“Sólo obsérvala y verás. La vieja está poseída por el Diablo y ya es un fantasma” (El viajero a la pequeña Jolliffe en El fantasma de la señora Crowl, Joseph Sheridan Le Fanu)
Joseph Sheridan Le Fanu (1814- 1873) “fue uno de los mejores cuentistas del siglo XIX” y, sobre todo, un “excelente autor de cuentos de fantasmas”. Así definió al escritor irlandés toda una autoridad en materia de espectros, el que fuera insigne medievalista, latinista y rector de Eton Montague Rhodes James, M. R. James para la historia de la literatura. “Nadie pinta la escena mejor que él, nadie presenta el detalle certero con mayor detalle”, llegó a escribir sobre su maestro y referente.
M. R. James sabía muy bien lo que se decía. Fue el principal artífice de que la memoria de Le Fanu no se agotase: en 1953, con motivo de los cincuenta años de la muerte del escritor dublinés preparó una antología con sus mejores cuentos. En ella afirmaba que Le Fanu era “mejor que (Edgar Allan) Poe” (Rafael Llopis, en su Historia natural de los cuentos de miedo asegurará también algo parecido, al otorgarle la paternidad de las ghosts stories al irlandés y no al estadounidense). En dicha antología se incluyó El fantasma de la señora Crowl, un relato mayúsculo, el más conocido, y seguramente el más sobresaliente, de todos los que escribió su autor.
Aparecido por primera vez en una revista irlandesa en 1871, El fantasma de la señora Crowl cumple a la perfección la máxima que M. R. James aplicaba al buen cuento de fantasmas: “[…] Debe transcurrir en un marco familiar y contemporáneo que lo acerque a la esfera de las experiencias del lector […] (y debe contar con) una atmósfera y un crescendo hábilmente logrado”. Este relato ha influido tan poderosamente en el cine, y por tanto en nuestra cultura popular, como para considerar cercanos los acontecimientos narrados en él. Asimismo, su “atmósfera y su crescendo” han sido imitados numerosas veces en la literatura.
¿Es tan importante Le Fanu como dicen James y Llopis? Pues lo es tanto, y más. Para Llopis, fue “el primero en rechazar el burdo aparato del terror romántico” y, lo que es más crucial, “fue el creador del cuento de miedo realista”. “Un hombre original y extraño (que) escribió cuentos fantásticos (en la doble acepción del término) nacidos de su imaginación en soledad”. Porque Le Fanu, el pionero de la literatura de vampiros (Carmilla) que sirvió de ejemplo para Bram Stoker, el anticipador de los cuentos de “detectives de lo oculto” (suyo es el fisiólogo alemán Martin Hesselius, “abuelo” de Thomas Carnacki o de John Silence), fue un hombre solitario desde que enviudase en 1858. A partir de entonces, se refugió en sus libros (de Swedenborg, de Carus), negándose a mantener toda clase de contacto con sus semejantes, incluso, y a diferencia del también misántropo Lovecraft, con su círculo más íntimo. Se convirtió en “el príncipe invisible” y gozó de una reputación literaria -muy merecida- a la que fue ajeno.
Joseph Sheridan Le Fanu, periodista, familiar de poetas, de actores, detestaba ser tomado por un autor de terror. Pero es que es justamente lo que era. Pocos cuentos causan tanta congoja, tanto pavor, como las pesadillas soñadas por este irlandés atormentado. Y pocos, muy pocos, continúan aún provocando los sudores fríos experimentados en El fantasma de la señora Crowl, un cuento que se inicia con el recurso de la narración contada alrededor de una lumbre y que prosigue, de manera harto natural y con una estructura muy simple, por un camino retorcido que confluye en un escabroso e impactante final. Un cuento de poco más de veinte páginas que es un prodigio de la angustia.
