Poco menos que de meteórica se podría calificar la carrera literaria de Carlos Sisí. En cuatro años, desde que se estrenara profesionalmente en 2009 con Los caminantes, ha pasado de ser un desconocido a contar con la confianza de las editoriales. Para ello, han sido necesarios el tiempo, la paciencia, el esfuerzo y la avidez lectora de Sisí, quien a golpe de letra ha ido puliendo poco a poco su estilo. Fruto de este duro trabajo, que no siempre es correspondido por las casas de edición o el público, ha ido sacando libro tras libro y gozado de una gran repercusión: Los caminantes vagan ya por su decimoquinta edición en castellano y cuentan con traducción al inglés, sus secuelas sacan también pecho y el último libro del autor, Panteón, se ha alzado con uno de los premios más importantes de la literatura de género en habla hispana: el premio Minotauro.
En Panteón, confluyen varias historias. Por una parte, tenemos a Malhereux y Ferdinard, una suerte de dúo dinámico al estilo de Donovan y Powell (los ingenieros de U. S. Robotics a los que Isaac Asimov hace protagonizar varios relatos de Yo, Robot), pero pasados por el tamiz negro-futurista de los 80. Ambos se ganan la vida como chatarreros espaciales, agazapados fuera del radar durante las batallas interestelares, dispuestos a ser los primeros en recoger los restos de tecnología sobrante para venderlos luego al mejor postor; por otra, Maralda Tardes, controladora de la Colonia, principal enclave científico de la galaxia y a su manera garante del equilibrio entre facciones universales, inicia una inspección fuera de los canales oficiales al detectar actividad bélica en un planeta con un interés prácticamente nulo por el que luchar. Uno de estos interesados es el Gran Bardok Jebediah Dain, líder de los sarlab, los mercenarios más sanguinarios del espacio, y poseedor de un cuerpo transformado mediante implantes cibernéticos en una máquina de matar invencible y virtualmente inmortal. Los cuatro protagonistas coincidirán en dicho planeta, y en sus entrañas, donde el pasado y el peligro se ocultan en estado letárgico, pero nunca inerte.
Carlos Sisí no engaña a los lectores. Como ha declarado a algunos medios de comunicación en semanas pasadas, su intención al escribir Panteón era componer un libro de ciencia-ficción ligera, una space opera de ritmo endiablado, escenarios que despiertan la imaginación y unas gotas de terror. Nada menos. Y nada más, pues la sensación que deja el final del relato es que podría haber llegado un poco más allá conservando ese halo de entretenimiento sin complejos. Sisí sostiene la narrativa principalmente sobre los diálogos, dejando en un plano más discreto la descripción de ambientes y lugares, consiguiendo de esta manera una narrativa ágil, que agota en suspiros páginas y páginas, pero que carece de la profundidad suficiente como para darle mayor consistencia a la retahíla de eventos que va presentando.
El autor cuenta en dos frases lo que podría narrar con mayor holgura. Y lo que podría en otra ocasión apuntarse como virtud, esta brevedad y concisión, no es tal en un relato de semejantes características. La descripción de las instalaciones en el interior del planeta, por citar un ejemplo, un hallazgo similar a aquel realizado en En las montañas de la locura, exige una narración, si no tan pormenorizada y puntillosa como los sermones iluminados de Lovecraft, sí más pausada que de la que se sirve Sisí. El autor madrileño pinta las estancias con rapidez (pero con gran imaginación visual), aunque no hace del escenario un personaje más con todas sus consecuencias, como tan bien le vendría al relato al impregnarlo de un mayor sentido de la maravilla, de carácter e intensidad.
A la hora de narrar las vicisitudes de los personajes, la construcción de la atmósfera, tan vital para una novela de ciencia-ficción (y más aún si tiene aunque sea solo una pizca de terror), está por todas partes limitada por el constante recurso del cliffhanger: debería dejar al lector intrigado y con ganas de seguir leyendo, cosa que sí consigue en varias ocasiones, pero también produce en otras el efecto contrario. Cercena la narración de manera arbitraria en momentos como en el que un ingeniero habla a Jebediah de una amenaza latente, tras cotejar y tratar de interpretar ciertos signos hallados en el interior del planeta. Dicha situación, que encierra una gran capacidad de sugestión y fondo para la aventura, es desperdiciada al no tener continuidad, llevando así el relato a un pequeño clímax forzado y con la impresión de que se podría haber extendido tranquilamente. La mezcla de esta falta de profundidad y de rapidez en las escenas llega a dar cierta sensación de desconexión con lo narrado, de que no importa mucho lo que les ocurra a los personajes, apenas unas marionetas que corren de aquí para allá.
Panteón tiene, no obstante, momentos en los que se eleva sobre el relato y aporta momentos realmente atractivos. Es el caso del encuentro entre los chatarreros Malhereux y Ferdinard y la controladora Tardes. O aquel en el que ésta tira de ingenio para sacar a los tres del aprieto ante unos sarlab. Y por qué no hablar, también, de ese vasto universo, lleno de planetas, minas, colonias e intereses, todo un cosmos lleno de posibilidades para futuras aventuras. Son destellos de una obra que, ciertamente, no aburre, pero que tampoco deja mayor impronta según va pasando página tras página. Tal vez Carlos Sisí tenga un buen medio de expresión en la pantalla grande, por ese estilo tan visual del que hace gala, no tan descriptivo y más de ritmo trepidante y sucesos sin par. O en la pequeña, ahora que tanto predicamento tienen las series de televisión y para la que esta space opera daría sus buenos capítulos.