Maurice Sendak (1928- 2012) contaba con tan sólo 11 años de edad cuando tuvo una revelación decisiva para su obra. Acompañaba a su hermana mayor Natalie a la feria de Nueva York, por la zona de Queens, cuando, de repente, ésta se distrajo por un momento con su novio y le dejó ante un escaparate. El pequeño de los Sendak se quedó impactado por lo que vio, leyó y olió: la tienda que tenía enfrente era la tradicional pastelería Sunshine Bakers y la fragancia incitaba a salivar. El momento podría haber sido idílico de no haberse fijado en un cartel de la vidriera: “Nosotros horneamos mientras tú duermes”. Muchos años después, reconocería a un periodista de la revista Rolling Stone: “Me parecía la cosa más sádica en el mundo porque todo lo que yo quería hacer era permanecer despierto y observar lo que sucedía. Me parecía absurdamente cruel y arbitrario que ellos hicieran eso mientras yo dormía. Eso me molestaba mucho. Recuerdo que solía guardar los cupones que mostraban a los tres pequeños panaderos gordos de Sunshine marchando de noche a ese lugar mágico, donde quiera que fuera, para divertirse, mientras yo tenía que irme a la cama”. Sendak ajustaría cuentas con ese recuerdo en 1970. Su vendetta personal se titularía La cocina de noche (Kalandraka).
El ilustrador era ya una eminencia respetada y temida cuando publica el cuento que hoy reseñamos, aquel que escribió más desde el corazón y que más disgustos le acarreó. Porque por él tuvo que padecer, al igual que Tomi Ungerer, la censura puritana de su país, que abominó y abjuró del libro. La American Library Association lo situó en el puesto 25 de su índice de volúmenes prohibidos en bibliotecas públicas y escolares. La asociación sigue todavía hoy velando por las conciencias de los jóvenes sin que nadie se lo pida, prohibiendo obras de Hergé, Marjane Satrapi, Alan Moore e incluso William Shakespeare (por la peligrosa Romeo y Julieta). En la década de los setenta su poder de convicción era mayor que el de ahora. A Sendak el veto no le sentó nada bien. En Rolling Stone se despachó a gusto: “Es evidente que detrás de muchas actitudes puritanas hay mucha suciedad escondida. Parece que un niño pequeño desnudo sin su pijama es más monstruoso para algunas personas que cualquier otra monstruosidad del mundo.” Esa monstruosidad a la que se refería era el nazismo.
A los mojigatos estadounidenses les sentaba peor que Mickey (o Miguel), el protagonista de su libro, se pasease de noche en cueros que las soterradas críticas que apuntaban al Holocausto. En una de las láminas, los tres cocineros gordos con la cara de Oliver Hardy y el bigote de Adolf Hitler, revuelven la masa en la que se ha precipitado el niño mientras cantan “Más leche, sí, más leche, más leche en el pastel. Batimos y amasamos… ¡y al horno con él!” Maurice Sendak no fue víctima de los nazis, como tampoco su familia (judíos polacos que emigraron de su país mucho antes de la atrocidad de los campos de exterminio; el propio Maurice nacería en suelo estadounidense), pero la tragedia inflingida a su pueblo le afectó como si la hubiese padecido en sus propias carnes. De ahí que parte de las sombras de su producción, y de este libro, tengan su punto de partida en la Europa Oriental.
Se puede suponer, a tenor de lo contado hasta ahora, que La cocina de noche (que Sendak dedicó a sus padres Sadie y Philip), es sólo un libro para niños en apariencia, en su envoltorio. Su relleno oculta muchos detalles que le pasarán desapercibidos a los más pequeños. El primero, y principal, es la herencia declarada de los dibujos de Winsor McCay, uno de los pioneros del cómic. El volumen tiene una estructura y un estilo idénticos a los del autor de Little Nemo in Slumberland, la tira dominical que se mantuvo seis años –de 1905 a 1911- en el New York Herald. En ella, Nemo soñaba siempre que le acontecían cosas maravillosas y fascinantes, de las que despertaba abruptamente y, por lo general, también lloroso. McCay utilizó esta premisa más como un punto de agarre para un mundo fantástico, nutrido en cada tira, antes que como un mero recurso para salvar el expediente semanal. Sendak leyó al ilustrador en su infancia y se quedó perdurablemente rendido a la magia de su universo onírico.
“Mi libro La cocina de noche” –prosigue en la entrevista a Rolling Stone– “es, en parte, un homenaje a Winsor McCay. […] Él y yo servimos al mismo amo, nuestro temperamento infantil. Dibujamos, no sobre la memoria literal de la niñez, pero sí sobre la memoria emocional, su tensión y su urgencia. Ninguno de nosotros olvidó sus sueños infantiles.” Por esta cocina nocturna desfilan los recuerdos de una infancia perdida y añorada, que resucita, vívida, en esos rascacielos con nombres y formas de marcas que se hallaban en las alacenas de la casa de los Sendak. Y no sólo: Mickey –o Miguel- se construye con masa de pan una avioneta como la de Hop Harrigan, un héroe de la aviación y del noveno arte que sería muy popular en la década de los 40. Hop Harrigan acompañaría en la adolescencia a muchos niños risueños de salud quebradiza. Llegaría incluso a tener el honor de conocer a la Sociedad de la Justicia de América, una asociación a la que pertenecen varios superhéroes. Hop Harrigan acabaría convertido en The Guardian Angel y más adelante en The Black Lamp.
La cocina de noche tiene una cadencia poética que intenta reflejar el ritmo, la temperatura, de la noche neoyorquina (y que es un desafío para cualquier traductor: por eso es justo resaltar la espléndida traducción de Miguel de Azaola, que, en palabras de Kalandraka a Fabulantes, sienta “cátedra”). Nueva York, con sus rascacielos gigantescos, es la ciudad amada por el autor, y así lo plasma en el horizonte de sus láminas. Es una megalópolis que no duerme, en la que puede pasar cualquier cosa. Precisamente, Miguel se rebela a los dictados del sueño y decide salir a ver qué sucede ahí afuera. Como en muchos otros libros del ilustrador, el sueño se convierte en un estado anímico y en una condición libertadora: es la puerta que no lleva a una realidad alternativa y más halagüeña sino a otro mundo en paralelo en el que todo es posible. Un mundo que no es estrictamente del color de rosa, donde lo turbio yace agazapado pero dominado, y en el que se impone siempre un niño de rasgos rechonchos. Uno cualquiera de tantos que Sendak llegaría a conocer en sus paseos por las calles, por los parques, por las encrucijadas.
Maurice Sendak pasó de retratar en sus libros el gran sueño americano. En lugar de eso, plasmó en páginas de gran potencia visual el gran sueño de la infancia. Y lo hizo además usando un lenguaje de precisión quirúrgica, que suena mejor leído –o cantado- en voz alta. Paladeando La cocina de noche se siente un irrefrenable deseo de volver a ser niño. De creer en que cualquier cosa es posible y que los miedos son inseparables, y transitorios, compañeros de juegos.