La superabundancia de productos relacionados con El planeta de los simios, afortunada novela de Pierre Boulle, es sobre todo audiovisual, no sólo por el famoso clásico de 1968 de Franklin Schaffner, con Charlton Heston (impagable ver cómo besa a una mona), sino por sus secuelas, ni más ni menos que cuatro: Regreso al planeta de los Simios, Ted Post, 1970, siempre con Heston y un guión cada vez más demencial (mutantes, poderes psíquicos, etc.); Huida del planeta de los simios, Don Taylor, 1971, un filme sin duda interesante y pieza fundamental en la lógica narrativa de la saga, y que además recupera parte de las escenas de Boulle pero… invertidas; La conquista del planeta de los simios, J. Lee Thompson, 1972, que explica el cómo (y que dio lugar a una adaptación novelada); y La batalla por el planeta de los simios, J. Lee Thompson, 1973, que celebra un absurdo final feliz. Además, se rodaron dos series de televisión, en 1974 y 1975, ésta de animación, por no hablar de las producciones más recientes: la desastrosa cinta de Tim Burton (2001), que con todo, cuenta con un final acertado respecto a la novela de Boulle, y El origen del planeta de los simios, Ruper Wyatt, 2011, con Andy Serkis, una vez más criatura CGI, un chimpancé en esta ocasión (el mejor de todo el reparto), y que vendría a reproponer la trama correspondiente a La conquista del planeta de los simios y una precuela a la de Burton (además, contará con una segunda parte para 2014).
En el apartado cómics, son contemporáneos de la primera y quinta producción cuatro mangas (de Jôji Enami, Minoru Kuroda y Mitsuru Sugaya), así como varios ejemplos en la industria estadounidense de la mano de editoriales como Gold Key Comics (que con el Giolitti Studium adaptó las películas oficiales entre 1970 y 1974), Power Record con audiolibro incluido (por si no era ya bastante), Malibú, Dark Horse (adaptando a Tim Burton), BOOM! Studios y Marvel; en la británica (Marvel UK, Brown & Watson), en la húngara (de la mano de Erno Zórád), o en Argentina (MO.PA.SA, Tynset). Copioso merchandising, con figuras de acción de la marca Mego, videojuegos (Ubisoft)… como se ve, la historia ha dado para mucho, para demasiado, como se ironiza en un capítulo de Los Simpsons, con un –genial- musical basado en el primer filme (Un pez llamado Selma, Mark Kirkland, 1996). ¿Merece de veras tanta atención una historia semejante? ¿Algo que para el propio Boulle no fue más que una <<fantasía social>>[1]?
En efecto, así merece llamarse su novela, pues no posee otra pretensión que la de elaborar una sencilla parábola moralista, muy al estilo de las creadas por Jonathan Swift para su Gulliver (1726), sin ningún planteamiento científico ni distópico. Esto explica las enormes diferencias que el lector encuentra entre la novela original y sus adaptaciones cinematográficas: los simios no deben ser pensados, para empezar, como los seres de tamaño humanoide que vimos en éstas (no dejaban de ser actores con simpáticas caretas de goma), sino más bien, como los propone la producción de 2011, verdaderos simios, capaces de hablar eso sí, y de caminar siempre erguidos, pero idénticos a aquellos que conocemos hoy día, lo cual les resta cierto carácter monstruoso. Además, los atuendos semi-futuristas de los simios en las películas, su tecnología, que no parece muy avanzada, y sus instituciones resultan en la novela idénticos a los de la Europa del momento en el que Boulle escribe, o sea que existe una igualdad total entre uno y otro universo (aunque la industria espacial de los monos esté en desventaja, pues son los humanos quienes, en principio, han sabido emplear naves interplanetarias para llegar hasta ellos).
