“Los más sabios disfrutan con un poco de sinsentido de vez en cuando.”

Las brujas de Dahl; calvas, malvadas, no tienen dedos en los pies y escupen saliva azul. Ilustración de Quentin Blake

Las brujas de Dahl; calvas, malvadas, no tienen dedos en los pies y escupen saliva azul. Ilustración de Quentin Blake
Las brujas de Dahl: calvas, malvadas, no tienen dedos en los pies y escupen saliva azul. Ilustración de Quentin Blake

(Los relatos mencionados en este artículo pueden leerse en Cuentos completos, Alfaguara, 2013, la edición definitiva con la práctica totalidad de piezas breves del autor galés. Los libros restantes han sido publicados, salvo indicación contraria, también por Alfaguara)

Willy_Wonka

Willy_Wonka
El mágico Willy Wonka, carismático prestidigitador de Charlie y la fábrica de chocolate, imaginado por Quentin Blake.

Catador de tabletas de chocolate Cadbury, funcionario de la compañía Shell en Tanzania, piloto de la Royal Air Force (RAF) durante la Segunda Guerra Mundial, guionista de cine, autor de docenas de relatos, inventor e incluso, según su última biografía, agente secreto al servicio de Su Graciosa Majestad. Si a la lista añadimos la ascendencia noruega y su fabulosa estatura (medía cerca de dos metros), seguro que hasta el más despistado sabe que estamos hablando del extraordinario Roald Dahl. Aprovechando una ocasión tan propicia como su efeméride, en Fabulantes nos unimos esta semana a la celebración mundial del Roald Dahl’s Day con un artículo en el que repasaremos su agitada biografía y uno nuestros libros favoritos, Las brujas.

Pocos autores pueden presumir de una biografía tan apasionante y singular como el autor galés, y menos aún de gozar del respeto y adoración de lectores de todas las edades. ¿Quién no ha disfrutado como un enano con los Gremlins de Joe Dante, inspirados en esas pequeñas y malévolas criaturas ideadas por Dahl? ¿Quién no ha deseado, al abrir una tableta de chocolate, que le tocase un boleto dorado para adentrarse en la estrambótica fábrica de Willy Wonka? ¿Quién no ha esperado con avidez que Matilda diese un buen escarmiento a la señorita Trunchbull y a sus desagradables padres? Si tú, lector fabulante, no sabes de qué estamos hablando y respondes con un apocado “yo”, corre presto y veloz a la librería. Desconocer el irreverente universo de Dahl, uno de los mejores cuentistas que ha dado el siglo XX es, además de una laguna imperdonable, una ocasión perdida para pasar uno de los ratos más hilarantes que ninguna lectura pueda brindar.

Pocas veces un libro extraordinario esconde a una persona extraordinaria, pero el caso de Roald Dahl es una de esas excepciones a la norma. Resulta difícil separar al hombre de acción que fue, con sus excentricidades y contradicciones, de su disparatado legado. Roald Dahl vio la luz el 13 de septiembre de 1916 en Llandaff, una pequeña ciudad al sur de Gales, hoy distrito de Cardiff. Criado en el seno de una numerosa y poco convencional familia de emigrantes noruegos, la niñez de Roald, como él mismo describe en Boy (relatos de infancia), sería agridulce y marcada por la prematura pérdida de una de sus hermanas y de su padre. Los felices veraneos en los fiordos noruegos, las travesuras escolares, y la morriña del hogar y los profesores, crueles y dickensianos, que sufrió en los internados ingleses, dejan huella en un joven Roald que destaca pronto por su ingenio, imaginación e indisciplina. Acabada la escuela, desdeña la idea de estudiar en Oxford o Cambridge: su sueño consiste en vivir toda suerte de aventuras en los oscuros confines del Imperio. Con esta ambición, inicia su carrera profesional en la petrolera Shell, que lo destina a Tanzania al poco tiempo. Corre el año 1936 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial convierte lo que iba a ser una breve aventura en un periplo de más de diez años por África Oriental y Oriente Medio. Desde el inicio de la contienda, Roald se une a la RAF para servir como piloto de combate. En los siguientes meses participa en diversas campañas en Grecia, Libia, Egipto, Palestina, Irak, Siria o Egipto, hasta que un aterrizaje fallido, en 1940, le obliga a pasar más de seis meses de dura convalecencia. Las experiencias de estos años de guerra le sirvieron para atesorar muchas de las anécdotas que más tarde publicaría en el Saturday Evening Post y en los diez relatos recogidos en Over to You (1946).

Roald Dahl

Roald Dahl
Roald Dahl fotografiado en su «cabaña de escribir», el refugio favorito del autor.

