Embassytown. La Ciudad Embajada (2011) es el primer libro de Fantascy, el nuevo sello de fantasía y ciencia-ficción de Random House Mondadori. La primera impresión de dicha colección es prometedora: buenos títulos de autores contrastados, una correcta edición, traductores renombrados (Gemma Rovira se hace cargo de este olumen inaugural; en su haber tiene la saga de Harry Potter y la «Crónica del asesino de Reyes«, de Patrick Rothfuss)… No en vano, se inaugura con uno de los grandes nuevos autores del ramo: el inglés China Miéville (1972).
Con todo, si algunos peros se pueden poner a este primer contacto con Fantascy serían los de una impresión baja en tinta que hace incómoda la lectura –a nadie le resulta agradable tener que apretar los ojos para leer algo-, una traducción irregular que por momentos no consigue trasladar la retadora calidad literaria de Miéville al texto (especialmente en las primeras partes de la novela cuando el mundo de la Ciudad Embajada se nos presenta difuminado entre más densas tinieblas) y la ausencia de un índice que hubiese ayudado a adquirir mejor conciencia de la estructura general de la obra (información útil ésta para disipar muchas de las incógnitas que aparecen en esta fantástica novela).
En lo que respecta estrictamente a Embassytown. La Ciudad Embajada, cabe decir que es seguramente una de las mejores novelas de ciencia-ficción publicadas en 2011, -sin duda, al menos para este reseñador- la más notable de Miéville hasta la fecha, y una de las destacadas del género de todas las aparecidas en los últimos años. Finalista de los principales premios, únicamente ganó el Locus 2012 en su categoría, si bien en este mundo de la crítica muchos nos sorprendimos porque no resultase vencedora frente a otros títulos respecto a los cuales era claramente mejor –sin ir más lejos el Hugo 2012 fue a parar a Entre extraños (RBA Literatura Fantástica, 2012) de Jo Walton, que ya comentamos en Fabulantes hace pocas semanas.
El primer valor de Embassytown. La ciudad embajada proviene de la calidad diamantina de Miéville, un autor capaz de crear a partir de sus elementos más reconocibles novelas totalmente dispares con cada nueva entrega. Su precisión con el lenguaje, la habilidad para crear atmósferas misteriosas, su apuesta arriesgada por una novela de ideas desarrollada sin mapas ni ayudas de ningún tipo, o su calidad literaria a la hora de diseñar obras evocadoras capaces de enganchar al lector, son algunas de las características de su excelente producción, que no se ve desmerecida por esta novela.
En esta ocasión Miéville elabora una densa y amplia reflexión alrededor del lenguaje. Cuando en el texto leemos: “Me enseñó libros antiguos, físicos y virtuales: Leezenberg, Lakoff, u-senHe, Ricoeur” (página 187) ya nos hacemos una idea de la importancia que, en las teorías lingüísticas que definen la novela, tienen áreas de conocimiento como la semántica o la pragmática o la semiótica, y todas las técnicas e instrumentos que sirven para desarrollar estos campos. De aquí podemos también extraer pistas interpretativas para nuestro discurrir por cada uno de los muchos meandros en que se divide el libro: la palabra y la verdad, el discurso y el poder, o incluso la construcción mental de las estructuras lingüísticas y la articulación biológica de los fonemas.
Todas estas ideas se encuentran contenidas y desarrolladas, a través de distintas técnicas de construcción de discurso literario, en Embassytown. La Ciudad Embajada Las tinieblas con las que se recubren los lugares y los personajes de la Ciudad Embajada, y más allá en la Urbe, desde la misma ciudad y su entorno hasta las distintas razas de personajes que la habitan, constituyen una gran metáfora. Cada hilo argumental se cruza en perfecto equilibro de composición y coherencia con los demás, para dar como resultado el tejido de una ambiciosa trama. Proeza nada fácil de realizar porque, excepto por el motor narrativo de un traumático y desconocido cambio que comienza a trastocar la cotidianidad de todos los personajes, nada más desvela la novela hasta casi su final, exigiendo al lector una inmersión incondicional en los personajes y sus peripecias.
Como única luz, contamos como eje de todas las subtramas e hilos argumentales con la narración en primera persona de la inmersora Avice Benner Cho. Por un motivo desconocido, ella tiene acceso y/o comunicación con razas o especies incomunicadas entre sí o cuyos interlocutores válidos (los Embajadores) a duras penas pueden hacerse entender en el Idioma local (lenguaje sobre el que recae otro misterio). El comportamiento errático de la especie Ariekei o el pensamiento dual de los Embajadores (compuestos de dos elementos indivisibles, como en el caso de EzRa o MagDa, dos de los más importantes) aumentan lo fascinante e intrigante de un reto que crece por momentos, a medida que los cambios se suceden y el drama aumenta para todos los ciudadanos.