Este detalle hace que estéticamente sea más sugerente la versión del cine, más creíble también, en base a lo que propone su archiconocido final. Sin embargo, el hecho de que en la novela veamos un simple traspaso del mundo humano al mundo animal, sustituyendo a los ciudadanos de una gran ciudad por simios (gorilas policías, orangutanes académicos y una escena en la bolsa de comercio como si fuera una jaula de monos… chistoso, ¿verdad?), y a los simios de los zoos, laboratorios y circos por humanos, se encuentra del todo justificado según la tesis de Boulle. Y es en verdad el punto central del concepto de la novela.
Es Plinio quien describe a los simios como criaturas semejantes a nosotros y propensas a imitarnos los gestos y las costumbres[2]. Por su parte Ovidio habla del castigo infligido al pueblo de los Cercopes a los que, por su tendencia a robar, perjurar y engañar, Zeus transformó en animales (píthēkoi: monos), sin uso de la palabra y cubiertos de vello, y con todo, a la vez diferentes y similares al ser humano (idem dissimiles homini possent similesque videri)[3]. De hecho si en la iconografía clásica europea el simio es el símbolo del mal, la deshonestidad, la obscenidad y el vicio de la gula (saqueando abundantes mesas hermosamente confeccionadas o abundando en una cocina), es porque se trata de un torpe imitador y una grotesca parodia del ser humano. Recordemos los cuadritos de Watteau, Chardin y aún los de Teniers el joven, auténtico inaugurador del sub-género de las singeries, que muestran a monos comportándose como humanos, vestidos como humanos e incluso pintando o esculpiendo, en un simulacro de la obra humana que es simulacro de la de la naturaleza[4]: en tanto que simulacros, como dice Baudrillard, no sólo estarían imitando al ser humano, sino que lo suplantarían[5].
Esto último admitiría la existencia de un original, que por supuesto nos apresuramos a afirmar que somos nosotros mismos. Sin embargo podríamos preguntarnos: ¿qué nos define como originales? Una de las posibles, aunque dudosa, etimologías de simio es que provenga de similus, el que simula o imita servilmente. Imitar servilmente es, entonces, no ser dueño de los propios actos, como el siervo no lo es de sus bienes, no ser dueño, en definitiva, de la propia persona y así repetir sin fin ninguno, sin utilidad eficaz que atribuir a esa imitación irreflexiva del modelo. Imitar es repetir por el mero hecho de hacerlo: en su nivel más profundo, como dijo Nietzsche, lo que se repite es la repetición misma.
¿Habla de todo esto Boulle? Por supuesto. A riesgo de spoilear, diremos que la sociedad simia que los protagonistas encuentran en el planeta al que bautizan como Soror, por su semejanza con la Tierra, no ha evolucionado en diez mil años. Pues bien, si en ese tiempo no han avanzado tecnológica ni industrialmente es porque los simios no dejan de referirse al patrón de imitación inicial: todo lo que no estuviera en él contenido no lo contemplan, y los avances que puedan haberse realizado no son sino las consecuencias inmediatas de esa última etapa del desarrollo reproducido, que es por supuesto el de una sociedad humana europea correspondiente a 1963. Se da a entender que antes de que el imperio de gorilas (militares y prebostes), orangutanes (científicos y sabios) y chimpancés (proletariado y clase media), relegara a los humanos a una condición privada del habla y embrutecida (aquí se demuestra el detestable antropocentrismo de Boulle, que infiere que los animales carecen de organización social, capacidad de raciocinio e incluso afecto, y es así como presenta a los humanos animalizados), eran éstos quienes ocupaban esos puestos. De hecho ciertas ruinas encontradas revelan construcciones humanas con diez mil años de antigüedad exactas a las que poseen los simios en la (su) actualidad.
del simio puede adivinarse en la roca bajo las piernas del Esclavo.
