Era cuestión de tiempo. A pesar de que la lucha entre el mítico dibujante Albert Uderzo y su propia hija por los derechos del tebeo Astérix llenó con vergüenza la mística del guerrero galo, y de paso las páginas de los periódicos, había algo en la atmósfera que indicaba que tarde o temprano habría una nueva entrega. Tres eran las razones.
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Primero, que si algo da réditos económicos, adelante con ello hasta el final. Dos, que los seguidores adictos a Astérix, Obelíx y compañía son demasiado numerosos como para dejarlos en la estacada. Y, tres, que semejante leyenda no podía acabar con un número tan patético y desnortado como ¡El cielo se nos cae encima! (2005).

Harto complicada era la papeleta de Jean-Yves Ferri y Didier Conrad, guionista y dibujante respectivamente del que terminaría siendo Astérix y los pictos (Bruño, 2013), ambos con un amplio bagaje en el mundo de la bande dessinée ya desde su juventud. Conseguir el equilibrio mágico de diversión y profundidad al que nos tenía acostumbrado René Goscinny es una receta tan misteriosa como la de la propia poción mágica de Panorámix, y dar con su secreto, una tarea titánica y no siempre de justa recompensa, como nos ha demostrado Uderzo a lo largo de su camino en solitario con sus buenas pocas excepciones. No fue hasta meses después de que el cómic comenzara a fraguarse, con el esbozo de guión de Ferri y el proceso de dibujo de un entintador del estudio de Albert Uderzo, que éste comenzó a estar encarrilado. Pasó tiempo hasta que el entintador en cuestión se dio cuenta de que no era capaz de estar a la altura de la Historia, momento en el que entró Conrad, primero de lleno con la documentación y más tarde enfrascándose en la tarea del dibujo. Sin olvidar en ningún momento la constante supervisión de Uderzo, atento siempre al desarrollo de la obra y a quien debemos la presencia de Obélix en portada.

En cierto modo, se antojaba algo extraña la visita al país de los pictos, pues si bien los galos no habían alcanzado nunca antes el terreno de los hombres pintados, sí que habían viajado a las islas británicas en uno de los episodios más recordados por los lectores: Astérix en Bretaña (1966). Sin embargo, la riqueza y singularidad de la vieja Caledonia dejaba el camino expedito para afilar lápices y pinceles con ese sinnúmero de bromas literarias y visuales que forman la columna vertebral de los personajes de Goscinny y Uderzo. Así, el nuevo capítulo se integra con naturalidad en la mitología asterixiana.

El principal de los retos era el encajar una nueva aventura con lo que un mito como Astérix pide y con lo que los lectores esperan. Copiar el estilo de dibujo de Uderzo suponía, aun teniendo en cuenta la dificultad que entraña, el menor de los problemas. Sí que hubo un esfuerzo notable por parte de Conrad, faltaría más, pues como él mismo indica los trazos de Astérix u Obélix “no tienen receta, están llenos de detalles y no están tan codificados”, pero es en el momento de captar la sustancia y el fundamento de los armoricanos donde aparecen los obstáculos y ante los que el nuevo dúo, criado con los viejos tebeos que salieron por la revista Pilote (fundada por el mismísimo Goscinny en 1959), ha sabido moverse con agilidad.

Volver al ruedo artístico representando a un gran nombre y con un nuevo título bajo el brazo abre siempre preguntas. Y la vara de medir suele ser esquiva. Muestras a diario hay en el mundo de la música, también en el del tebeo (salvo en casos como el de Tintín, bien blindado al paso del tiempo). ¿Debería analizarse la obra como una muestra solitaria, tratar de ejercer sobre ella como un autómata, ajenos a toda influencia externa? ¿Más bien se tendría que dejar caer todo el peso de la tradición, aun a riesgo de que pueda aplastar sin remisión el nuevo disco/libro/cómic/película? Aún más: las cosas no son blancas o negras, euforias por las que nos dejamos llevar aparte, aunque a veces resulta más confortante el todo y el nada antes que la mediocridad y la medianía. Pero Astérix y los pictos no es nada de eso.

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Ferri (izquierda) y Conrad presentaron en Madrid el álbum y posaron para Fabulantes sumergidos en la atmósfera gala. Fotografía de Javier Cadenas.

Astérix y los pictos es la vuelta a la aventura sencilla. Un picto aparece congelado en la aldea gala,  quiere volver a casa y necesita de la ayuda de nuestros amigos. A lo largo de las páginas, la sensación es agradable, placentera, se nota que Conrad y Ferri son uno de los nuestros (o, antes bien, yo sea uno de ellos). El registro cómico está bien dosificado a lo largo de las viñetas, tanto en el trazo como en la palabra y los gags se suceden sin descanso alguno. Es el humor de los juegos de palabras y las dilogías, de los errores lingüísticos del tierno Obélix, de la sátira política con los pictos divididos en mil tribus, de las gracietas con los apellidos caledonios (Mac Mamá, Mac Robiotik, Mac Uto -un chiste ya clásico y que aparece, por ejemplo, en Argentina 78 de Mortadelo y Filemón) y el de los intercambios culturales (las referencias al whiskey, los galos ataviados con los anacrónicos kilts). Y  es a base de gags que el aire de familiaridad se va enrareciendo ligeramente, se convierte en excesivamente familiar, casi forzado. Es tal el número de clichés que da la impresión de que se van tachando de una lista titulada “lo que no debe faltar para agradar a la gente” y se siguiera una plantilla: debe -y subrayo el debe- haber un encuentro con los piratas, Asurancetúrix tiene que ser maltratado, Astérix y Obélix han de discutir y reconciliarse, con este último tienen que aparecer las bromas con su tórax bajo, tiene que aparecer un famoso en forma de caricatura (Vincent Cassel en esta ocasión), etcétera.

Y todo ello es, en realidad, comprensible, casi necesario más que reprobable. El álbum es el primero de Conrad y Ferri y se entiende que traten de establecerse dando continuidad a la serie antes que pretender imprimir un nuevo estilo, que de paso han anunciado estará afirmado sobre el sistema clásico de alternar una aventura fuera de la aldea con una dentro de ella. Ya tiempo para devanarse la cabeza tratando de encontrar un camino por el que transitar entre el sello  personal y el respeto por los personajes de Goscinny y Uderzo. En Astérix y los pictos los tópicos pueden repetirse y la historieta pecar de algo de ingenuidad, pero la simpatía que despierta se impone sobre los defectos. Respiramos, también, con alivio. Todavía no nos hemos hecho demasiado viejos como para volvernos insensibles al vivificante aire que se respira en Armórica y más allá.