«1.Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2.Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la primera ley.
3.Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando esta protección no entre en conflicto con la Primera o Segunda Ley.» (Círculo vicioso, Isaac Asimov)
Sencillas, eficaces y bellas. Isaac Asimov vivió creyendo que su mayor legado serían las tres leyes de la robótica. El norteamericano, un activo humanista, las concibió por diversión junto a John W. Campbell, editor de la revista Astounding Science Fiction, donde las publicó por primera vez en 1942 dentro de un relato llamado Círculo vicioso. Sin embargo, Asimov se equivocó. Por mucho predicamento que sus tres reglas tuvieran, hoy los robots son un arma más de guerra, sin rastro de ética ni células positrónicas. La mayor contribución de Asimov al conjunto de la humanidad fue su espíritu crítico, su legendaria curiosidad y su incombustible voluntad educadora, que le llevó a publicar desde 1950 una media de más de un libro al mes durante 42 años.
Del medio millar de obras que produjo Isaac Asimov (Rusia, 1920 – Estados Unidos, 1992), las tres leyes de la robótica contienen su quintaesencia. Sin adornos ni florituras, estas tres líneas invitan a fantasear, conducen a la discusión y a la crítica, tienen una aplicación práctica y un espíritu pacifista de progreso. En abril de 2013 se han cumplido 21 años desde la muerte de Asimov, precisamente la edad con la que publicó Círculo vicioso, y desde Fabulantes hemos querido reivindicar la figura del buen Doctor, uno de los más grandes de la ciencia-ficción y, con seguridad, el mayor divulgador de la historia.
En el índice de traducción de la UNESCO, Asimov se sitúa como el vigésimo tercer autor más traducido del mundo, entre Jack London y Tolstoi. Por encima de él sólo aparecen dos nombres que nada tienen que ver con la ficción: Lenin y Juan Pablo II, ambos vinculados exclusivamente a ensayos de carácter moral y político. Asimov, por su parte, publicó libros de casi todas las temáticas. De hecho, de las diez clases que conforman el sistema Dewey de clasificación bibliotecaria, tan sólo el nivel 100, correspondiente a la filosofía y la psicología, carece de obras de nuestro autor.
La trayectoria de Asimov, doctor en bioquímica por la Universidad de Columbia, fue prolija como escritor y humanista. El norteamericano de adopción consiguió el éxito a través de sus obras de ciencia-ficción, donde comparte panteón con Arthur C. Clarke y Robert A. Heinlein como uno de los pilares de la edad dorada del género. A pesar de ello, la mayor parte de su producción literaria nada tiene que ver con la ficción. El autor de Fundación y Yo, robot, por citar dos de sus obras más conocidas, publicó ensayos sobre prácticamente todo, desde la Biblia a William Shakespeare, pasando por una grandiosa serie de libros históricos, más de 70 tratados sobre astronomía, y una miríada de ensayos científico-divulgativos.
“Creo yo que al llegar la hora de morir habría cierto placer en pensar que uno empleó bien su vida, que aprendió todo que pudo, que recogió todo lo que pudo del universo y lo disfrutó”, contó en 1988 al periodista Bill Moyers en la PBS estadounidense.
Tanta era su pasión por aprender y transmitir conocimiento que, desde que publicó por primera vez en 1950, Asimov tardó 19 años en llegar al centenar de libros, diez años más en llegar a los 200, cinco en alcanzar 300 y en sus últimos ocho años de vida superó los 500. El humanista de las patillas, el hombre que nunca aprendió a nadar ni a montar en bicicleta, dedicaba ocho horas al día, siete días a la semana, a juntar palabras sobre un teclado. Escribir era lo único que le hacía totalmente feliz y, como él bromeaba, “cuando te pagan por hacer algo que te hace feliz, puedes llegar a hacer muchísimo”.
Su imaginación desbordante y su espíritu inquieto, que le llevaron a empezar a enviar relatos a revistas durante su adolescencia, le trasladaron en su madurez a las enciclopedias. El doctor en bioquímica colaboró con la enciclopedia Británica y la Americana, con Grolier, y con la World Book (y llegó a componer una magna, divulgativa y amena Enciclopedia Biográfica de la Ciencia y la Tecnología en cuatro tomos [1964- 1972], desgraciadamente descatalogada en castellano). Asimov escribió para ellas sobre los campos en los que mejor se movía, los relacionados con la física, la química y la astronomía, pero bien hubiera podido hacerlo explicando los significados de «robótica», «psicohistoria» o «positrónico», términos que él mismo acuñó.