Lo que la repetición simulada implica es una mejora de lo mismo, pero no evolucionándolo, sino haciendo que la copia sea más real que el original, que no debe ser alterado en nada a tal fin. Es así como Ulysses, el protagonista, advierte que la imitación que hacen los monos es compulsiva, no son actos libres, por lo que él, como humano, no deja nunca de sentirse superior a aquellas sus parodias. (Y aquí podríamos irnos hasta el Neoplatonismo, y ver al mono como la representación del Anima Secunda humana, su correspondiente inferior, atada a lo terrenal y que Panofsky localizó en la serie incompleta de I Prigionieri de Miguel Ángel para la tumba de Julio II. En uno de ellos, en el “moribundo” del Louvre, se intuye en la piedra tras las piernas del esclavo esbozada una cabeza y morro prognático de algo que podría ser un babuino: es la marca de brutalidad que esclaviza al alma humana, y que no abandonará mientras esté sometida a los imperios del cuerpo físico[6]).
Pero ¿cuál es la verdadera advertencia que lanzan estas obras de arte? No es, como parece, que el mono/simulacro que nos imita termina por ser más real que lo real, más real que nosotros. El auténtico engaño radica en creer que estos simulacros de escultores, pintores, etc., confieren autenticidad a nuestra realidad fuera del lienzo, y que afortunadamente, somos nosotros quienes vivimos, libres, la versión verdadera. Es esto contra lo que nos advierten estas sátiras: pensar que lo que queda fuera de la parodia, lo que nosotros vivimos y hacemos es la auténtica y sincera realidad[7], cuando está muy lejos de serlo.
¿Qué busca el protagonista humano, auxiliado por Zira y Cornelius, los chimpancés más cultos y sensibles (el hecho de que no podamos evitar la sonrisa cuando hablamos así de unos monos es ya la prueba de que asumimos nuestra originalidad para con ellos)? Lo que busca no es sólo qué había antes de la situación que encuentra en Soror, o sea qué puede ubicarse en el lugar de ese vacío que cortocircuitó la historia hace diez mil años, sino descubrir qué es lo que oculta esta catarata de repeticiones de lo mismo.
Porque si se limitara a rellenar ese espacio en blanco en la historia, terminaría entregado a las fantasías, o mejor dicho a los fantasmas, como dice Freud, que se ponen en marcha para dotar de sentido a la ausencia en ese gran Otro que es la estructura simbólica de lenguaje que nos integra en la cultura, que nos hace ser sujetos en ella (también por supuesto sujetos históricos). La pregunta que se hace Ulysses, de por qué la realidad es tal y como se le representa, es en verdad la pregunta por el deseo del Otro, el deseo de esa realidad Simbólica que lo inscribe, es decir ¿qué le falta a ese sistema, a la historia, para poderse completar? ¿Puedo yo satisfacer su demanda? El fantasma es la elucubración acerca de ese deseo del Otro, sobre lo incomprensible de la situación como sujeto, sobre el rol que se le exige a Ulysses en su gran viaje ¿Por qué yo? O mejor ¿Por qué podría llegar a no ser yo? Que es la pregunta formulada por Ulises en sus demás viajes (Homero y Joyce).
El sujeto Ulysses hará que su cuerpo, y esto es ya pura teoría psicoanalítica, mediante la fantasía sea el objeto (único) que complete esa falta identificada en el Otro; en pocas palabras, será él el fantasma de los tiempos pretéritos de una humanidad perdida y original, y el satisfactor de esa pérdida. Pero esa fantasía es perniciosa (¿no hablaba Boulle de una “fantasía social”?), porque simplemente enmascara esa ausencia histórica, no la resuelve, produciendo el síntoma, el cual -se dice- es encarnación de un trauma, de una crisis que ha provocado esa realidad actual de pesadilla en la que unos monos repiten incesantemente la última escena de la humanidad. De síntoma en síntoma se puede llegar a la causa primera, pero el fantasma por el contrario cierra ese itinerario, y con él se asiste siempre a un comienzo absoluto. ¿Por qué en las películas de fantasmas el protagonista debe reparar una antigua herida, hacer justicia respecto a lo que sufrieron en vida los espectros que ahora se le aparecen reclamando algo? Para frenar la incesante repetición de su imagen (ausente) a la que el fantasma está condenado hasta que no se desvele el trauma inicial. Si el fantasma persiste, persistirá el deseo de cubrir la falta en el Otro, pero si el fantasma cae, advendrá un periodo de pérdida de certezas para el sujeto: sólo dejando de lado el fantasma se podrá identificar y afrontar con sinceridad el cortocircuito en la historia y en la realidad social, lo cual por supuesto anula toda pretensión de originalidad, libertad, etcétera, y nos enfrenta con la implicación ética respecto a nuestro lugar en el mundo.
