Cuarto número de la serie Las ciudades oscuras, proyecto iniciado junto al guionista Benoît Peeters y la editorial Casterman allá por 1983 y concluido en 2008[1], y sin duda una de las grandes aportaciones al cómic franco-belga, La torre (1987, reedición de Norma Editorial en 2015) es un álbum misterioso, en el que de la trama se precisa lo justo y necesario y del que destaca el espectacular dibujo de François Schuiten (Bruselas 1956): meticuloso, obsesivo, con inspiraciones claras en Piranesi[2], lo cual favorece el vértigo, el desamparo del ciclópeo escenario y, cómo no, su sublimidad. Con todo, no es el Schuiten de años posteriores, y aún puede apreciarse un gesto forzado en algunos casos, un esfuerzo a veces demasiado pretencioso y carencia de facilidad.

La historia cuenta el viaje emprendido por Giovanni Battista, mantenedor de uno de los sectores de una gigantesca edificación, presuntamente una torre, aunque su forma completa nunca es vista salvo en reproducciones. Aquí tenemos el primer factor: una arquitectura que preside el desarrollo, el destino y desde luego el escenario de las vicisitudes narradas, y sin embargo el lector la puede sólo concebir mediante fragmentos, recortes y detalles, lo cual plantea una correlación estructural entre el contenido argumental y el continente del marco de su representación. No sólo se obtiene así un aprovechamiento muy interesante del sistema elíptico de las viñetas del lenguaje cómic, sino que lo inabarcable de esa entidad –la misteriosa torre- es justificado por el conocimiento empírico del propio protagonista, ya que la narración se realiza en estricta primera persona.

De hecho, los dos primeros capítulos son sin duda los realmente conseguidos; aquellos en los que Giovanni, solitario en su sombrío sector de la descomunal construcción, emprende trabajos de reparación, efectúa rondas, sigue una parca dieta y se lamenta una y otra vez de la impuntualidad del inspector, quien debería llegar a examinar su trabajo y abastecerle de materiales y víveres. Pero el inspector nunca aparece y, visitando a otros mantenedores a cargo de otros distritos, descubrirá que dicha espera es compartida (en algunos casos, hasta la muerte).

Es la razón que llevará al Giovanni a intentar buscar personalmente a algún responsable, por lo que, hallando el camino intransitable a pie, fabricará una suerte de parapente para deslizarse hacia alguna plataforma inferior donde encontrar algún núcleo habitado. Y aquí está un segundo factor: los desplazamientos de los personajes a lo largo del inmenso edificio se llevan a cabo siempre por la cara exterior del mismo, nunca penetrarán más de lo necesario en el volumen de piedra, y realizarán vertiginosos equilibrismos por repisas y cornisas y arruinadas escaleras suspendidas sobre el vacío. De este modo, la forma de la torre siempre se intuye y nunca se olvida que de una torre se trata, pues introducirse en ella equivaldría a limitar el discurso gráfico a salas, túneles y pasillos, mientras que lo que interesa mantener es la oposición entre vacío exterior –caída libre, mundo de muerte- y solidez del refugio, aunque impenetrable. Habitando sólo su superficie, colocará a los humanos en el eje entre esas dos esferas de imposibilidad, como una hormigueante multitud que pulula cubriendo los sillares y las pasarelas sin conseguir nunca penetrar (fecundar).

Cómo, si es que lo consigue, llega hasta otras zonas de la torre, el proceso de aprendizaje de sus secretos, y el desenlace no van a ser desvelados en este artículo. Baste decir que un papel fundamental en el conocimiento que se hace de esta arquitectura lo desempeñan unos lienzos, única parte en color que destaca del blanco y negro del resto del cómic; cuadros de un poder taumatúrgico y consolatorio para quienes los consultan, reliquias de un tiempo remoto, algunos de ellos hacen alusiones al aspecto exterior de la torre, si bien, como se avisa, no son más que especulaciones. Uno de ellos, finalmente, aproximará un retrato más fidedigno, de clara inspiración en el cuadro de Brueghel, La Torre de Babel (1563).