Otra vez, China Miéville elabora una novela sobre el encuentro de los distintos pero, a diferencia de aquello a lo que estamos acostumbrados, no son las diferencias morfológicas o las ideológicas las que importan sino las lingüísticas o, de forma más precisa, los retos a los que el lenguaje nos expone, ya que puede ser tanto puente como barrera a la hora de comunicarnos o no los unos con los otros. El ser puente o barrera no sólo depende del uso que se le dé al lenguaje, sino también a la propia configuración de sus estructuras y, por supuesto, a la capacidad de las distintas especies para comprenderlas y utilizarlas de forma adecuada para la expresión/comunicación/comprensión. Un mensaje denso, complejo e inteligente esculpido con su habilidad y precisión habituales para las escenas y los personajes.
Entonces, si tales son sus méritos, ¿por qué China Miéville no consiguió conquistar con Embassytown. La Ciudad Embajada más reconocimientos de los que, también importantes, tiene hoy? En la humilde opinión de quien esto escribe, sólo cabe como explicación que tanto el entorno urbano para la situación de las tramas y personajes, así como el uso de la disociación como técnica para el tratamiento de la incomunicación entre culturas o seres e incluso la reflexión sobre las barreras de comunicación y la mayor importancia de la unidad que de la disparidad para afrontar los importantes retos futuros de supervivencia, ya son elementos muy presentes en otras novelas anteriores de Miéville; incluso a estas alturas podríamos considerarlos como consubstanciales al estilo propio de nuestro autor. La posible percepción de una falta de originalidad o alta especialización en el uso de estos y otros trazos, quizás le hayan restado injustamente mérito a su capacidad literaria.
Es verdad que China Miéville utiliza elementos recurrentes en su obra, y también lo es que estos elementos ayudan a identificar su estilo y a definir su personalidad como autor. No obstante, cada obra resulta un órgano vivo, autónomo, independiente del resto, donde el creador debe volcar su buen saber para darle entidad propia a tramas, argumentos y personajes. Embassytown. La Ciudad Embajada consigue ensamblar una identidad rica en matices y viva, crear un universo a la altura de La estación de la Calle Perdido (2000) y una reflexión profunda sobre el encuentro humano como también escribió maravillosamente en La ciudad y la ciudad (versión original de 2009, y española, por La Factoría de Ideas, de 2012). Un conjunto creativo que, insistimos, hace de esta novela su mejor obra hasta la fecha y una de las mejores novelas de ciencia-ficción de los últimos años.
Ahora, para juzgar por sí mismos, pasen y lean. No se arrepentirán nunca de entrar en la literatura de China Miéville. Un joven grande.
Después de esperar casi un año a que tradujeran la última novela de China Mieville galardonada con el premio Locus y nominada al premio Hugo, he tenido por fin la oportunidad de corroborar o desmentir tanto las opiniones como las expectativas que yo mismo me había creado sobre la novela. Y es que La ciudad embajada ha provocado en mí un influjo durante todos estos meses, una atracción condicionada por las espectaculares críticas que ha recibido y por la frustración de saber que, hasta que una editorial no se dignara a traducirla yo no tendría la ocasión de unirme a las corrientes de opiniones afirmativas que se han publicado; y era ese, con una innegable predisposición, el mayor de mis deseos sobre esta novela. Sin embargo, aun sabiendo el poder que tiene la predisposición para otorgar una mejor puntuación de la que merece a cualquier libro que nos provoque este primario sentimiento, el problema reside cuando una novela no cumple nuestras expectativas y convertimos la opinión subyacente y casi inconsciente que se ha ido agolpando, en nuestra mente, en un arma de doble filo, cuya decepción se magnifica al comprobar el resultado final de la historia, que no era el que esperábamos o anhelábamos. La interpretación que podríamos otorgar a esta sensación está llena de subjetividad, mas los argumentos que puedo llegar a razonar y presentar sobre la brusca transformación de mi propia predisposición se basan únicamente en emociones veraces que la novela de Mieville me ha provocado.
Aunque pueda resultar contradictorio no hay mucho que decir sobre La ciudad embajada; el autor nos empapa con cien páginas iniciales que resultan un tanto confusas y complicadas, contándonos la historia de una ciudad humana construida en un lejano planeta denominado Arieka y habitado por los extraños seres de doble lenguaje denominados ariekei o Anfitriones por los propios humanos. La narración está contada en primera persona por nuestra protagonista, uno de los pocos habitantes que han viajado por el hiperespacio o ínmer y que dada su naturaleza desarrollará un papel importante en los acontecimientos y en la interacción con los ariekei, a los que solamente pueden hablar con una mente doble en un idioma que obligatoriamente implica realidad y veracidad sobre lo que se habla. El mundo que nos recrea Mieville es insólito, atractivo y, a veces perturbador, un mundo tan vivo que incluso los edificios de los propios ariekei tienen una conciencia aunque sea limitada. Quizá esto sea lo mejor de la novela, otro arma de doble filo con el que pretendo expresar que si bien es lo mejor de La ciudad embajada, también considero que es de lo poco bueno que contiene; puede que también debería destacar esas primeras ochenta páginas que, en ocasiones resultan ininteligibles, pero que durante todo ese tiempo me hicieron rememorar algunas de esas novelas de ciencia ficción cuyos comienzos eran arduos y te obligaba a utilizar los cinco sentidos para poder comprenderlas, pero que luego toda esa complejidad, toda esa nueva terminología especulativa culminaba en un desarrollo interesante y en una resolución espectacular y memorable; por lo que no puedo evitar acordarme de dos ejemplos que cumplen con creces estos requisitos: Los cantos de Hyperion y La era del diamante.