Cuando un niño juega a imitar y repetir los gestos de los adultos, responde por un lado a la pretensión de ser como ellos, pero por otro a la voluntad de dominar una situación por medio de su repetición ritualizada. De este modo consigue invertir la situación y aplicar activamente aquello de lo que antes ha sido receptor pasivo. A la luz de esto hay dos posibilidades de entender la repetición: como reencuentro constante con aquello que produce placer; y como reencuentro con lo que provoca displacer, opuesto al “principio del placer” (la satisfacción de los impulsos) o mejor dicho, anterior. No en vano una pulsión (Trieb) es <<una tendencia de lo orgánico vivo a la reconstrucción de un estado anterior>>[8]: su repetición obsesiva, sin placar la excitación que suscita, <<posee un carácter demoníaco>>[9].
Enfrentado de este modo a los impulsos, el yo se ve dominado por presiones que no suponen ningún deseo a cumplir y que provienen de esa instancia a él extraña que Freud llama Es (“ello”) y que es lo reprimido inconsciente de época infantil; pero conseguirá hacerse fuerte cuando los domine, desvíe y ligue, distrayendo, podríamos decir, dicha energía. Sólo en casos patológicos el sujeto repetirá compulsivamente (la “obsesión de repetición” que señala Freud) antiguas situaciones dolorosas como si fueran algo actual y si se hallaran fuera de <<toda influencia del sujeto>>, quien <<pasa una y otra vez por la repetición del mismo destino>>[10]. Ese <<fuera de toda influencia>> se debe a una pérdida de control por parte del sujeto de aquella situación desagradable que permanece así fijada en su actualidad: el yo no interviene, queda sometido al Es, es decir a la pulsión pura, que brota descontrolada[11], ocupando, plagando el cuerpo del yo de instantes originales de trauma repetidos que provocarán la obsesión (Freud pone el ejemplo del trauma que el veterano de guerra revive en sueños una y otra vez). Aquel que imita sin ser de ello consciente (como hace el simio en la iconografía clásica), está repitiendo no un modelo original, sino el momento de la caída, de la catástrofe, el suceso pasado de excitación negativa con el fin de dominarlo. Sólo se solucionará fabricando de nuevo el relato de esa caída que ha marcado ese instante, o más bien su recuerdo: en relación a eventos desagradables, el niño los repetirá para elaborarlos psíquicamente y traducirlos bajo la forma de recuerdo, de fragmento de pasado. Hacer memoria quiere decir desvelar el por qué de la misma, y olvidar es someterse a los impulsos y condenarse a una repetición sin fin, como la que hacen los monos.
Un último libro puede ser muy esclarecedor en este sentido. Se trata del fundamental The Invention of Africa del filósofo congolés Valentin-Yves Mudimbe (1988), el estudio definitivo y aún no superado sobre la formación epistemológica del concepto <<África>> en tanto que término abusivo pergeñado desde Europa. En la primera parte, cada capítulo se abre con una cita de la traducción inglesa de la novela de Boulle, Planet of the Apes, y con ello el autor elabora una meta-línea que acompaña su investigación.
imitando a un humano encendiendo una pipa.
Mediante estas citas, por momentos Mudimbe asimila la especie dominante de los monos al europeo colonizador, mientras que la sometida especie humana son los habitantes de África colonizados, aunque a veces lo invierte, y la reacción del humano ante los simios, y su adaptación al nuevo mundo, se compara con aquella del misionero o el etnógrafo al continente africano. Tanto en un caso como en el otro se está hablando de un enfrentamiento del sujeto con una alteridad radical a la cual pretende adaptarse, aunque en verdad esté resolviendo su propia demanda de satisfacción identitaria, con lo que tanto los humanos para los simios, como los negros africanos para los blancos europeos, representan no sólo el otro <<que es cualquiera excepto yo, sino más bien la clave que, por sus diferencias anormales, especifica la identidad del lo Mismo>>[12].
