas del juego cambian» (George R. R. Martin, Cambiando de piel)
Mucho antes de que los Targaryen reinaran en los Siete Reinos y de que la revista Time le reverenciara como uno de los 100 hombres más influyentes del mundo, George R. R. Martin (Nueva Jersey, 1948) buscaba consolidarse entre los mejores autores del terror contemporáneo. Su relato Los reyes de la arena le había valido en 1980 los premios Hugo y Nébula pero, a pesar del enorme éxito de crítica, Martin debía ganarse la vida trabajando como guionista para la cadena de televisión CBS. Él, que había reinventado el mito del vampiro con Sueño del Fevre (1982), se dedicaba a cazar monstruos literarios para exhibirlos en el bestiario de sus novelas.
En 1989 capturó en Cambiando de piel a un hombre-lobo asmático y mujeriego de nombre Willie Flambeaux, un cobrador de deudas menudo y de buen corazón. Martin ya le había dado la vuelta al más clásico de los inmortales merodeadores nocturnos y Flambeaux, un licántropo algo asustadizo de verbo ágil y respuestas ingeniosas, no le supuso mayor esfuerzo. Con su prosa rítmica y su paleta de óleos lustrosos con la que retratar personajes, el norteamericano construyó una novela corta, a medida de sus lectores, que se publicó en un libro de relatos recopilados por Douglas E. Winter llamado Visiones nocturnas. Tres obras de Stephen King –Los reploides, Playeras y Dedicatoria– y tres de Dan Simmons –Metástasis, Vani Fucci está vivo, sano y en el infierno y Los pozos de Iverson– completan el volumen publicado en castellano por Ediciones Martínez Roca en 1991, sin que haya vuelto a reeditarse.
Martin, el creador de mundos, el autor mundialmente aplaudido por su Canción de Hielo y Fuego, no tarda más que un par de páginas en presentar el Eros y el Tánatos de su relato. Una joven ha sido asesinada y Willie Flambeaux, su amante, recurre a Randi Wade, una investigadora privada para averiguar las condiciones de la muerte. Willie teme que el asesino que ha acabado con su compañera sea un cazador de hombres lobo, lo que le pondría a él mismo en grave peligro y Randi, una detective de camiseta gastada y pantalones tejanos, ve un paralelismo entre el homicidio de la chica y la muerte violenta de su propio padre hace varios años.
La historia tiene hechuras de novela negra siguiendo recetas de Chandler o Hammett: los protagonistas deambulan de un escenario de otro de la ciudad en grandes coches antiguos entre lluvia, frío, humedad, personajes quemados de viejas familias poderosas, resquicios de una riqueza olvidada, esquinas decrépitas que susurran glorias pasadas y grandes fortunas tras las que se esconden tabúes y secretos. Randi Wade, salvando su sexo, es un personaje prototípico en este ambiente: aclimatada y segura; mientras que Willie es la perla salvaje de Martin y el hombre-lobo más atípico que pudiéramos imaginar en este clima literario. Los tópicos bailan en la boca de sus personajes y el autor se ríe de ellos a gusto, sabedor de que puede usarlos como fulcros en todos y cada uno de los tramos de su obra.
«Soy un licántropo. Venga, demándame. Es un problema médico. Tengo alergias, asma, la espalda hecha trizas y sufro de licantropía, ¿es culpa mía?» Quizá la gloria de Martin vaya emparejada a la de sus personajes más ácidos, divertidos e inteligentes. Sin Tyrion Lannister, los espectadores de Juego de Tronos asistirían a una película seriada de Peter Jackson con la mitad de presupuesto y una décima parte de los efectos especiales. Sin Willie Flambeaux, Cambiando de piel no merecería ni una nota a pie de página en la biografía más benevolente de George R. R. Martin. Pero precisamente ésa es su grandeza: Willie, el hombre-lobo, tiene todo su escenario construido en una escala de grises y así, el foco que le ilumina, le hace brillar resplandeciente y multicolor.
«-Venga, no intentes tomarme el pelo. Un hombre lobo mató a mi padre. Tú eres un hombre lobo. Debes saber algo.
-Eh, prueba a sustituir las palabras hombre lobo por judío, diabético o calvo y verás qué poco sentido tiene lo que estás diciendo.»
El deus ex machina al final de la historia delata a Martin. Cambiando de piel está solucionado de forma apresurada. Desde luego, el autor no tenía la calma que ha ganado con su gran saga. En las páginas que desarrolla esta trama de investigación y licantropía, ahora describe una cena copiosa, una conversación incisiva y una partida de cartas. Puede que su habilidad para torcer, dar saltos y sorprender se haya visto truncada por esta tranquilidad narrativa, pero en esta novela corta esas características sí que permanecen intactas.
Martin, que hizo callo como guionista antes de poder tumbarse años y años en un sofá entre novela y novela, define a sus mejores personajes por cómo hablan, más que por lo que dicen. Barry Hughart, el creador de Li Kao y Buey número diez, tenía la misma virtud y también él contribuyó durante años con producciones de la industria de Hollywood. Hughart siempre tuvo que trabajar sobre obras ajenas; Martin ya se dedica a supervisar para HBO la adaptación cinematográfica de sus libros. Sin embargo, las claves de su éxito literario son similares. Ambos nacieron para la gran pantalla, aunque sólo uno de ellos haya sido fielmente representado.