El elfo noble, sabio y prudente, icono de la literatura fantástica, fue una creación conveniente y necesaria –a efectos de lo que quería narrar- de J. R. R. Tolkien. Bastante alejada de la realidad de sus orígenes mitológicos reales, en los cuentos eslavos y germánicos, de los que el profesor era buen conocedor: en ellos, era una criatura traviesa, bromista a veces, con un despreocupado punto de amenaza, emparentada con las hadas, poco amante de la tecnología y residente campechano de bosques y otras vastas extensiones naturales.
Tolkien debió de leer a Ludwing Tieck, el autor de un relato titulado precisamente «Los elfos», un compendio de maravillas que señala la expiación de la inocencia y de la candidez a través del doloroso rito de maduración de su protagonista. El elfo es un personaje que se asocia a la muerte, y por lo tanto a la renovación: una de las características que más embelesaba a los Románticos. Y más que a ningún otro, a su jefe de filas, Johann Wolfgang von Goethe (Frankfurt, 1749- Weimar, 1832).
Goethe fue una figura intelectual de primer orden no sólo para el movimiento que capitaneó sino para su época, entre dos siglos. Filosofó, viajó por buena parte del mundo conocido –o al menos del entendido como “imprescindible”-, escribió una ingente obra ensayística y epistolar y un no muy nutrido pero consistente corpus novelístico, polemizó, hizo carrera política, en la que resultó ser influyente, fue militar ocasional, y se preguntó también por el lugar de la teología en una sociedad cada vez más secularizada y pragmatizada. Hubo un nombre en otro tiempo para gente como Goethe: humanistas. Personas politizadas, aguerridas, con sentimiento crítico y sensibilidad artística. Goethe fue lo más parecido a uno en su época entre dos siglos.
En 1782 escribirá El rey de los elfos. Se basó en una leyenda danesa (La hija del rey de los elfos) recogida por el instigador del movimiento romántico, amén de filósofo, Johann Gottfried von Herder en sus Volkslieder o «Canciones del pueblo» (1778), en las se propuso recopilar las “voces populares” en clara consonancia con su pensamiento. El mero hecho de que un marcador de tendencias como el escritor de Frankfurt se fijase en ella demuestra, más que ninguna otra circunstancia, cuán importante resultó esta leyenda para su época (y para posteriores: así tituló también una novela Lord Dunsany). Goethe la adaptó con la idea de que acompañara la opereta Die Fischerin, en la que la pescadora protagonista debía cantarla. Así eran los Singspiel, de los que Goethe compuso no pocos a lo largo de su vida: un género eminentemente alemán que combinaba diálogos con música orquestal, baladas, canciones y arias, generalmente de temática cómica o dramática y con algún componente fantástico o sobrenatural. El inserto acabó teniendo, no obstante, autonomía propia: siete años después se imprimía por primera vez. Posteriormente, influiría en Schubert y en pintores como Carus, Plüddemann o Sterner, que acostumbraron a imaginar el poema – especialmente este último- con una truculencia espantosa.
El rey de los elfos está formado por versos agónicos, jadeantes, alarmistas. Versos de mirar por encima del hombro y de querer picar espuelas para escapar de una amenaza intangible pero inevitable. El rey de los elfos tiene más poder que el jinete decapitado que persigue a Ichabod Crane en La leyenda de Sleepy Hollow: es una fuerza de la naturaleza, un heraldo de la muerte que quiere llevarse a un niño que cabalga al trote con su padre. El pequeño escucha el frío murmullo del rey, de la muerte, y no puede sustraerse a él. Una voz quebrada anuncia el triste fin del niño. Una voz de luto.
Toda esta catarsis de imágenes, de sensaciones, aviva poderosamente la imaginación de dibujantes e ilustradores. No es extraño que el Verano del Cohete eligiera el poema goethiano como el segundo libro de su catálogo. Al ser contactado por Fabulantes, Borja González, uno de sus responsables e ilustrador de este volumen, nos contó qué era el Verano del Cohete (editorial que debe su nombre a Ray Bradbury): “básicamente, el Verano del Cohete lo formamos dos ilustradores y un escritor con ganas de editar su trabajo al margen de editoriales y canales de distribución tradicionales. No somos, por tanto, una editorial en el sentido clásico, a pesar de que editemos libros. Libros ilustrados. Colectivo de autoedición es una buena forma de verlo, pero tenemos intención de editar poco a poco a otros autores. (…) Nuestra idea de edición es cuidar los libros tanto en el diseño como en el contenido, procurando establecer un equilibrio entre economía de recursos y calidad. De ahí que editemos en off set, cuando muchos están optando por el digital. En resumen, nos gustan los libros como lo que deberían ser: algo que te acompañe siempre y que merezca la pena ser impreso”. Y en off set publican unos libros preciosos, casi de tamaño de bolsillo, de los que se degustan además de por la vista, también por el tacto y el olfato.
González se embala cuando es preguntado por el libro que ha elegido dibujar. “La idea de ilustrar El rey de los elfos me rondaba la cabeza hacía ya un par de años”, nos comenta, para a continuación añadir: “Para mí -como ilustrador- es un poema muy poderoso y un gran icono del Romanticismo. Y lo más importante, creo, es que entre la fuerza de sus imágenes y la sutilidad de su fondo, hay sitio para colarte y aportar algo sin romper su esencia”. Borja González se cuela con estilizados árboles sin copa, desnudos, yermos, en la línea del paisaje desolado que le rodea. Pone en ellos, y en sus figuras, un ligero toque a lo Edward Gorey. Su rey de los elfos es un esqueleto de cuerpo flexible y escuchimizado, un símbolo imponente de muerte dotado de una aureola de fatalidad.
Las láminas de este libro de tirada reducida -1.000 ejemplares- tienen movimiento, en los escorzos de las posturas, en el frenético galopar del padre que quiere proteger a su hijo, en la tristeza de su llanto. Hay expresividad a pesar de la decisión alevosa de asociar a los personajes con trazos, con manchas de las que emanan formas, como pasa con el jinete que huye. Se hace tangible la niebla que se confunde con manos, que ofusca y vuelve espectrales las sombras conforme va inclinándose el señor de los elfos para reclamar su codiciada pieza.
Johann Wolfgang von Goethe, arrogante, severo, soberbio –hizo enterrar a uno de sus vástagos en el cementerio acatólico de Roma con la sola inscripción de “hijo de Goethe”- hubiese disfrutado esta edición ilustrada de su obra que ha publicado, con gran mimo, el Verano del Cohete. Y lo que es casi más importante: seguramente la hubiese aprobado.