En la pulsión, como hemos dicho, a la que el yo es impelido, no se encuentra jamás objeto alguno para calmar la insatisfacción y sólo hay daño: es un estado de angustia sin fin, una compulsión repetitiva vivida con displacer. Dicho de otra forma, la repetición no permite que ninguna representación ni ningún objeto se fije a su demanda, se mantiene insatisfecha y fresca, y esa energía no se gasta nunca, y produce una malsana espera perpetua (estado de eterna jouissance, como impulso que excede la consecución del placer). Pues bien, en este estado en el que viven sumidos los simios de la novelita de Boulle, de eterna repetición y eterna amenaza (de que la verdad de su mundo sea vulnerada, ¿de no poder mantener el simulacro?) podríamos localizar el objet a de Lacan, el nombre que éste da a lo que percibimos pero no podemos incluir en la representación y que queda reducida a un objeto parcial: angustia por un lado y fantasía en torno a esa angustia por otro. O mejor dicho, el objet a es el signifcante de la falta de objeto que define a la angustia, y que activa por metonimia el deseo del sujeto: es falta pero es presencia, es presencia de la falta, cumple su función a condición de que permanezca siempre desconocido. Resulta que ese objet a son los humanos para la sociedad simia, puesto que son los representantes de la falta que define su pulsión de repetición, y asimismo el medio por el cual, rodeándolo de fantasías, el simio pretenderá restaurar su objeto perdido y poner fin a la angustia: por eso tantos experimentos con los humanos, por eso tanta obsesión por exterminarlos/preservarlos, por eso el miedo que despiertan. ¿Podemos trasladar esto a la relación colonizador blanco-colonizado negro?
En la relación con esos peculiares objets a, la fantasía erigida a su alrededor funciona de manera defectuosa y la falta sigue pesando sobre las sociedades dominantes (simios y colonizadores). El simio se enfrenta a la jouissance en el humano, el europeo en el africano, los segundos en cada ecuación siempre sometidos y nunca alcanzados: y es que el dominador siempre repite, es el adalid de la repetición, no porque no pueda progresar tecnológicamente, como les ocurre a los monos de Boulle, sino porque no sale del circuito de lo mismo. Y es que sí que hay progreso en la repetición de “lo mismo”, ahí tenemos el historicismo, que avanza sobre la línea del tiempo, pero mantiene siempre una petrificación de sus términos, que son los del momento de la victoria. Un régimen dictatorial, o incluso un sistema democrático falsario e impuesto, como ocurre en muchas soberanías populares simuladas hoy día en Europa, nunca saldrán de una tendencia eterna a perpetuar traumática e ideológicamente (por medio entre otras cosas de la tradición), el momento de la victoria sobre los vencidos (genocidio, guerra civil, aplastamiento de las políticas de izquierdas, transición socialdemocrática…) que ha inaugurado su tiempo (de dictadura, o parlamentario): cada vez que no se corrige el pasado, los que vencieron seguirán venciendo, citando a Walter Benjamin. No hay idea de humanidad sin la imposición forzosa de ella por parte de los monos; no hay África sin el trabajo de antropólogos, misioneros, etnógrafos, geógrafos, historiadores[13]; no hay pasado sin su historización. De ahí que la irrupción no ya de la historia oficial, la de los vencedores, sino del pasado en su instante (Jetztzeit), el pasado sin su inscripción histórica, el de los vencidos, provoque una desestabilización que rompe el cortocircuito histórico.
