La dedicatoria de Entre extraños arranca una fugaz sonrisa: “Para todas las bibliotecas del mundo, y para los bibliotecarios que las atienden día a día, prestando libros a la gente”. Una verdadera declaración de amor por parte de su autora, Jo Walton (Aberdare; Gales del Sur, 1964), que destapa una insaciable y compulsiva pasión por los libros y la lectura, los dos temas principales –y casi podría decirse únicos- de la novela.

Entre extraños es un compendio nada sistemático y muy categórico de libros antes que un manual de lectura: no hay una orientación, ni un deseo de dirigir, de sugerir, de explicar el acto de leer. Hay tan sólo volúmenes mencionados arbitrariamente, según las apetencias de la escritora y de su alter ego Morwenna, “Mori”, la protagonista. Dichos volúmenes, más de 150, son en su mayoría títulos de ciencia-ficción, si bien hay escasas incursiones en la literatura más clásica (menciones explícitas a la obra de Platón y a La Eneida de Virgilio) o en el ensayo (El Manifiesto comunista o El electrón es zurdo), con las que se intenta disimular un poco y naturalizar aquella recomendación –en charlas virtuales- de “leer muchas cosas diferentes” con la que Walton anima a su público. Lo que al principio resulta una idea entrañable, un libro sobre libros, acaba disgustando al cabo de pocas páginas, quizás porque Morwenna, al margen de ser una repipi insufrible, es sobre todo un personaje increíble, exagerado, que no tarda en reconocerse como una pura idealización de la Walton adolescente (es decir, de lo que seguramente ésta hubiese querido ser), extremo no negado por la escritora en varias entrevistas.

La novela está excesivamente lastrada por las obsesiones de su autora. Walton suele despachar los libros que menciona en unas escasas líneas de opinión bastante tajante; generalmente, estos o son “brillantes” o “apestan” o son “raros”. Son opiniones de una mujer de cuarenta y tantos años puestas en boca de una adolescente de quince. De ahí que resulte tan falaz y tan poco creíble la protagonista Mori: en el tedioso diario que escribe,  se hace demasiado énfasis en el tiempo pasado en bibliotecas, en librerías, y se resalta, sobre cualquier otro acontecimiento de su aburrida vida, las excelencias del préstamo interbibliotecario y del imposible club de ciencia-ficción de un microscópico pueblo inglés.

Su casi inhumana capacidad para leer y por supuesto para establecer interconexiones o comprender con gran lucidez los dilemas más espinosos de todo libro, hace que Morwenna se aleje irremediablemente del lector, con o sin bagaje. El primero se sentirá apabullado; el segundo hastiado, máxime si no dispone de acceso a la gran mayoría de títulos referidos. Un factor que, por desgracia, puede resultar muy factible en mercados editoriales distintos al anglosajón. Naturalmente, la lista que ofrece Morwenna/Walton de libros de género es exclusivamente anglosajona, no se plantea suponer que exista vida más allá del inglés: defecto este más de forma que de fondo y que acaba “guetificando” el género en la lengua de H. G. Wells. Lo que le sale a Walton por lo tanto,  sin afán exhaustivo pero muy metódicamente, es su canon fantacientífico, a base de ajustar cuentas o distribuir alabanzas.

Entre extraños (premios Hugo en 2011, Nebula o “Robert Holdstock”, otorgado por la Asociación Británica de Ciencia-Ficción, ambos de 2012) no posee esa agradable estupefacción que deja la fantasía “lenta”, al estilo Tamsin, de Peter S. Beagle, o Los hechos de la vida, de Graham Joyce, en la que lo fantástico se insinúa cuando menos esperanzas hay ya de hallarlo, para mostrarse y finalmente terminar por desarrollarse en (por lo general) dramáticas y funestas consecuencias. El ritmo pausado es herramienta y artificio: impone unas reglas al lector que éste debe observar desde el inicio, a cambio de las cuales luego será “gratificado” por el argumento. Aquí no pasa esto: Morwenna nos dice que la magia existe, que es neutral, que depende de las personas que la practican, pero no nos describe nada sobre ella, no nos da pistas que permitan sumergirse en ese mundo de hadas y de hechizos puntuales. La magia resulta así una razón para el aturdimiento y el desconcierto del lector; como pasa con todos los argumentos de autoridad, debemos de creer en ella por una simple cuestión de fe. Que la protagonista vea hadas, y que éstas le susurren hechizos, la inicien a la magia o la prevengan del peligro, no es determinante, ni siquiera tiene seria repercusión en la trama (ya no digamos en el calado que pueda tener en quien lea), aunque lo intente, sobre todo en su precipitado final.  Sí lo es, en estas páginas, que Tolkien viese hadas o que la magia descrita en sus libros no haya sido superada todavía (Ursula K. Le Guin y sus libros de Terramar mediante). A Walton le sale el peor tic del crítico, faceta que no le es desconocida por ejercerla en la página tor.com (lugar de discusión y de encuentro además de punto de venta y distribución, al estilo de Bibliópolis Fantástica o Cyberdark): el de exponer sin razones ni argumentos. Al estar cegada por este defecto, no se da cuenta de que la historia que plantea queda totalmente supeditada a su «talibanismo» bibliófilo, ninguneada, irrisoria, intrascendente.

