Antes de ver la profundidad realmente interesante de Crónicas Marcianas (profundidad que se abisma como se abisman los falsos canales de Marte que son hoces secas de ríos inventados desdela Tierra), hay que decir que a lo largo de los 23 relatos se desarrolla un relato no de ciencia-ficción, sino más bien de distopía poética, o mejor, de descorazonada advertencia retórica. Ray Bradbury, republicano confeso, abre la década de los 50 con una parábola sobre la por entonces muy presente auto-destrucción del ser humano, testigo de sí mismo tras unos desastres, los de Hiroshima y Nagasaki nunca suficientemente condenados por la historia a la misma altura a la que se condenó a la Shoah. En la novela, la Tierra, amenazada como estuvo por una guerra nuclear, sufre un éxodo hacia el planeta vecino, en cuatro expediciones pioneras que habrían inaugurado el camino en 1999, una tras el fracaso de la anterior, desplegándose a partir de las cuales el resto de narraciones con su correspondiente fecha de un futuro que para nosotros es ya pasado.

Los relatos que atestiguan estas etapas del arribo de los primeros colonizadores son los más poderosos, aquellos que obligaron a Borges a dedicarle una intensa y recordada introducción para Minotauro en 1955; las páginas más bellas, más terribles, más desoladoras, aquellas que describen la predicción por parte de los frágiles habitantes del planeta rojo –azul en su arena, para el autor- del peligro aproximándose en cohetes de luz, una predicción telepática, con afinidades incluso, entre desconocidos si bien íntimos sujetos en la cercanía de la distancia extrema. Metáfora de la llegada del europeo a lo que él mismo llamó América, resulta aterrador imaginar una detección psíquica del peligro inminente, por parte de los imperios y no imperios americanos, de una fuerza aniquiladora que se acercaba por mar y que pondría fin a lo conocido: una previsión imposible y que sin embargo fuera irresistible, que forzara a continuar con la propia existencia, no de apurarla, al conocer que habría que vivir esos instantes como el primero al ser precisamente los últimos.

Y si estiramos este pensamiento, cabría encontrar en ese espacio mental, indecible, un preliminar intento de defensa ante el invasor, seduciéndolo, como ocurre en Ylla (enero de 1999), como súplica previa al combate, como encuentro en clave de amor profiláctico a sabiendas de la venidera violencia física. La asimilación, en una empatía forzosa, del otro, del extranjero, –Noche de verano (agosto de 1999)– es casi una labor voluntaria, desesperada, como salvación de lo propio ante una fuerza irresistible que en muy pocas ocasiones pasará del lado nativo –Aunque siga brillando la luna (junio de 2001)-, por lo que la predicción psíquica de la llegada del invasor podría preparar también para la pérdida o sublimación del yo tras el encuentro con el no-yo, que es a la vez la afirmación del conocimiento de la subjetividad.

Subjetividad que el yo encuentra en la aniquilación del otro: lección ya conocida por el ser humano como, oscuro, nos recuerda Bradbury – Las langostas (febrero de 2002)-, pero asimismo es el otro el que la encuentra al ser aniquilado por el yo, fusionándose con él al morir como en una especie de metempsicosis caníbal. Pires Vieira y su relectura de Haroldo de Campos, así como las experiencias táctiles de Clark y Oiticica acuden a la memoria, como supervivencia camuflada de lo propio, de aquello que aún no convertido en antítesis por lo ajeno (de aquello aún no convertido en propio), pero también como interiorización del factor invasor que resulta incorporado en la vida que de todas formas sigue en la tierra «ya descubierta», a la vez que es destruido en tanto que agente letal –La tercera expedición (abril de 2000), cuento que, por cierto, Borges escogió como uno de los más «alarmantes», y la alarma ya se sabe es síntoma anticipado de una reacción futura.

No obstante, estas asimilaciones, al contrario que en la fase del encuentro psíquico, sincero porque reconociente de la parcialidad del mismo, se construyen mediante el simulacro, pues es cierto que no puede hablarse de un antes a la conquista (en Marte y en América) puro y libre de contaminaciones al cual aferrarse en busca de desarrollar la resistencia poscolonial (que no colonial; no pretendo aquí hablar de «sociedades frías» ni «calientes», para no justificar tampoco filoculturalmente una labor de cronología evolutiva con Europa como piedra de toque). Así pues, el producto del mestizaje sufrirá siempre por parte del colonizado, de la víctima, por lo que quizá habría que hablar de recuperar un estadio, no previo al encuentro, incluso no a la invasión, sino contemporáneo al crimen que da nombre al presente. En estas crónicas hay algunos ejemplos de simulacro por parte de los marcianos, vulnerables como el cristal que erige sus ciudades damero, de un simulacro extremo, intentando reproducir un clima íntimo para con el conquistador hasta un punto de extenuación de lo propio que se vuelve una autodestrucción –El marciano (septiembre de 2005).