Como explica Didi-Huberman, <<sólo la diferencia, por tanto, se repite en la memoria inconsciente. […] la repetición difiere, aunque sólo sea porque interrumpe –en síntomas, en supervivencias- el flujo sucesivo de un devenir histórico>>[14]. En un régimen de imposición, y el colonial es un gran ejemplo, se repite en el inconsciente siempre el momento de la caída: una situación histórica semejante es una era-síntoma de la tragedia, y recuperar la sanidad, si habláramos de un neurótico patológico, equivaldría a la restauración del recuerdo en contra de su repetición por rechazo[15]. Los hombres (los vencidos) del planeta de los simios (los que vencieron) sólo llegarían a ser libres si consiguieran hacer una eficaz memoria histórica, es decir, restaurar en su singularidad, su complejidad y su verdad el momento de la caída, de la situación traumática. Es llevar el presente al pasado y hacer justicia contra el simulacro de la escena actual, prolongación del crimen primero que la fundó.
Quizá por esto en Fabulantes hemos decidido publicar este artículo justo hoy, día 20 de Noviembre.
[1] Para este artículo se ha empleado la traducción de J. Rodríguez, Ediciones Minotauro, Barcelona, 2012.
[2] Plinio, Storia Naturale, trad. it. de A. Barchiesi, Einaudi, Turín, 1983, vol. 1.
[3] Ovidio Nasone, P.: Metamorfosi, trad. it. de P. Bernardini, Einaudi, Turín, 1994, l. XIV, 93-94, p. 560.
[4] La promesa de Satanás a Adán y Eva fue que se volverían como Dios (lo copiarían, Gen, 3, 5); no en vano Satán es, como reza un proverbio latino, Simia Dei, imitador de Dios, así que la repetición por el ser humano del acto creador le acerca a lo diabólico. Y sin embargo, será el artista canónico de la modernidad el que sea calificado así por su pretensión no ya de imitar la naturaleza, sino de repetirla/reproducirla.
[5] Baudrillard, J.: <<La prècession des simulacres>>, 1978, , trad. cast. de P. Rovira, <<Precesión de los simulacros>>, en Cultura y simulacro, Kairós, Barcelona, 1978; y Simulacres et simulations, 1981.
[6] Panofsky, E.: Studies in Iconology. Humanistic Themes in the Art of the Renaissance, 1939, trad. it. de R. Pedio, Studi di iconologia: I temi umanistici nell’arte del Rinascimento, 1939; Einaudi, Turín, 1975, p. 270.
[7] Žižek, S.: The plague of fantasies, 1997, trad. cast. de C. Braunstein, El acoso de las fantasías, Siglo Veintiuno Editores, México DF, 2009, p. 120, nota 15.
[8] Freud, S.: Jenseits des Lustprinzips, 1919-1920, trad. cast. de L. López-Ballesteros y de Torres, Más allá del principio del placer, Alianza Editorial, Madrid, 2010, p. 130.
[9] Ibíd., 128.
[10] Freud, 110.
[11] Trieb en alemán impulso, pulsión, puede significar asimismo brote vegetal.
[12] Mudimbe, V. Y.: The Invention of Africa. Gnosis, Philosophy and the Order of Knowledge, James Currey & Indiana University Press, Londres & Indiana, 1996, p. 12.
[13] <<[L]a tradición occidental [europea] de la ciencia, así como el trauma de la trata de esclavos y la colonización, forman parte de la herencia actual de África>>, Ibíd., 79.
[14] Didi-Huberman, G.: L’image survivante. Histoire de l’art et temps des fantômes selon Aby Warburg, 2002, trad. cast. de J. Calatrava, La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, Abada Editores, Madrid, 2009, p. 290.
[15] <<[L]o que no se recuerda –lo rechazado- se repite en la experiencia como síntoma, como bajo el golpe de un mismo procedimiento de impronta […]>>, Ibíd., 291.
Uno de los análisis más lúcidos que he leído nunca sobre un libro. Me ha impresionado cómo llegas desde las influencias a Boulle hasta poder trasladar una cierta teoría social -que explicas- a nuestro contexto. Fantástico cómo lo cierras con la frase de la libertad de los vencidos. Quizá el párrafo con la mención a Lacan hace que el hilo del discurso, tan bien tejido hasta entonces, se desvíe un poco. «¡Más Batman y menos Lacan!» que gritan los revolucionarios.