Cualquier antología de relatos terroríficos digna de tal nombre debería incluir La pata de mono, uno de los cuentos cumbres del género desde su publicación en 1902. Su sinopsis es archisabida (un famosísimo sketch de Los Simpsons se ha encargado de inmortalizarla): una pata de mono momificada concede tres deseos a su poseedor. “Cuando un deseo resulta concedido, todo ocurre de la forma más natural (…) de tal forma que uno no puede evitar pensar que se trata de una coincidencia”: así lo comprueban los Wite para su desgracia. Un invitado a su mesa, el brigadier Norris, vende al patriarca la filacteria por un precio irrisorio y bastantes prevenciones. La pata ha sido hechizada por un faquir. El hijo Herbert se toma a chanza el miedo del militar, le pide a su padre que desee 200 libras… y la mano se las concede. A costa de un terrible y fatídico precio.
En apenas 22 páginas William Wymark Jacobs, una celebridad en su época, construye una de las atmósferas más siniestras e inquietantes de la historia de la literatura. Un relato que, sin mostrar nada, simplemente jugando magistralmente con la tensión de dos personajes y con la fatalidad de las coincidencias, agita el pulso y entrecorta la respiración del lector. Un logro aún más formidable por el carácter no especializado (en el género) de Jacobs.
William Wymark Jacobs debió su reputación, en vida, a su ingente obra humorística y a su producción breve, pero fueron sus cuentos macabros los que le otorgaron la inmortalidad. Escribió dieciocho, que publicó en libros y revistas y que serían recopilados, junto al resto de sus otros relatos, en varios volúmenes en 1931. Valdemar reúne los que le interesan, y posiblemente también los que nos interesan, los de trasfondo “macabro” o sobrecogedor, en un único tomo (La pata de mono y otros relatos macabros) que vio la luz primero en tapa dura en el año 2000, dentro de su catálogo Gótico, y luego en rústica apenas ocho años después, en su colección mayoritaria, El club Diógenes.
Este ejercicio de rescate literario nos permite descubrir a un narrador consumado, que sabe economizar y rentabilizar sus recursos para resultar efectista. Un narrador que escribe a veces páginas portentosas y que, en sus mejores relatos, se sitúa a la altura de los grandes especialistas. Por supuesto, un compendio tan exhaustivo entraña riesgos y dificultades: las obsesiones de su autor se ven más claramente, sus “trucos estilísticos” y narrativos son más obvios, la fatiga que produce la lectura reiterada de muchos cuentos parecidos entre sí es mayor que la producida por antologías menos exigentes, menos “universalistas”. A Jacobs, como pasa con otros autores valdemarianos a los que se les puede achacar defectos similares dentro de su genialidad, como Quiller-Couch o Fryer Harvey, le lastra demasiado la abundancia de su obra específica y los similares ingredientes con los que la sazona.
Al británico, por ejemplo, le gustan los falsos fantasmas, las escaleras que crujen, los cobardes que se asustan de la tupida oscuridad que se cierne tras el hueco de una puerta. También le encantan los canallas, los chantajistas, los ladrones, la ralea de la peor calaña. Los considera graciosos, y no duda en reírse, con un sutil humorismo, de las penas de las que son objeto o incluso responsables. Le parecen el blanco perfecto de pequeñas bromas que esconden el objetivo calculado de no tomarse en serio la excesiva superstición popular.
Jacobs vive a caballo entre dos siglos distintos en su concepción de la credulidad. Lo que en uno es superstición, el otro la transforma en superchería. Buena parte de los relatos que se leen en el volumen La pata del mono y otros cuentos macabros inciden en lo excesivamente sugestionable que puede llegar a ser el hombre dispuesto a creer todo lo que su imaginación le ofrece. Por eso muchos, como “Jerry Bundler”, se basan en una puesta en escena y en su consiguiente representación. Eso es lo que hace que algunas piezas tengan el regusto de fragmentos teatrales, a veces clásicos, con personajes burlones, antihéroes incrédulos o mujeres desvergonzadas. O que tengan de ellos, por lo menos, una mínima reminiscencia, ya que Jacobs convierte a sus burlones en vengadores terribles, a sus antihéroes en despojos de temperamentos irracionales, fríos y despiadados, a sus mujeres en serias amenazas por su aguda –y recelosa- inteligencia.
El escritor hace, como Dickens, de lo cotidiano algo terrible. Si bien Jacobs supera en ocasiones al prohombre de las letras victorianas por su habilidad para convertir pequeñas rutinas y extraordinarias coincidencias en espantosos suplicios. Dos relatos, que se cuentan entre los mejores, responden a esta intención: “El pozo” y “Cuidando del prójimo”. Son historias en las que se produce un asesinato que altera los nervios del asesino hasta el punto de creer oír la voz del muerto en cada silbido del viento, de desquiciarse a cada portazo, de perder los estribos por malinterpretar una mirada y enclaustrase en su casa, esclavo de sus paranoias, por la desconfianza ante el vecino amable. En “Cuidando del prójimo”, Keller, el homicida, queda “ligado al cadáver por vínculos imposibles de romper”. De una forma tal que no puede evitarse la analogía con el magistral tratado sobre la culpa escrito por Edgar Allan Poe, El corazón delator.
William Wymark Jacobs es un maestro del suspense. Muchas de sus tramas hubiesen podido rellenar sin titubeos temporadas de la icónica serie Alfred Hitchcock presenta. En muchos casos, este suspense anda reñido con lo terrorífico. Y eso es así porque, como señala el prólogo de la edición de Valdemar, a Jacobs no le interesa tanto asustar como observar los procedimientos del Mal, de gentes sin escrúpulos que alteran la normalidad de lo que se estima como correcto con sus actos perversos. No es raro que para conseguir este fin, Jacobs caiga a ratos en la caricatura, en la mofa, y se nos haga un tanto pesado, aburrido, previsible. Pero si resulta que abandona sus (simpáticas) maneras de humorista y se interna en lo truculento, se vuelve escalofriante. E inevitablemente, la risa que genera se torna nerviosa.