Poco a poco el planeta Marte comienza a abundar en los humanos a medida que los marcianos se consumen en un colapso silencioso, quedando sus restos aún con la capacidad de ofrecer esparcimiento al destructor bárbaro –Los músicos (abril de 2003)-, perdiéndose incluso los topónimos que son sustituidos por una segunda Tierra (duplicidad que duplica en vida incluso la ficción: La elección de los nombres (2004-2005), o Usher II (abril de 2005). La hibridación es pues obtenida con cierto sacrificio cultural de una de las partes y un sacrificio monumental de la otra, los perdedores: tanto es así que los propios marcianos delegan el control de su tierra muerta a los terrícolas, como postrero acto de resistencia compasiva, sabedores de la inminente extinción de las dos especies.

Fatal, parece decirnos Bradbury, acaba siendo el choque cultural, choque que es siempre un combate en la desproporción; el relato Fuera de temporada (noviembre de 2005) es la clave de esta última parte, la cual con todo reúne las narraciones menos frescas de toda la colección, lejos ya de la inquietante y violenta toma de contacto entre los dos mundos de los primeros seis o siete cuentos. En Fuera de temporada se asiste a cómo la Tierra sucumbe a la carrera nuclear (fue escrito en 1948) y a cómo los escasos marcianos supervivientes abandonan su planeta dejando la advertencia al humano protagonista de que ahora es propietario de la mitad de Marte, deshabitada tanto de nativos como de colonos, forzados a su vez a regresar con los demás humanos y compartir el destino fatal de lo propio –Los observadores (noviembre de 2005); Los pueblos silenciosos (diciembre de 2005). El resultado obtenido es un mundo vaciado por la pura hibridación, sin conexiones con pasado alguno ni visos de futuro, sino que estancado en un presente de supervivencia y mezquina esperanza, una esperanza que no significa una acción futurible, definiendo más bien la deformación de una actualidad que se miente a sí misma en un juego autorreferencial.

Utopía futurista que no anda lejos de la acción de Europa en los continentes que son escenarios de su expansión imperial o capitalista: la negación del pasado de la víctima, explicitado aquí en varias ocasiones, lleva a su aniquilación psíquica, un panorama sin memoria ocultado tras la ficción de un nuevo mundo en el que volver a empezarlo todo (destino de los desclasados, de los innombrados: Un camino a través del aire (junio de 2003). Empezarlo todo de nuevo es imposible, es el proyecto estético de ciertas ideologías que, conscientes de su imposibilidad emplearon aproximaciones monstruosas para su consecución; finalmente, la forma más eficaz para este fin es limitarse a ciertos ejemplares y a partir de ellos reiniciarse, como en el último relato, donde un padre decide mostrar a sus hijos la imagen de los auténticos marcianos, los últimos del planeta ya desierto, en su propio reflejo en el agua de un canal.

Mientras que otros autores, como Wells o Burroughs construyen un marciano hostil, guerrero, sobre todo el primero, a partir de cuya fundamental novela (La guerra de los mundos) se institucionalizó la iconografía del alienígena invasor, Bradbury elige el camino inverso, marcando el camino para el cambio, para hacer vulnerable la ciencia-ficción a la propia acción humana, manteniendo siempre esa dialéctica sublime entre el humano y la grandiosidad del universo pero introduciendo el factor de la modernidad que es el dominio de la realidad por la técnica, expandiéndose al dominio del mismo (del otro) ser humano. Por el contrario, mientras duraron los contactos psíquicos, la cercanía en la distancia, entre sujetos del todo desconocidos, pudo desarrollarse la complicidad, la relación subjetiva, afectiva… pudiéndose ligar esto a algunos movimientos intelectuales de finales del siglo XX de gran fuerza política como el espacio propuesto por Bracha Ettinger, en tanto que respuesta a los modelos fascistas de ocupación epistemológica y re-génesis.

La actualidad de los mismos hace que este pequeño homenaje que Fabulantes rinde al gran Ray Bradbury con motivo de su fallecimiento el pasado 6 de junio tenga más sentido que nunca, sobre todo si releemos su frase «la fantasía son cosas que no pueden suceder y la ciencia-ficción es acerca de cosas que pueden suceder», entendiendo, al contrario que él, que Crónicas marcianas es un libro de ciencia-ficción.