“Es en la cálida oscuridad del fluido prenatal, muy por debajo de nuestra razón consciente, en donde se aloja la facultad con la que sentimos a los espectros que tal vez no estamos capacitados para ver.”

“¿Cree usted en los fantasmas?” La pregunta que Edith Wharton nos lanza desde el prefacio que se incluye en esta edición de Relatos de fantasmas (Alianza, 2010), es casi una provocación, un reto para que nos atrevamos a demostrar que somos capaces de resistir ese escalofrío irracional ante una buena historia de miedo. A pesar de que al lector moderno le separa casi un siglo de la mayoría de las historias, su lectura deja una extraña desazón que dura hasta bien pasada su lectura. Si, como dice Wharton, una buena historia de fantasmas se mide por su efecto termométrico, el lector está avisado: es probable que acabe con el edredón hasta las orejas.

Las once historias que recoge Alianza en este volumen, publicadas entre 1902 y 1937 en diferentes revistas, son una muestra de las mejores historias de fantasmas escritas por la escritora neoyorquina. Los relatos fantásticos de Edith Wharton (1862-1937) son una de las facetas más olvidadas de una escritora cuya fama se debe a novelas como La casa de la alegría (1905), Las costumbres del país (1913), o La edad de la inocencia (1929), obra que le valió el premio Pulitzer en 1921. Sin embargo, Wharton escribió más de ochenta relatos a lo largo de su vida, gran parte de ellos historias de fantasmas o de terror. Su estilo oscila entre las convenciones propias del género gótico norteamericano, y el terror de tipo psicológico que tan bien ejemplificaría Henry James con su novela Otra vuelta de tuerca (1898). Wharton reconoce su deuda con escritores clásicos del género como Robert Louis Stevenson o Sheridan Le Fanu, así como con Fitz James O’Brien, Francis Marion Crawford o Walter de la Mare, pero deja claro el influjo de quien fue su maestro y amigo: “Para mí, nadie ha alcanzado en habilidad imaginativa de lo sobrenatural a Henry James en Otra vuelta de tuerca.” (Wharton, 11)

Mr Jones, ilustracion de Laszlo Kubinyi.

Mr Jones, ilustracion de Laszlo Kubinyi.
Mr. Jones, ilustración de Laszlo Kubinyi.

Edgar Allan Poe y Sheridan Le Fanu serían los pioneros de un género que, en detrimento de los grandes golpes de efecto, trata de hacer extraño lo cotidiano y de sugerir un horror al que difícilmente podríamos poner nombre. Wharton insiste en este axioma del terror psicológico con sus historias, y lo hace además valiéndose de la ambigüedad y sutileza estilística de Henry James. Puede decirse que el rasgo más sobresaliente de los once relatos que tenemos entre manos es, precisamente, su absoluta verosimilitud. Las historias transcurren en escenarios familiares (bien en Europa, bien en Estados Unidos), en viejas mansiones llenas de pasadizos, recovecos y misteriosos ruidos, pero también en casas con luz eléctrica y teléfono. Como bien dice Wharton, lo sobrenatural no se constriñe a viejos castillos habitados por sombras, sino que su aparición repentina dentro de lo cotidiano resulta incluso más sobrecogedora. Y este escalofrío que la escritora persigue no lo provocan imágenes de fantasmas terribles y sanguinarios, sino la vaguedad misma de las historias. La sensación constante de la existencia de algo oscuro e incomprensible recorre las historias, pero en la mayoría de casos la autora se niega a darle nombre. Si el lector busca respuestas a esta ambigüedad, tendrá que hallarlas por sí mismo. Es precisamente esta cualidad la mejor y más lograda virtud de los relatos de Wharton. La desazón que provocan no proviene de ninguna terrible revelación, sino más bien de esa inquietante duda que acecha la imaginación del lector más escéptico y, sobre todo, de esa paradoja de no creer y, al mismo tiempo, temer lo sobrenatural. La propia autora cuenta en su autobiografía (un extracto de la cual se recoge al final del libro) cómo las lecturas de historias fantásticas durante una larga convalecencia a los nueve años le marcaron para siempre y le dejaron un miedo irracional a la oscuridad, los ruidos inexplicables y cualquier elemento extraño.