La carrera literaria de Roald Dahl estaba a punto de comenzar. En 1942, aún con secuelas por el accidente, fue trasladado a Washington para permanecer allí como mando aéreo. Es en esta época cuando nace el mito: ¿fue realmente Roald Dahl ese trasunto de James Bond del que hablan sus últimos biógrafos? Nada nos hace suponer que no pudiera haber sido así. Sin duda, tanto su llamativo físico (altísimo, apuesto) como su brillante personalidad atrajeron a no pocas féminas. También amistades como la de C. S. Forester, autor de La reina de África (la novela magistralmente adaptada a la gran pantalla por John Huston en 1951), y el culpable de alentar al joven piloto para que escribiese sus anécdotas en el desierto. El resultado fue «Derribado en Libia» («Shot Down Over Libya»), más tarde conocido como «Pan comido» («A Piece of Cake»), su primer relato breve (incluido en Over to you y por lo tanto recogido en los Cuentos completos). Las mil libras que recibe como pago suponen el impulso definitivo para que Dahl se aleje del espionaje y las intrigas políticas (que no de las faldas), y se dedique a publicar sus relatos en revistas como The New Yorker o Harper’s. En poco más de diez años, se consagrará como escritor de primera fila.

Si bien inició su carrera como cuentista para adultos, cabe hacer un paréntesis para destacar Los Gremlins (1946), un encargo de Walt Disney sobre unos traviesos duendecillos que hacen de las suyas entre los aeroplanos de la RAF. Aunque la historia acabaría acumulando polvo en un cajón, las pequeñas criaturas de Roald Dahl estaban destinadas a convertirse en uno de los iconos fetiche de toda una generación. Cuarenta años más tarde, un tal Steven Spielberg decide recuperar a estos divertidos personajes como inspiración para la película del amigo Joe Dante que producirá: nacen Los Gremlins (1984), a la que seguirá una posterior secuela en 1990.

    “Hay veces en las que algo es tan espantoso que te fascina y no puedes apartar la vista de ello.”

Decíamos al principio que Roald Dahl es uno de los más grandes cuentistas que nos ha dado la literatura del siglo XX, en la línea de O. Henry, Raymond Carver, Saki, Henry James, Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga, o Flannery O’Connor. Con ellos comparte la pulcritud y economía en estilo y el dominio de una estructura sólida como un andamiaje. También, esa vertiente fantástica y macabra de la tradición romántica de los hermanos Grimm, como C. S. Lewis o Lewis Carroll. Dahl ostenta, no en vano, el título de «maestro de lo inesperado»: cualquier suceso, personaje o giro argumental es posible en sus historias. En sus relatos para adultos (recomendamos Historias extraordinarias o Relatos de lo inesperado), podemos ver cómo hace uso de un humor tan negro como gamberro. La ironía, lo impredecible de sus historias y la excentricidad de muchos de sus personajes le convierten en un autor de incontestable originalidad.

Matilda

Matilda
La avispada Matilda, símbolo de la cruzada infantil contra el incomprensible mudno de los adultos. Ilustración de Quentin Blake

La aparente facilidad con la que se pasó, exitosamente, a un género tan difícil como el infantil demuestra que estamos ante un gigante de la ficción. Sus historias para niños son casi más irreverentes e incorrectas que las destinadas a un público adulto. En efecto, es tan sutil la línea que separa a ambas audiencias en la obra de Dahl (y este es uno de los rasgos más sobresalientes y distintivos de su obra), que el lector adulto se asombrará disfrutando tanto de relatos como «La subida al cielo» («Way Up to Heaven») como de Matilda (1988). Su retorcido sentido del humor, así como su espléndida e inagotable imaginación, hacen del galés un escritor tan políticamente incorrecto y divertido que es imposible no situarlo en el panteón de honor de los grandes escritores fantásticos.

En los años 60, Roald Dahl, ya por entonces autor de prestigio a ambos lados del Atlántico, inicia su etapa más fecunda. La CBS retransmitirá Way Out, una serie presentada por el propio Dahl al estilo de Alfred Hitchcock Presenta, y el mismísimo director de Vértigo (1958) se encargará de adaptar varias de sus historias: Hombre del Sur (Man from the South), primero en los años 60 y más tarde en 1985, con John Huston y Tippi Hedren en el reparto; o Cordero asado (Lamb to Slaughter), nominada a los Emmy. De esta década datan también las dos incursiones del narrador en el mundo del cine: como guionista de Sólo se vive dos veces (You Only Live Twice, Lewis Gilbert, 1967), la quinta cinta de James Bond, y de otra novela de su amigo Ian Fleming, Chitty Chitty Bang Bang (Ken Hughes, 1968), con Dick van Dyke interpretando al loco inventor de un coche volador.

La relación de Roald con el cine no se limita a sus incursiones como guionista o presentador. Sus relatos para niños eran (y son) carne de celuloide. El estilo cinematográfico de sus historias, y su rico y grotesco imaginario, ha propiciado que sus cuentos sean llevados a la pantalla, con mayor o menor éxito, en varias ocasiones. La primera adaptación sería, cómo no, la de Charlie y la fábrica de chocolate. El propio autor colaboraría con David Seltzer en la realización del guión de Un mundo de fantasía, como se tituló en castellano Willy Wonka & The Chocolate Factory (Mel Stuart, 1971) y, aunque al parecer no quedó satisfecho con el resultado, la acertada interpretación de Gene Wilder conseguiría que el extravagante Willy Wonka entrase a formar parte de la cultura popular. Le seguirían La maldición de las brujas (The Witches, Nicolas Roeg, 1990), una adaptación bastante regular con Angelica Huston en el papel de gran bruja; las dos adaptaciones debidas a Tim Burton, James y el melocotón gigante (James and The Giant Peach, Henry Selick, 1996) y Charlie y la fábrica de chocolate (ésta sí dirigida por Burton en 2005); la Matilda de Danny de Vito (1996); y la que, sin discusión, es la mejor película basada en un libro, El superzorro (2006) de Roald Dahl: Fantástico Sr. Fox (Fantastic Mr. Fox, 2009) de Wes Anderson.

