«Es paradójico que andemos por el universo buscando con quién compartirlo y que cuando lo encontramos no podamos comunicarnos… Paradójico y triste.» (Miguelanxo Prado, Fragmentos de la enciclopedia délfica)

Ningún autor español ha cautivado tanto al jurado del Festival de Angulema como lo hizo en la década de los noventa Miguelanxo Prado (A Coruña, 1958). En el lapso de tres años, el artista gallego se llevó dos premios Alph-Art al mejor álbum extranjero: en 1991 con su adaptación de Manuel Montano y en 1994 gracias al inquietante Trazo de tiza.

Atraído por los grandes nombres de la pintura y tras unos años de estudios de arquitectura, Prado llegó al mundo de la historieta con más curiosidad que devoción. Al adentrarse tarde en los cómics, el autor gallego tuvo una cierta carencia de referentes que sorprendentemente obró en su favor. A sus 25 años, cuando se lanzó a publicar su primer álbum, Miguelanxo Prado no sentía una especial reverencia hacia ningún autor, no tenía ídolos a los que buscaba desesperadamente imitar y tampoco tenía miedo. Era un historietista virgen, con un don que ya había empezado a explotar en sus exposiciones como pintor y un amor por la ciencia-ficción europea que le mantenía enfrascado entre los relatos de Arthur C. Clarke, Stanislaw Lem y George Orwell.

Quizá por esto, cuando se acercó a Josep Toutain, el sheriff de los tebeos en la España de los ochenta, le fue sencillo jugar la carta de la ciencia-ficción. Prado llegó con tres ideas a su reunión con el editor y la que salió adelante fue Fragmentos de la enciclopedia galáctica, una ambiciosa historia de la humanidad en 10.000 años de evolución y expansión espacial. Reeditado por Norma Editorial hace algo más de una década, la ópera prima de Miguelanxo Prado combina sus tres referentes europeos con Isaac Asimov y Frank Herbert, tiene una destilación de H. G. Wells y una pátina del más fantástico Moebius.

Enfrentado al folio en blanco, el dibujante escribió: «el hombre, pese a sus terribles y constantes errores y su ceguera autodestructiva, continúa su evolución, a la vez que se expande por el cosmos». De esta frase nació una docena de capítulos autoconclusivos que abarca desde la era Atómica en 1945 hasta la era Délfica en torno al año 10.000. Entre tanto, el hombre pasa por la era Solar, en la que se establece en los cuerpos celestes más cercanos a la Tierra y abandona el centralismo del planeta madre; la Paleocósmica, de exploración espacial, evolución genética e involución política; la Mesocósmica, con lucha de clases y razas, y experimentación con la individualidad; y la Neocósmica, o de contacto con otros seres inteligentes, ampliación de la conciencia y abandono de las raíces.

Miguelanxo Prado presenta en este tomo, que fue originalmente publicado en la extinta revista 1984, una revisión inteligente de la sociedad platónica, y la somete a una continua lucha de clases, al aburguesamiento y decadencia de sus dirigentes, y a la invasión o la conquista cultural. En la nueva sociedad de Fragmentos de la enciclopedia délfica, los hombres toman el papel de reyes-filósofos e incluso coquetean con su deificación; los androides representan a los soldados, fuertes, fieles y vigilantes; y los monos-productores, a los que el hombre dota de inteligencia, son a la vez mano de obra y carne de cañón, clase oprimida, revolucionaria, motor del cambio y protagonista último de la historia. “¿Para qué nos has dado la inteligencia?”, inquiere un simio a un humano, “¿para que sintamos la amargura de saber que somos tus esclavos?… ¿Para eso?”

La República de Platón no es el único toque de clasicismo que se concede el autor. El propio nombre de la obra, del que en un momento nos puede distraer la portada de un mono junto a varios delfines, es un bromista homenaje al oráculo de Apolo y augura, al mismo tiempo, un deje profético  en la historia.

¿Pero cómo enfrentarse a 10.000 años de legado en 92 páginas? Prado decide hacerlo a través de historias cerradas de individuos que funcionan como pequeños bocados de un gran banquete. En un anexo publicado en la reedición, él mismo confiesa: “para abarcar más de diez mil años de hipotético futuro del hombre en casi cien páginas había que ser o un expertísimo narrador o un inconsciente: yo fui lo segundo”. Si bien es cierto que el dibujante gallego no tenía experiencia cuando se lanzó a ensamblar el guión de su ópera prima, lo que no se puede negar es que eligió el maestro y la fórmula más adecuada para vincular sus historias. Tomando como ejemplo la Enciclopedia Galáctica que Asimov utiliza en Fundación, Miguelanxo Prado comienza todos los capítulos con una entrada del compendio de las memorias humanas.

Miguelanxo Prado no fue el primer autor en español al que Angulema rindió homenaje y seguro que no será el último. Antes de su éxito, el gran salón francés del cómic se inclinó ante Julio Ribera, el pionero de El vagabundo de los limbos, aplaudió a los argentinos José Antonio Muñoz y Carlos Sampayo, y celebró el Paracuellos de Carlos Giménez.

Los que conozcan a Prado por Tangencias, Manuel Montano o Trazo de tiza se sorprenderán ante la ausencia de sus gamas de color tan características en Fragmentos de la enciclopedia délfica, pero no deberían dejar que eso les coartara en el momento de acercarse a esta obra. Miguelanxo Prado ya era tan especial, delicado e inclasificable en su ópera prima como lo es ahora y, además, tenía el descaro, la inocencia y la ambición del autor joven que cree que su primer trabajo va a ser el definitivo.