Simmons y Stephenson tuvieron un concepto muy claro del sentido de espectáculo, de la especulación atrevida y perfectamente coherente y, sobretodo, del sentido del clímax arraigado a una trama interesante y algunos personajes inolvidables. Y quizás era eso lo que yo esperaba en esta novela después de haber leído cautas opiniones sobre la obligada inmersión a la que se sometía el lector sin recibir explicaciones aclaratorias y que más tarde se terminaban comprendiendo y disfrutando, al igual que se terminaba disfrutando el resto de la historia. Desgraciadamente, en La ciudad embajada no ocurre lo mismo. Tras atravesar la complicada barrera del principio la historia se simplifica mucho, quizá demasiado, y en otros casos no lo consideraría un error siempre y cuando mantuviera un ritmo y una trama que aportara interés al lector, algo que no consigue; me parece bastante curioso que aquellos detalles de la novela que más me interesaban son aquellos que más desdeña el autor, como otorgarle más importancia al ínmer, una forma original de denominar al hiperespacio, o al hecho de darle más protagonismo al resto de los mundos que podrían haber obtenido una importancia mucho más tangible en la trama y no centrarse en una ciudad donde, por mucho que puedas contar sobre ella, cuando se trata de ciencia ficción de calidad, si se obvia o desprecia el entorno de fuera, el velo que cubre y que hace posible que una historia sobre un planeta alienígena resulte creíble, parezca finalmente tosca, fácil y bidimensional. Me resulta bastante insólito pensar que un escritor que se ha preocupado mucho por documentarse sobre el ámbito del lenguaje y los procesos cerebrales que van unidos a él, haya creado un futuro y un entorno del espacio tan acartonado y pobre.
Sin embargo, esto ni siquiera es lo peor que tiene la novela de Mieville. Narrada desde principio a fin por nuestra “ heroína “, Avice Benner Cho, en primera persona, me ha hecho dudar en más de una ocasión ( no en el sentido real sino en mi subconsciente ) el sexo de nuestra protagonista. Cuántas veces habré leído novelas narradas en primera persona por mujeres y la diferencia abismal que resulta su manera de pensar, de sentir con la de un hombre; una profundidad emocional mucho más latente, mucho más viva que la de un narrador masculino. En La ciudad embajada no denoto esta diferencia emocional en su protagonista y si el autor, sin cambiar una sola coma en sus diálogos tanto interiores como exteriores, nos hubiera asegurado que Avice Benner Cho era un hombre yo me lo habría creído. La novela posee una narración tan fría que durante mucho tiempo creía que estaba leyendo a Arthur C. Clarke o a Isaac Asimov. La amplia diferencia que reside entre Mieville y los dos citados es que al menos Clarke y Asimov contaban historias de ciencia ficción interesantes y dinámicas sobre temas especulativos que no estaban tan alejados de nuestra sociedad en cuanto a necesidad o miedos del futuro. La novela de Mieville resulta autista en este sentido y también lo es su estilo narrativo, preocupándose más por la originalidad de su propuesta que por crear unos diálogos absorbentes y una narración dinámica y ágil. Es francamente curioso que un autor al que siempre le han atildado de versátil a la hora de cambiar su estilo narrativo siempre cometa los mismos errores en todas sus historias, y es que en su novela anterior, La ciudad y la ciudad peca exactamente de lo mismo, sólo que debo decir en esta ocasión que La ciudad y la ciudad aun coincidiendo en ese aspecto con La ciudad embajada, la primera es bastante superior sin llegar a ser tampoco una novela destacable del género fantástico. Y es que he leído en innumerables ocasiones que La ciudad embajada es la novela más redonda de China Mieville, por lo que no puedo evitar preguntarme en qué sentido lo es, porque si la perfecta ejecución de una historia se basa únicamente en el desarrollo coherente y correcto de su argumento, entonces seguramente existen muchas historias a las que se les podría aportar este calificativo, y teniendo en cuenta todo lo que podría mejorarse en La ciudad embajada no comprendo cómo se la puede considerar una de las mejores novelas de ciencia ficción. Supongo que la memoria de aquellos lectores asiduos al género se han acostumbrado más a los recuerdos que les puede regalar el futuro literario olvidándose de las maravillas especulativas que nos otorgó el pasado.
Aunque todavía no la he terminado, estoy muy de acuerdo con tus «peros», Alberto. El arranque es innecesariamente largo, con palabras de más; falta calor emotivo y poesía, y la feminidad de la protagonista es dudosa… No obstante, es original el planteamiento semiótico, y fantásticas las «anticipaciones» respecto a las posibilidades de la biomecánica y la biotecnología. Notable alto.