La torre es la de Babel, la que el rey de Babilonia Nimrod, según el Génesis mandó levantar movido por el afán, el honorable afán, de llegar hasta el Creador. Producto de la alianza entre los hombres, la Torre de Babel se concibe como el esfuerzo aunado, empleando medios frágiles, lentos, costosos, vidas, si cabe, para erigir una obra descomunal de laboriosa posibilidad[3]. Porque es la posibilidad de llegar hasta Dios lo que motiva el freno y la censura –y la destrucción- bajo el pretexto de castigo a la soberbia; el miedo que experimentó Dios a contactar con el hombre su criatura. El Bab-ilani, la puerta de los dioses, era el lugar, el axis mundi donde las divinidades descendían a la tierra; por lo que «al escalar», como hará Giovanni, «se acerca el centro del mundo, y, en la azotea superior, realiza una ruptura de nivel, transcendiendo el espacio profano […] y penetrando en una “región pura”»[4].

He aquí el tercer factor; el desplazamiento de Giovanni a lo largo de sus aventuras sigue un itinerario de gráfica quebrada, descendiendo primero un par de niveles, ascendiendo más tarde y volviendo a bajar. Mientras que el movimiento ascendente es siempre dificultoso y fruto de un esfuerzo mecánico, en equilibrio constante y en constante calibración de las fuerzas, es decir, una labor tectónica, de resistencia y arquitectura, el movimiento descendente se desarrolla siempre con un abandono casi total de la actividad, con una abdicación ante la resistencia y un dulce deslizamiento que poco más o menos es caída libre, es decir, una labor de pasividad y negación en oposición de la verticalidad. Estos dos tipos de movimiento coinciden, el primero con un viaje infructuoso, hostil y desconcertante; el segundo con la consecución de resultados, llegada a los destinos, respuestas. Pero ambos sentidos son imprescindibles, y se deberá bajar, para subir, y sobre todo subir para bajar[5].

Pues bien, estos tres factores considerados conjuntamente nos dan un escenario –un universo- que, al fragmentarse (en viñetas), resulta homogéneo, y si además añadimos el estado ruinoso al que lo han abandonado los responsables e ingenieros, estaremos ante una seriación de escenarios repletos de escombros, cuyas funciones hace tiempo se han olvidado, cuyas riquezas yacen polvorientas en pavimentos sembrados, entre otros despojos, de cadáveres. El amontonamiento, los residuos apilados convierten la torre en un lugar inseguro, precario y amenazante, ajeno para el habitante quien, viviendo ese su extrañamiento, debe ocupar la piel de dicha torre, a la vez superficial inquilino, como las golondrinas en sus nidos, a la vez corpúsculo parasitario, como si la mole de piedra ejerciera una sorda presión que impulsara al ser humano a precipitarse muros abajo.

 

De este modo, la construcción, en su violenta verticalidad, es impracticable y la recompensa es la muerte; por el contrario, el camino inverso, hacia abajo, pero interior, nunca en superficie, conduce (en principio) a la consecución de la felicidad. ¿Qué nos dice todo esto? Se establece un sistema, en el cual el ser humano se coloca como mediador, no sólo entre interior y exterior, entre etéreo y sólido, arriba y abajo, también como accionamiento del mecanismo, abriendo el camino, hendiendo el cielo hacia arriba, adentrándose en la densidad hacia abajo. Y la asimilación descenso-interioridad-facilidad admitiría un camino practicable, un atajo, para obtener conocimiento, para, si nos atenemos al desarrollo del cómic, regresar a un estado previo en el que la cooperación hizo posible la construcción de la torre.

