Allá por 1841, salía a la calle Los crímenes de la calle Morgue en las páginas de Graham’s Magazine. Aquel relato, embebido de la pluma mórbida de Edgar Allan Poe, mostraría a la literatura uno de los caminos más potentes y prolíficos abiertos en los últimos doscientos años. Con el francés Dupin y sus métodos de preciso raciocinio se inauguraba la figura del detective tal como lo conocemos hoy día, siendo una de sus más célebres reencarnaciones el inquilino de Baker Street, Sherlock Holmes. Sin embargo, anteriormente a la aparición del sabueso de Conan Doyle en 1887, un irlandés protestante también fascinado por el horror, daba nueva forma a la ghost story engendrando a un investigador cuyo campo de estudio se desviaba del de Dupin y continuadores: se trataba del doctor Martin Hesselius, médico metafísico enfrentado a misterios ultramundanos y molde de una nueva tipología en la literatura de terror. El detective de lo oculto, cuya historia correría paralela y llegaría a cruzarse en ocasiones con la de Holmes y compañía, daría para la posteridad personajes de la talla del John Silence de Algernon Blackwood o del Thomas Carnacki de William Hope Hodgson.
La carrera de William Hope Hodgson podría haber sido más larga de no haber sido truncada, junto a otros miembros de su generación, en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Segundo de doce hijos, nacido en 1877 en el seno de una familia de Essex, Hodgson se enroló de joven como aprendiz en la marina mercante. Esta labor, que desempeñó hasta los 25 años, le serviría para granjearse experiencia y malos recuerdos, elementos muy útiles a la hora de dedicarse por completo a la escritura, a la que se entregó con perseverancia desde 1904. El reducido éxito de público de novelas como The House on the Borderland (en castellano La casa del Confín de la Tierra) o The Night Land le llevó, sin dejar de lado las obras de mayor extensión, a centrarse en la escritura de relatos cortos, mejor recibidos por los lectores de la época y más fructíferos a la hora de engrosar aunque fuera moderadamente sus magras cuentas. Sería en 1910 cuando Carnacki diera el salto de la mente de su creador a las páginas de The Idler, donde aparecieron por primera vez las aventuras de este detective de lo sobrenatural.
Los encargados de Idler Magazine dieron con un buen filón en las historias de Carnacki y así lo hicieron constatar en marzo de 1910 mediante una socarrona nota de responsabilidad legal: “¡Nos siguen llegando quejas desde todas las regiones del país acerca de los efectos que los relatos de Carnacki escritos por W. H. Hodgson están produciendo con el resultado de una epidemia masiva de abatimiento nervioso! Así pues, lejos de tranquilizar o calmar a nuestros nerviosos lectores, nos vemos obligados a avisarles de que ‘La habitación que silbaba’, que hemos de publicar este mes, es más perjudicial todavía. Nuestro director de publicidad necesitó un par de días en cama tras leer las páginas de adelanto, el corrector ha presentado su dimisión y el chico más espabilado de la oficina… Pero este no es lugar para lamentarse o pedir compasión”.
Hay cierta pureza ominosa, de vibración malsana y acechante, en la manera en la que Hodgson da forma a los relatos de Carnacki a pesar de sus limitaciones en cuanto a técnica. La estructura de los mismos es repetitiva (Carnacki invita a sus amigos -y entre ellos se cuenta Dodgson, por la similitud de apellido prácticamente un alter-ego del autor- a su casa para narrarles sus últimas investigaciones), los personajes son apenas un esbozo, casi sencillos peones dispuestos sobre el tablero, la introducción y la explicación final del detective se notan apresuradas… Y, sin embargo, el sudor frío del protagonista, los nervios y tensión, al hacer frente a criaturas de planos dimensionales que no tienen nombre traspasa con soltura el papel. La calma que refleja una frase como “Había ido tranquilizándome, puesto que la luz de la linterna al recorrer el lugar había hecho que me sintiera a este lado de la frontera de lo normal”, de “La cosa invisible”, sólo es tal en cuanto que denota un peligro que habla del vacío, difícilmente narrable. Cuando el lenguaje emerge como barrera, Hodgson imprime mayor fuerza a las imágenes que despliega, mediante las que levanta una escalera del horror, donde en el ascenso gradual lo inefable no espera a ser percibido, sino que anida ya en el estómago del lector. Sirva “La habitación que silbaba” como buena muestra de ello.
