El francés es la lengua franca del cómic fantástico. Por eso en Fabulantes hemos invitado a Enki Bilal, a Jean Giraud “Moebius” o a Edgar P. Jacobs, aquellos señores, aquellos monstruos, que con sus mundos e inventos maravillosos desperezaron tantas mentes que querían alejarse de la realidad.
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Gracias a ellos, somos hijos de un sueño. Venimos de las elucubraciones de Moebius, de la amalgama mitológica de Bilal, de la fantaciencia de Jacobs. Algunos, incluso, somos herederos por línea directa de Adèle Blanc-Sec, la heroína de moral ambigua creada por Jacques Tardi en 1976.

Adèle Blanc-Sec, de ser británica y por tanto bienpensante, sería sin atisbo de duda ni sospecha una magnífica detective de lo oculto, como John Silence, Martin Hesselius o Thomas Carnacki. Pero la señorita Blanc-Sec es francesa, tiene un escaso aprecio por las convenciones sociales y es, además, mujer de carácter. Justo lo necesario para sobrevivir en una sociedad machista y para no inmutarse a la hora de vivir “extraordinarias” y folletinescas aventuras sobrenaturales en un París steampunk. Pero de Adèle Blanc-Sec, y sus nueve aventuras, hablaremos más temprano que tarde. Porque hoy es el día en el que introducimos en nuestro club a su padre y mentor, Jacques Tardi (Valence, Francia, 1976).

El cómic, fantástico y en general, no sería lo que es hoy sin Tardi. Muy conocido en el medio por sus alegatos antibelicistas con trasfondo en la Primera Guerra Mundial, que tan bien ha retratado en despiadados (por descarnados) álbumes sobre las trincheras, o por ser quien un día decidiese convertir a Nestor Burma en uno de los grandes detectives del noveno arte, Tardi es, sobre todo, una persona apegada a sí mismo. Jamás ha rehuido su aversión por la guerra, ni por la sinrazón, que conoció de primera mano gracias a historias oídas en una casa de ambiente militar; nunca ha negado ser un gran fan de la novela negra; desde siempre ha reconocido su amor por los libros que marcaron su infancia, los que a precoz edad le hicieron fantasear, a él como a tantos, con otros mundos posibles y con otros ámbitos. Y que puede que plantaran, quién sabe, el brote de su actual vocación.

Hablamos de Tardi y hablamos, sin quererlo, del gran francés que fabuló y anticipó otros espacios posibles y probables, Jules Verne. Adele Blanc-Sec deriva de un tronco genealógico que parte del escritor científico. El mismo del que emana también El demonio de los hielos (1974), una historia que la anticipa, por dos años, a ella y a todo su cosmos de cosas y seres impredecibles.

El demonio de los hielos es un cómic de difícil parangón. Entre sus influencias (más que entre sus precedentes) destaca Gustave Doré, el grabador que se dedicó a ilustrar grandes obras de la literatura (La divina comedia de Dante; Don Quijote de la Mancha de Cervantes) y de la época como, por ejemplo, las novelas de Jules Verne. Suyas son algunas imágenes de barcos perdidos en solitarias inmensidades o de los ingenios ideados por Verne con voluntad y finalidad didáctica y ensoñada. Imágenes que reproduce Tardi en algunas de sus viñetas, las más grandes, las que más sustancia tienen, las que más quieren y deben decir. Por ellas concibe esta historia más centrada en el continente que en el contenido, contada con el oficio y las técnicas del folletín, por las que desmadeja y suspende el hilo de la acción, con las pistas necesarias para retomarlo a continuación y en manera dinámica.

Es un cómic de “extraordinarias aventuras”, como dirían los reclamos folletinescos de otra época: las de Jerónimo Plumier, un joven estudiante de medicina (prototipo del héroe verniano) que se ve mezclado en una trama misteriosa, en la que abundan los barcos fantasmas, las promesas de tesoros, las grandes esperanzas, las amenazas a la vida, y los más alarmantes prodigios.

Es la búsqueda de respuestas por parte de Plumier tras sobrevivir a dos incomprensibles explosiones en dos barcos en el Ártico, y también, un descenso a los infiernos marinos sin capitán Nemo. Es Veinte Mil Leguas de viaje submarino privada de todo lúcido humanismo, y a su vez, es El relato de Arthur Gordon Pym. 

Cuando se llega al final del cómic, se piensa que Tardi nos ofrecerá calidez, seguridad. Que triunfará el bando de los buenos (¿cuáles?) y que podremos tener tranquila nuestra conciencia. Pero quien más adelante verá a los ojos los horrores de la guerra no está dispuesto a complacernos, y nos dispensa una simpática broma, una boutade que cobra sentido en aquella sinrazón que luego no tardará en atisbar. Una moraleja en la que no hay moral pero sí advertencia: la de que el hombre, que se busca tantas y tan bonitas excusas con las que engañarse y disipar sus miedos, esconde en sus entrañas un demonio de frío corazón y coraza. Que es él el demonio de los hielos. Arthur Gordon Pym en la apoteosis del delirio.