Aunque fuera un ratón de biblioteca, claustrofílico y nulo para las actividades físicas, su imagen salvaje y extravagante ignoraba los rasgos severos. A Asimov le afloraba con facilidad la sonrisa y siempre que podía recurría a la metáfora y al humor para abordar cualquier explicación. Tanto es así, que llegó a publicar libros satíricos e incluso recopilaciones de chistes y anécdotas de todo tipo en las que a menudo mencionaba a otros escritores y amigos. Una de las historias más famosas es la del Tratado de Park Avenue, que firma junto a Arthur C. Clarke. Los dos novelistas acordaron, mientras viajaban en un taxi por Nueva York, que siempre que les preguntaran por su autor favorito, Asimov tendría que poner a Clarke como el mejor autor de ciencia-ficción, mientras que Clarke debería decir que Asimov era el mejor escritor científico, reservándose ambos el segundo lugar para sí mismos. Así se entiende la dedicatoria de Report on planet three (1972) de Clarke, que reza: “el segundo mejor escritor científico le dedica este libro al segundo mejor autor de ciencia ficción”.
También buscaba el chascarrillo para hablar de asuntos serios, como la liberación de la mujer, un tema del que fue un firme defensor desde joven y que consideraba capital para controlar la superpoblación, una de sus mayores preocupaciones.
“La dignidad va a desaparecer totalmente en un mundo superpoblado”, decía a Moyers. “Me gustaría aplicar lo que llamo mi metáfora del cuarto de baño. Si dos personas viven en un apartamento y hay dos baños, entonces ambos tienen plena libertad de ir al baño. En tales condiciones, todo el mundo cree en la libertad del baño y ese derecho figura en la Constitución. Pero si usted tiene veinte personas en esa misma casa y los mismos dos baños de antes, no importa la medida en que cada persona crea en la libertad del baño, de todas formas esa libertad no existirá en absoluto. Al arrojar más gente al mundo, el valor de cada vida humana no sólo declina, sino que termina por desaparecer. No importa que alguien muera. Cuanta más gente hay, menos importa el individuo. Insisto en que no debemos seguir educando a las mujeres para que se conviertan en máquinas de producir bebés.”
Divulgador de conocimiento por encima de todo, Asimov fue un hombre políticamente comprometido, si no a través de un partido, sí mediante el diálogo y el intercambio de ideas. El único candidato al que apoyó públicamente fue a George McGovern, que perdió catastróficamente en las elecciones de 1972 frente a Richard Nixon. La animadversión que el maestro de la ciencia-ficción sentía hacia Nixon era comparable a la fiereza con la que le atacaba, en la misma época, el fundador del periodismo gonzo Hunter S. Thompson. Asimov se alineó, como no podía ser de otra manera, en contra de la guerra de Vietnam y se mostró visiblemente contrariado cuando el expresidente salió impune después del escándalo del Watergate.
A pesar de sus orígenes judíos, nunca simpatizó con el estado de Israel, del que llegó a decir que sería “otro gueto, rodeado de decenas de millones de musulmanes que nunca perdonarían, nunca olvidarían y nunca se marcharían”. Se mostró en contra de los estados-nación y, por ello, consideró el sionismo como una molestia para el mundo. Asimov luchaba contra todo lo que le recordara al fanatismo y la intolerancia. No fue un hombre religioso: comenzó describiéndose como ateo pero, con el paso de los años, cambió esa etiqueta por la de humanista. Lo que a él le preocupaba era el conocimiento científico y a esa causa se entregaba por encima de todo.
“La ciencia no se encarga de suministrar la verdad absoluta”, explicaba en la misma entrevista con Moyers. “La ciencia es un mecanismo, una manera de tratar de perfeccionar nuestro conocimiento de la naturaleza. Este mecanismo se basa en la verificación experimental. Eso es lo que le atrae a la gente de ciencia: que hay una forma de establecer que lo que saben acerca del universo es cierto o, al menos, tan cierto como es posible hoy en día.”
Su pasión por la ciencia, la astronomía y las matemáticas le llevó incluso a propugnar una reforma del calendario, que convirtiera el almanaque en un constructo más racional de cuatro estaciones con 13 semanas cada una.
Asimov, ideal adaptado del hombre renacentista, bebió de muchísimas fuentes y ayudó a levantar muchas más. Paul Krugman, Premio Nobel de Economía en 2008, le cita como una de sus mayores influencias, y numerosos científicos y novelistas subrayan sus sagas del Ciclo de Trántor o ensayos como El electrón es zurdo, de1972 (título original, y homenaje evidente, The Left Hand of the Electron), entre sus libros de cabecera. Sus encuentros con Carl Sagan, el otro gran divulgador del siglo XX, son obras maestras.
Resulta sencillísimo, o quizá muy complicado, escribir sobre Asimov, porque publicó, entre sus centenares de obras, varias autobiografías. La mejor para acercarse a la figura del buen Doctor es Yo, Asimov (1994), publicada en español por Ediciones B y tristemente descatalogada. Asomarse a ella es compartir con él lo que siempre defendió en vida: “la alegría de aprender”.