Estoy hablando de aquella cooperación previa a la caída cuando aún no había distinciones lingüísticas, antes del momento en el que «[l]os idiomas quedaron separados unos de otros, y resultaron incompatibles sólo en la medida en que se borró de inmediato esta semejanza a las cosas que habían sido la primera razón de ser del lenguaje»[6]. Lenguaje original que era más cercano a Dios de cualquiera de los posteriores al castigo, sólo el hebreo conservaría aún la memoria de la primera denominación divina sobre las cosas, que habría permitido una dialéctica con Dios; si todavía existe ese tipo de función en el lenguaje, de designación absoluta, de total imbricación de las palabras y las cosas, no reside ya «en las palabras mismas» de cada idioma, «sino más bien en la existencia misma del lenguaje, en su relación total con la totalidad del mundo»[7].

Ese ser humano-mediador es un ser humano-signo, un ser-lenguaje, que articula la relación de Dios con su criatura, que es móvil y se estructura en dos movimientos, el ascendente de la esencia y la traducción, el descendente de la comunicación y la traducibilidad: es decir, bajando se penetra en la comunidad última, hacia la lámina primordial que nos define como especie, hacia un intercambio claro y preciso entre los hombres que fue en un principio lo que permitió levantar la torre. Con la intervención divina, la distinción entre las varias lenguas hace que sólo en una instancia más profunda exista (renazca) la unión de los hombres: es en el contraste arriba-abajo, fuera-dentro, luz-oscuridad, «el contraste entre lo expresado y lo expresable con lo inexpresable y lo inexpresado. En el análisis de este contraste se atisba, en la perspectiva de lo inexpresable, asimismo el ser espiritual último»[8].

 El paso de un eje a otro, de una especialidad a otra es una tarea de traducción, pero no para saltar de un idioma a otro, sino para colocar en el mismo plano dos universos hasta hacerlos compenetrables. «Lengua significa, en este contexto, el principio vuelto hacia la comunicación de contenidos espirituales en los objetos en cuestión: en la técnica, en el arte […]»[9]. Esos contenidos son los que transmiten los cuadros mágicos, que apelan a una unión (de nuevo) entre los hombres -¿entre los trabajadores?; y es lo que transmite la esfera armilar que Schuiten diseñó en 2005 para la cúspide de la torre de la casa de Julio Verne en Amiens[10], un remate para el camino que, en su pretendido ascender hacia Dios, conduce, de nuevo, al hombre, al arte y su ciencia.

NOTAS:

   [1]  Web oficial: www.urbicande.be.

   [2]  A propósito de Piranesi, perfectamente aplicable a este Schuiten, dirá Mario Praz: «[…] la vegetación asalta los muros, los muros asaltan el cielo, y los hombres, minúsculos gusanos a la sombra de esas moles, las pueblas precisamente como gusanos que se alimentan del cadáver de un animal» (Praz, M.: Gusto neoclásico, Florencia, 1949).

   [3]  «Las fuerzas naturales nos son otorgadas por medios naturales; las fuerzas celestes provienen de medios abstractos, matemáticos, celestes» (Agrippa de Nettesheim, De oculta philosophia, 1510), en Roob, A.: Alquimia y mística, Taschen, Colonia, trad. cast. de C. Caramés, p. 284.

   [4]  Eliade, M.: El mito del eterno retorno, Alianza, Madrid, 2008, trad. cast. de R. Anaya, p. 23.

   [5]  «Todo está unido a todo hasta el extremo inferior de los eslabones de la cadena, y la esencia verdadera de Dios está, a la vez, arriba y abajo» (Zohar), en Roob, 276.

   [6]  Foucault, M.: Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, traducción al castellano de E. C. Frost, Siglo XXI, Buenos Aires, 1989, p. 44.

   [7]  Ibíd., 45.

   [8]  Benjamin, W.: «Sulla lingua in generale e sulla lingua dell’uomo», trad. it. de R. Solmi, en Angelus Novus. Saggi e frammenti, Einaudi, Turín, 1995, p. 59.

   [9]  Ibíd., 53.

   [10]  www.richesses-en-somme.com/patrimoine-insolite/amiens-insolite/.