Osama (RBA Literatura fantástica, 2013) es una ópera prima elevada a la cima del Monte Olimpo tras recibir el Premio Mundial de Fantasía de 2012. La ristra de sobresalientes críticas recibidas por Lavie Tidhar (Israel, 1976) expandieron esta novela por todo el sistema literario global como una mancha de aceite. Algunos de los más destacados sistemas literarios la recibieron con lógica conmoción, por la cercanía a su centro emocional del tema principal y el leitmotiv que llevó al autor a sentarse delante del teclado para escribir esta su primera obra de ficción. Y es que Lavie Tidhar estaba en Dar es-Salaam (Tanzania) cuando, en 1998, Al Qaeda inició sus actividades públicas con un ataque a la embajada de los Estados Unidos. Igualmente, estaba también alojado en el mismo hotel donde estaban los terroristas que atentaron contra objetivos estadounidenses en Nairobi, o en el Sinaí durante 2004 y en Londres durante 2005, rozando la muerte por acto terrorista.
La marca emocional y moral de estas experiencias resulta clave en la elaboración autoral y comprensión lectora de Osama. Las reflexiones centrales de la novela giran alrededor de la fragilidad, de la poca importancia que le damos habitualmente a las cosas y a las personas que nos rodean y cómo esta actitud se desmorona y cambia de repente cuando sentimos de cerca a la muerte. En nuestra conciencia todo parece cobrar un nuevo sentido. Los significados de la vida se transforman de manera transcendental, viendo en todo un valor nuevo o una intención oculta. Así, se percibe tras cada detalle, gesto o persona con que nos cruzamos en el camino, un algo de importancia vital para nuestra supervivencia presente y futura; es la hipersensibilidad de quien ha salido de una experiencia en la que, estando su vida en peligro, ha comprobado el gran valor de los aspectos de su cotidianidad habitualmente ignorados o despreciados a través de la indiferencia o el miedo cerval.
Tal exploración tiene lugar en una realidad distinta, que es a su vez una línea temporal alternativa y una historia paralela. En ella, Osama bin Laden es el héroe de una serie de novelas baratas llamada “Vigilante”, escritas por el misterioso autor Mike Longshott. Sus libros apenas son folletines, noveluchas de serie Z al alcance de todos pero sólo conocidas, y especialmente leídas, por personajes truculentos, residentes de las tinieblas de cualquier sociedad, a la vista pública pero normalmente invisibles para quien elige qué y cuándo mirar: vagabundos, delincuentes, prostitutas, madamas de fumaderos de opio, bármanes en pubs de mala muerte, cabareteras de suburbio o similares. Un “osamaverso” desarrollado en el epicentro de las cloacas de nuestra mente, en la realidad supurante y apestosa presente en todo inconsciente, normalmente cerrada a cal y canto para no dejarla salir ni permitirnos entrar. Un muro de contención impuesto a nuestros monstruos y fantasmas.
A ese espacio truculento se envía al detective Joe con una misión: encontrar a Mike Longshott. El encargo se lo hace una enigmática mujer, aparecida en su oficina de Vientián (Laos) un día cualquiera, sin intenciones ni objetivos concretos o confesables, pero que, con una tarjeta de crédito negra, pone en poder de Joe todos los medios necesarios. Un buen punto de partida con un complicado final, no obstante, porque casi la única pista sobre el posible paradero del autor está en sus libros, en su editorial cutre, en su esquivo editor y en su lejana ciudad de publicación. La trama de novela detectivesca asoma en las páginas de Osama a través de personajes con mucho potencial.
Porque todo alrededor de este autor parece estar protegido por una densa niebla de misterios. Durante su investigación, Joe se topa con nuevos interrogantes que llegan, incluso, a amenazar su vida. ¿Quién es en realidad Mike Longshott?, ¿qué intereses se pueden esconder tras las dificultades puestas a una misión aparentemente intranscendente pero, en realidad, tan peligrosa para tanta gente?, ¿y qué piensan sus enemigos o perseguidores que pueda conseguir Joe para proferirle tamañas amenazas, cuando ni él mismo cree que esté avanzando en su objetivo de encontrar al esquivo autor?
La novela se define así como un desconcertante juego de espejos, incrementando la confusión de la experiencia lectora cuando, a través de intermezzos intercalados durante todo el texto de la trama principal, las sombras del “osamaverso” nos transmiten las imágenes de edificios que explotan, de metros asediados por el pánico, o de lejanas guerras contra enemigos invisibles transcurridas en las calles de Iraq o en las montañas de Afganistán. Entre aquellos que sufren/padecen la amenaza, la violencia o la muerte nada hay de diferente. Por eso no se distinguen bandos de buenos y malos, ni se priorizan unas víctimas sobre otras, ni se elige entre las causas de los unos o de los otros. Cuando de la destrucción o de la avaricia o de la sinrazón emana la ponzoña, nada hay de bueno o para celebrar, pues todo alrededor son lágrimas y llantos.
Sin embargo, aunque la arquitectura de la trama y subtramas, su argumento y sus personajes, las líneas temáticas y el desarrollo en Osama, son de alta calidad, la construcción de la novela muestra algunas (y no pocas) carencias, fundamentalmente de coherencia, ritmo y definición.
Cuando se afronta la ingente tarea de construir una novela a medio camino entre mundos o realidades o líneas temporales distintas, la capacidad para hacer coherente la relación entre ellas resulta imprescindible. Una importancia que aumenta cuando el nexo de unión descansa sobre los personajes, sobre sus motivaciones y acciones, sus intenciones u objetivos. La claridad con la que las líneas básicas de coherencia se dibujan en Osama resulta difusa casi hasta el final y, una vez allí, el que sufre para encajar el río de explicaciones repentinas resulta ser el argumento, maltrecho por tener que soportar el peso de justificaciones poco convincentes o escasamente exploradas.
Tampoco favorecen a la coherencia y a la comprensión del texto un estilo excesivamente fragmentario, que vuelve en apariencia más importante el mantenimiento de la forma sobre la unidad escénica, la expresión de una idea concreta en un momento dado sobre la definición de un personaje fundamental para percibir la novela como conjunto. Y es que, lejos de percibir estos fragmentos como fractales, como pedazos de significado partidos de un todo, las más de las veces estamos ante fuegos de artificio cuyo (hermoso e inmediato) fulgor no tiene después mayor recorrido. Desgraciadamente, son más frecuentes de lo que deberían los momentos donde la lectura corre el riesgo de desorientarse pues, tras encontrarnos (y haber perseguido) a tanto cliffhanger sin sentido, hemos acabado exhaustos, ante el frustrante muro de un callejón sin salida.
Por eso, aunque Osama resulta interesante como ejercicio de estilo, y posee bases de gran potencial sobre las que se podría haber asentado una historia intensa y extravagante, apenas consigue al final sus principales objetivos. La inteligencia de las ideas, la provocación de las propuestas, la intensidad de los personajes y sus relaciones… todo ello ha quedado malogrado porque Lavie Tidhar no ha sabido domar al estilo como herramienta. La forma se ha convertido (casi) en parte del contenido y del mensaje de la novela. Con todo, no podemos dejar de valorar, con la justicia que exige toda primera novela, la valentía de esta propuesta. Si bien Tidhar necesita mejorar, tantas buenas ideas y prometedoras intenciones han conseguido llamar nuestra atención para querer seguirlo también en su próximo intento.