De los muchos placeres que depara la lectura, uno de los más gozosos es disfrutar a Pilar Pedraza (Toledo, España, 1951). Escritora indómita dentro de las letras españolas, Pedraza es una autora personalísima con una declarada afición por lo horroroso. En sus libros, siempre concienzudamente documentados, afloran sus pasiones cinéfilas (ha escrito monografías sobre Fritz Lang, uno de sus cineastas preferidos, Jacques Torneur o Agustí Villaronga) y artísticas. Como historiadora del arte -ocupación que, hasta hace bien poco, mantenía en la Universidad de Valencia-, ha estudiado el cuerpo (sobradamente conocida es su fascinación por la piel), lo tenebroso, lo maldito, y ha hecho a las mujeres partícipes y protagonistas de los más sugerentes ensayos. El más reciente de los cuales, La Venus barbuda y el eslabón perdido (Siruela, 2009), ha servido de claro antecedente – junto a El síndrome de Ambras (Valdemar, 2008)- de su última novela, Lucifer Circus (Valdemar, 2012).
Andaba Pedraza dándole vueltas desde hace tiempo a una historia sobre el circo en la que pudiese plasmar, una vez más, su seducción por los híbridos. A la escritora le vuelven loca, como también las metamorfosis. Hay algo de exótico, de genuino, de subyugante, en los cambiantes, en los mutantes. Algo que atrae poderosamente la atención de la parte monstruosa de su personalidad: “el monstruo soy yo”, suele proclamar con firmeza flaubertiana y demostrarlo en cada uno de sus escritos a través de sus personajes principales, mujeres salvajes, furiosamente sensuales, de gustos exquisitos, refinados, extravagantes. Como Imperatrice, la Erzebeth Bartory de ojos disímiles de La fase del rubí (Tusquets, 1987; Valdemar, 2009), la que tiene por su mejor novela; como lady Florence Losada, la Olalla (ver Robert Louis Stevenson) de El síndrome de Ambras. Como Gemma Montbrió, “Chinita”, la heroína de su último libro.
La principal diferencia de “Chinita” (Circe) respecto de otras «mujeres Pedraza” es la de su precocidad. Gemma sentirá de una manera incipiente el embrujo de lo exótico y de lo siniestro. La novela es la narración, de hecho, de su iniciación en los arcanos, en los misterios, en el descubrimiento de las realidades delirantes que subyacen ocultas a la Razón, a la corrección del pensamiento. Gemma hará pasar por normales, como antes que ella todas sus hermanas de ficción, comportamientos y pensamientos crueles y truculentos. Será como una flor que se abre al mundo sensual, libre de todo erotismo, pero arrebatador, instintivo (animal) y desaforado. “Amo todo desmesuradamente”, vuelve a proclamar Pedraza, y el fuego en la mirada de Gemma Montbrió nos lo confirma ampliamente.
Esta vez, la autora decora su “gabinete privado” (como suele llamar a sus obras) con maravillas humanas extraídas del imaginario de Tod Browning, que enseña a los lectores-visitantes de su circo a través de los ojos de Chinita. ¡Pasen y vean, damas y caballeros, nos dice, al Gran Dinápoli, de nombre real Roger de Montbrió, equilibrista del circo que lleva su apellido, padre de Gemma, empresario imposible (por sus escrúpulos), y hombre de contradicciones poco dado a las efusiones sentimentales! ¡Manténganse en sus asientos ante el número de su mano derecha, el coronel Sokolov, una suerte de Eric Von Stroheim en versión cosaca, “que sólo hablaba eslavo y francés, pero que se entendía perfectamente […] con toda clase de bestias, sobre todo con los caballos […]”, un gigante imponente “con ramalazos […] de inquietud y ternura”! ¡No se pierdan a Johnny Silente (¿John Silence?), el tímido, simpático, luminoso y fuerte ilusionista, o a Jean Christophe Lematin, «Ma Blonde», la ginandra mentalmente algo inestable y fiel al clan de los Montbrió! Y, sobre todo, ¡no dejen pasar la ocasión de conocer a la gran atracción de Lucifer Circus, Ma Tara Kué, «Kreata», la niña pelosa rescatada del monasterio de Borobudur, solitaria, melancólica, mágica!
Pedraza nos guía por galerías de arte; por el Londres, el Madrid, el París de finales del siglo XIX, y por sus recovecos oscuros, prohibidos. Nos adentra, en la apoteosis final, en unas catacumbas parisinas que recuerdan las tramoyas de El fantasma de la Ópera y la lobreguez de los subterráneos de La perra de Alejandría, su novela más osada. Se interna, como si hubiese formado parte de ellas, en el corazón de la teosofía y de las distintas sectas esotéricas que florecen en ese periodo, para describírnoslas con ávida voluptuosidad. Descorre la cortina de las infamias para mostrarnos, a través de un tamiz velado, perversiones y perversidades iluminadas con fieros colores sanguíneos. Diluye, ramifica, divaga la trama, pero en ella queda siempre la titilante llama de lo horroroso, de lo animalesco. De lo grotesco: en la primera parte de la novela, la dedicada a resaltar su animadversión por los zoológicos, brinda un tributo siniestro a La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells.
En Lucifer Circus, el príncipe valaco Arpad Curtea, el semidiós hindú Sikkin Navin Sigh, o la aristócrata teosófica Yelena Blavatskaya (trasunto evidente de la fundadora de esa orden), son parte de «los pequeños espectros» que la novelista saca de su cabeza y con los que «monta fantasmagorías para entretenerse», sin importarla si son del gusto del lector. Pedraza no se casa con nadie en ésta que parece la menos suya de sus novelas. O puede que sea justo lo contrario: casi una enciclopedia que recoja un montón de imágenes, de testimonios vitales, de inquietudes, que llevaban quizás una vida pujando por abrirse camino hacia la superficie. Un juego cabalístico y críptico que, en cualquier caso, continúa manteniendo intactas la capacidad de cautivar y el afán por dibujarnos una aguda mueca (decir sonrisa quizás no sea de su agrado) misteriosa, desconcertante.
Lucifer Circus, en todo el onirismo de sus instantes más sobrecogedores, es, la, por ahora, más fastuosa -y puede que también fatigada- pesadilla de esa fiera indómita que arde de pasión por lo horroroso. Los que, como ella, soñamos intranquilos, esperamos con irrefrenable ansia sus nuevas abominaciones.