Dahl siempre explicó su salto a ficción infantil (un género equivocadamente considerado menor), como consecuencia natural de tener hijos. Los cuentos que con los que entretenía a sus hijos están en el germen de sus primeras historias para niños (a excepción de Los Gremlins). Encerrado en una diminuta cabaña al fondo del jardín de su casa del sur de Inglaterra, Roald Dahl fabricó algunas de las historias más queridas e inolvidables de la literatura infantil. La primera en publicarse sería James y el melocotón gigante (1961); después, vendrían Charlie y la fábrica de chocolate, El dedo mágico, El Superzorro, La maravillosa medicina de Jorge, El gran gigante bonachón, Las brujas o Matilda, entre otras. El inagotable ingenio de Roald para crear todo tipo de historias, a cada cual más macabra y fantástica, sólo encontraría rival en la leucemia que acabaría con su vida el 23 de noviembre de 1990.

        “Siempre es divertido pillar a alguien haciendo algo grosero cuando cree que nadie le ve. Meterse el dedo en la nariz, por ejemplo, o rascarse el culo.”

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Portada de la última edición de Las brujas, dentro de la colección Roald Dahl de la editorial Alfaguara.

Dos son las herramientas básicas que, en palabras de Roald Dahl, debe manejar un buen narrador de ficción infantil: un argumento de primera clase y una gran capacidad de inventiva. Las brujas (1983), una de sus mejores historias, es una clase magistral sobre solidez argumental y creatividad. El libro narra las aventuras de un niño y su excepcional abuela noruega, toda una autoridad en cuanto a brujas se refiere, cuando se topan, por casualidad, con el terrible congreso anual de las brujas. Un argumento en apariencia sencillo, pero con tantos giros argumentales y subtramas que su desenlace es toda una sorpresa. Las brujas es la tierna historia de la lucha de un niño y su abuela contra las fuerzas del mal, pero también una broma siniestra en la que los adultos, temibles, perversos y absurdos, se llevan la peor parte. Decíamos al principio que era difícil separar la vida de la obra del escritor: sus tragedias personales (la pérdida de su hija Olivia, la enfermedad de su primera mujer, la actriz Patricia Neal), o su paso por los internados durante su infancia están detrás de muchas de sus historias. Las brujas es un libro lleno de melancolía, pero también descacharrante y mágico. Releído con la madurez de los ojos de un adulto, el lector se sorprenderá gratamente de lo mucho que disfrutará con su lectura. Los mejores cuentos infantiles se dirigen a un lector inteligente, de modo que logran seducir a pequeños y mayores por igual. Esta universalidad es la que explica que Roald Dahl haya llegado a convertirse en todo un autor de culto.

Cierto es que el cine ha ayudado a que millones de personas reconozcan el estrambótico universo de nuestro homenajeado, pero cuando pensamos en Roald Dahl, es inevitable recordar los dibujos de quien ha sabido expresar mejor la esencia de su obra. Hablamos, cómo no, del soberbio Sir Quentin Blake (1932), ilustrador de gran parte de sus cuentos. La colaboración de Blake con Dahl dio forma a uno de los más perfectos y reconocibles binomios escritor-ilustrador. El trazo del artista, rápido, dinámico y en apariencia improvisado, es el aliado perfecto para las travesuras literarias de Dahl. Blake fue un dibujante precoz: inició su andadura a los dieciséis años, y desde entonces sus gamberras caricaturas serían habituales de populares revistas como Punch o The Spectator. Forma parte de esa nueva ola de ilustradores de los años 50 y 60 que dio color a libros de sucesivas generaciones de niños: Judith Kerr, Helen Oxenbury, David McKee o Alex Scheffler. El lápiz mágico de Blake ha ilustrado cerca de trescientos libros, pero los más inolvidables son los que realizó para Roald Dahl. Su estilo inconfundible reflejaría lo caricaturesco de las historias de Dahl, pero también la vulnerabilidad que escondían sus personajes y el espíritu revoltoso e inocente de sus cuentos.

A la manera del gran gigante bonachón, Roald Dahl ha conseguido hacernos soñar durante más de cincuenta años con melocotoneros gigantes, cascadas de chocolate y árboles en los que crecen manzanas de caramelo. Y, sobre todo, nos ha demostrado que las abuelitas pueden ser señoras de armas tomar que fuman puros y lo saben todo sobre las brujas, y que hasta el niño más indefenso puede hacer frente a un mundo de adultos despiadados y tragedias impredecibles gracias a la magia o, simplemente, haciendo uso de su ingenio.