Morwenna Markova, a veces Phelps, tiene 15 años cuando es obligada a desplazarse de su Gales natal, en la que tiene un estrecho vínculo con las hadas (a las que ha bautizado con nombres de El Señor de los Anillos), a Inglaterra. Un accidente la dejó coja y mató a su hermana gemela, Morgana; sólo ella sabe que su actual desgracia se debió a un encontronazo mágico con su madre, una loca a la que Morwenna cree bruja peligrosa, en el que ambas hermanas lograron evitar que controlara poderosas fuerzas oscuras. O eso parece: Morwenna no quiere hablarnos mucho de ello y, por lo que parece, Walton tampoco. En Inglaterra, la chica irá a parar a casa de sus tres tías (una suerte de Moiras a las que también considera brujas) y de su padre Daniel quien, cómo no, posee una biblioteca gigantesca y tiene una nutrida conversación bibliófila. En el internado femenino al que irá a parar, sublimación del elitista y sectario sistema de clases británico, Mori se sentirá inadaptada socialmente, pero se hará socia de unas cuantas bibliotecas,  leerá unos ocho libros semanales, se paseará por todas las librerías del pueblo, encontrará todos los volúmenes que busque y logrará que el guapote se enamore de ella. Guapote al que no le gusta Heinlein pero que es un enamorado de Roger Zelazny. En resumen, y por emplear una frase de la muchacha, “es cierto que existen algunas cosas terribles en el mundo, pero también hay algunos grandes libros” (página 61).

Jo Walton desliza, entre mucho diálogo poco cuidado (recordemos que su mente está pronta a caer en una inminente disquisición de tertulia literaria, que es cuando las conversaciones salidas de su pluma ya se animan), alguna reflexión interesante, plenamente vigente y con la que alguno podría darse por aludido: “No está bien que las bibliotecas tengan un presupuesto limitado [nulo en el caso de España]. Podrían coger el dinero destinado a la construcción de bombas atómicas para matar a todos los rusos del mundo y destinarlo a las bibliotecas […] Alguien tiene las prioridades equivocadas” (página 292). Así es esta novela, llena de buenas intenciones feministas, ecologistas y literarias, empañadas por la monomanía obsesiva de una escritora que desaprovecha totalmente las potencialidades del escenario mitológico de su Gales originario en mor de una defensa a ultranza de una ciencia-ficción en inglés, no siempre centrada, como bien lamentó Stanislaw Lem, de quien no hay ni rastro en este libro, en preocupaciones de primer orden sobre el progreso humano.

Un último inciso sobre más cosas sin importancia: la traducción de Francisco García Lorenzana, exeditor de Minotauro y actualmente director del sello de literatura fantástica de RBA, es muy salvable, quitando algún desliz en la edición del libro. Por desgracia, no puede decirse lo mismo de la desafortunada portada de Alejandro Colucci, en su habitual línea estilosa, que peca de un hiperrealismo imposible esta vez: su Morwenna está de muy buen ver, sin duda, pero no es la Morwenna de Walton, una feúcha muchacha de pelo corto que emplea bastón por su cojera en una pierna. Paradoja que acrecienta el recorte del dibujo original durante la maquetación (se ve muy bien cómo la señorita de la ilustración, en ningún caso una quinceañera, puede valerse por sí misma sin apoyo). Nada grave cuando lo realmente relevante es dilucidar por qué Robert Heinlein fracasó como autor de fantasía.