Imaginación desbordante, pues, y atmósfera a flor de piel. Lovecraft lo recogería en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura, reticencias incluidas: “[Carnacki] desciende notablemente en calidad respecto al nivel de sus otros libros. Aquí encontramos a la figura-tipo, más o menos convencional, del ‘detective infalible’ -descendiente de M. Dupin y Sherlock Holmes y de la misma raigambre que John Silence de Algernon Blackwood- moviéndose a traves de escenarios y hechos torpemente arruinados por una atmósfera de “ocultismo” profesional. Algunos de estos episodios, no obstante, son de una fuerza innegable y arrojan destellos del genio peculiar y característico del actor”. Y no andaba lejos de estas apreciaciones otro escritor de gusto fantástico y arcaizante como era Clark Ashton Smith. De Hodgson manifestó que “entre aquellos escritores de ficción que han elegido lidiar con las tierras sombrías y los confines de la existencia humana, William Hope Hodgson merece sin duda un hueco entre los pocos que aportan al tratamiento de este tipo de temas un sentido de autenticidad. Su propio modo de escribir, como con justicia afirma Lovecraft, está lejos de ser pareja en mérito estilístico; pero sería imposible retirarle el rango de maestro a un autor que ha logrado con semejante autoridad, volumen tras volumen, una calidad que uno podría acuñar como de realismo de la irrealidad.”
En esta irrealidad real, es Carnacki un hombre abocado a un universo de frontera. Con sus métodos a medio camino entre el ocultismo de anticuario y biblioteca polvorienta (libros de sabiduría esotérica como el Sigsand, donde se hablan de diversos tipos de apariciones como los Saiitii y los Aeiirii), de pentáculos y símbolos pintados en el suelo, y los últimos avances científicos a su disposición (recurre con asiduidad a los tubos de vacío en conexión con el pentáculo que suele usar como defensa), este detective se encuentra continuamente empujado al umbral en los intersticios de las diferentes dimensiones. Llegado el momento, la línea que separa el mundo físico de los abismos meta-universales puede diluirse, difuminarse con un aullido de locura de fondo, grito con el que se pierde todo asidero con lo que hasta ese momento era materia palpable. Ejemplo notable, y particularmente retorcido, es “El cerdo”, relato que cierra el volumen negro que Valdemar dedica al hijo de W. H. Hodgson (Carnacki, el cazador de fantasmas). En él, Baines, un hombre aquejado de sueños “tan reales que para mí son experiencias reales”, desciende noche tras noche en una espiral de gruñidos de cerdo a un infierno caótico y repugnante. Y a pesar de esa bajada, en la que su alma está a merced de una gigantesca pezuña, aún puede percibir su cuerpo “dormido”, allá arriba, en la cama, en la que habla “en sueños” con voz de puerco.
Carnacki, ante todo ser humano que teme por su vida y su espíritu, y el lector con él, no duda antes de cerrar la historia con una sentencia que actúa de presagio: “Las monstruosidades de la esfera exterior son hostiles a todo lo que nosotros consideramos deseable, del mismo modo en que un tiburón o un tigre pueden ser considerados hostiles, de un modo físico, a todo lo que consideramos deseable. Son depredadores, ya que toda fuerza positiva es depredadora. Tienen deseos acerca de nosotros que cuando los comprendemos nos resultan mucho más terribles que los nuestros para con una oveja inteligente capaz de comprender nuestros deseos por su cadáver. Saquean y destruyen para satisfacer sus deseos y apetitos, del mismo modo en que otras formas de existencia saquean y destruyen para satisfacer sus deseos y apetitos. Y los deseos de esos monstruos se centran sobre todo, si no siempre, en la entidad psíquica de los humanos”. Carnacki-Hodgson, predicadores de la agonía ultraterrena.