Sentada ante el calor de un fuego, Miss Jolliffe rememora “todos los detalles de la primera vez que debió ocuparse de una mujer que iba a morir… Y del fantasma que vio allí”. La pequeña Jolliffe, de trece años recién cumplidos, se traslada a Applewale House para cuidar de una anciana nonagenaria enferma, la señora Crowl. En la inmensa y apartada mansión, “en blanco y negro” y poblada de ventanas cerradas a cal y canto, trabaja como ama de llaves su tía, la introvertida señora Shutters, que introduce a la muchacha en los entresijos de su nueva ocupación: deberá dar de comer y de beber a la propietaria y avisar siempre que algo vaya mal. “Está algo chocha y su memoria flaquea” y es propensa a “hacer locuras”. La joven pronto descubre que su antecesora renunció repentinamente al puesto, y que de un armario sin cerrar, como preparada para cualquier contingencia, pende una larga camisa de fuerza. Ambos descubrimientos serán las dos pistas que conduzcan a la protagonista y al lector a la última gran y truculenta sorpresa, al meollo de la cuestión que diríamos, y a la total y absoluta justificación de este relato.
Le Fanu utiliza el crescendo como nadie. La señora Crowl es sólo una presencia, un rumor, durante la mayor parte del cuento. Se habla de ella con piedad, con sorna incluso, y se quita importancia a sus numerosas excentricidades, que, cuando empiezan a referirse, ponen los pelos como escarpias, gracias a la trabajada atmósfera de opresión y de terror concebida por el autor. La niña pasará a ocupar una habitación colindante con la de la anciana. Su primer contacto con ella será a través de una puerta entreabierta, en la que capta una conversación entre ésta y su tía que parece más bien un soliloquio del ama de llaves. “Al hablar (la señora Crowl) […] emitía un sonido similar al de un pájaro o algún otro animal, aunque había también una especie de balido en aquella voz tan débil”. La señora Crowl tiene algo de inquietante. “Se ha dormido, gracias al Cielo”, le dice de pasada a su sobrina la señora Shutters, poco antes de dejarla sola en la misma planta que la vieja.
La señora Crowl no es normal. Lo comprueba la niña cuando entra por primera vez, impulsada por la curiosidad, en su habitación, increíblemente iluminada por veintidós velas, y presidida por un enorme espejo ante el que pasa las horas contemplándose. Porque “[…] había sido muy hermosa. Amaba la ropa con pasión (y ahora) […], sin duda, todos sus vestidos estaban pasados de moda, eran extravagantes y valían una fortuna”. Jolliffe se asoma al camastro. “puesto que tuve la certeza de que nadie respiraba allí, porque no se producía el menor movimiento en las cortinas”. Y entonces la ve.
Le Fanu describe a su espantajo como si fuera un vampiro: “Allí estaba la anciana, elegantemente vestida con terciopelo, con seda, en escarlata y verde, con satenes color rosa y brocados de oro […] Coronaba su cabeza una gran peluca empolvada, casi tan grande como ella; en su semblante y en su cuello había muchas arrugas, sus mejillas estaban pintadas de rojo y sus cejas […] le conferían una expresión entre orgullosa y enérgica, al igual que sus medias de seda a cuadros y sus zapatos de tacones muy altos. Su nariz, demasiado delgada, estaba algo torcida. Y podía verse lo blanco de sus ojos entreabiertos. Ella solía pasar horas así vestida, haciendo muecas algo exageradas ante el espejo […] Sus manos estaban llenas de pecas, y en mi vida he visto unas uñas tan largas y filosas […]”
“Y en ese preciso instante, vi que ella abría los ojos, se sentaba y giraba […] mirándome sin pestañear con sus ojos vidriosos”…
Y en ese preciso instante, empiezan nuestras pesadillas. Las pesadillas inducidas por un hombre solo, por un hombre atormentado, y por una anciana de ultratumba. Decidme, ¿cómo podemos dejar de temblar ante semejantes espantos?
El mejor cuento de fantasmas que jamás leí
La historia es buena pero esta es la versión resumida