Edith_Wharton

Edith_Wharton
Edith Wharton fue la primera mujer en ganar un premio Pulitzer (1920), por
La edad de la incocencia.

Los cuentos de Wharton se atienen a las convenciones del género, de manera que presentan elementos propios de la literatura gótica: fantasmas, apariciones, brujas, médiums, habitaciones cerradas bajo llave, desapariciones misteriosas… Sin embargo, son tanto más interesantes por lo que tienen de moderno y por la crítica que subyace de la alta sociedad americana. La atmósfera lúgubre y asfixiante propia de las historias de fantasmas queda reflejada también en el dramatismo de las relaciones matrimoniales, los prejuicios de clase, o los inclementes convencionalismos de una sociedad que bien conocía Wharton. Hija de una de las familias más ricas de Nueva York, sus dotes artísticas fueron pronto desdeñadas por su familia, que la obligó a contraer un matrimonio de conveniencia con un hombre 12 años mayor. La escritora gozó siempre de una posición económica privilegiada, lo cual le permitió seguir escribiendo con desahogo y absoluta independencia tras su divorcio en 1913. Sus obras reflejan esa contradicción entre los anhelos del individuo y las exigencias morales de la sociedad de principios del siglo XX que ella misma sufrió. El agudo y sutil ingenio con el que critica una sociedad cuyas exigencias dejan al individuo atrapado por sus propios deseos, y en particular a las mujeres, caracteriza tanto sus novelas como sus relatos cortos.

Un lenguaje sin adornos, un buen ritmo y una estructura bien tramada son los pilares que sustentan una buena historia de miedo. Parece una fórmula sencilla, pero hacer verosímil a un espectro sin caer en lo artificioso, mantener el suspense a lo largo del relato y conseguir que el lector contemporáneo no descubra el truco antes de tiempo, exige de un escritor con un algo de mago. No sólo demuestra ser una hábil ilusionista sino que Wharton actúa también como un médium entre lo extraordinario y el lector, de modo que logra convocar y resucitar los espíritus y terrores que nos desvelaban en nuestra infancia para dejar que se cuelen en nuestro día a día. Así, acabamos por aceptar con toda naturalidad que el fantasma de la fallecida esposa de Kenneth Ashby le envíe cartas desde el más allá. En efecto, lo inconcebible nos termina resultando completamente admisible, pero no por ello menos inquietante.

Kerfol, 1916. Ilustracion de Elenore Plaisted Abbott.

Kerfol, 1916. Ilustracion de Elenore Plaisted Abbott.
Kerfol, 1916. Ilustración de Elenore Plaisted Abbott.

A pesar de que la ambigüedad de la historia no resulte (¿cómo podría?) tan perturbadora como en la novela de Henry James, la aviesa técnica de Wharton consigue atraparnos poco a poco y a pesar de los recelos iniciales. Sin duda, un lector impaciente se verá defraudado por la vaguedad de las historias de Wharton. No podemos negar que la técnica resulta, en ocasiones, fallida. Así, relatos como El espejo o Día de difuntos no consiguen bajarnos la temperatura corporal ni un solo grado. Sin embargo, es imposible no estremecerse al leer sobre los ojos que persiguen al viejo señor Culwin, al escuchar los ladridos de los perros de Kerfol, tras ver aparecer al doppelgänger del señor Lavington o con la simple mención del siempre ausente señor Jones. Aquel que sea capaz de leer historias como Después, El triunfo de la noche, Kerfol, Los ojos o El señor Jones sin sentir la más mínima inquietud, dará la razón a Wharton cuando se lamenta de que la vida moderna ha atrofiado la imaginación del hombre. “A una generación a la que todo lo que se le servía para alimentar su imaginación… se le sirve ahora ya cocinado, sazonado, y troceado, la facultad creadora (porque la lectura debe ser un acto de creación, tanto como escribir) se le va secando rápidamente, junto con la capacidad de mantener la atención de manera prolongada.” (Wharton, 9)

Esa falta de silencio y continuidad, que la escritora achacaba al cine y la radio, es, qué duda cabe, un problema mucho más exacerbado un siglo más tarde. La receta para disfrutar de estas historias de fantasmas, pues, requiere de una habitación silenciosa, a ser posible de noche, y de un estado de ánimo adecuado. Conseguidos esos dos ingredientes, los escalofríos bajo el edredón están garantizados.