La Europa del siglo XV se encontraba en efervescencia y tensión. Desde el siglo XI las fuerzas religiosas y políticas venían construyendo una cada vez más densa e intensa red de colaboraciones mutuas. La tendencia era la de determinar una estructura social unitaria y homogénea alrededor de un poder único, manifestado, en cada área del espacio social, a través de una legitimidad distinta: el Rey representaría al poder político y el Papa representaría a la autoridad religiosa. Por supuesto, la situación de Dios en la cúspide, con el Papa como su representante en la tierra, establecía la cima jerárquica en Roma, situación no compartido por todos ni desde una perspectiva filosófico-moral, ni desde una perspectiva jurídico-política. Las luchas de poder estaban abiertas y, en esta época, en su punto álgido.

En este tiempo fue cuando se instauró la deturpación del sentido clásico de “herejía”. De origen griego, el término designaba a un grupo de personas cuya posición filosófica constituía un grupo, formaba una corriente de opinión común o, en contextos ya más institucionalizados, creaba una escuela de pensamiento. Sin embargo, la necesitada unidad y uniformidad de la autoridad papal, imprescindible para reforzar su legitimidad en tiempos de debate y combate, puso en marcha necios y eficaces mecanismos propagandísticos de desprestigio. Así pues, la herejía no sólo aportaba entonces una forma distinta y compartida de pensar sino que era un pensamiento gravoso y perjudicial, dañino y lesivo, puede incluso que diabólico y maléfico. El único pensamiento válido era aquel procedente de Roma y validado por su autoridad. Quien pensase diferente, o fuese sospechoso de hacerlo, sería irremediablemente condenado a padecer tomento o a conocer la ira purificadora del fuego. Antorchas y piras ennegrecían Europa con asfixiantes humo y ceniza.

Escaramuzas, luchas o guerras fueron especialmente frecuentes, y crueles, en el corazón del continente. La voluntad reformista de la Iglesia Católica crecía allí a partir de una forma distinta de entender la realidad y de ver las cosas, aún hoy esencial para la comprensión de su estructura social, económica y política. En el siglo XVI cristalizaría todo aquel pensamiento en la Reforma Protestante, pero antes, y como inspirador precedente, la Historia no puede dejar de mirar con interés la propuesta de la Iglesia Husita. El teólogo bohemio Jan Hus dio origen al movimiento con su condena y ajusticiamiento durante el Concilio de Constanza de 1415, pues sus seguidores hicieron de sus ideas, críticas con el poder eclesiástico, y por tanto amenazadores para la autoritas romana, posición defensiva de fe. La defensa llegó al extremo de provocar revueltas primero, y guerras entre señores después.

Este es el contexto de Narrenturm (Alamut, 2009). Una historia cargada de todos los elementos que más indignan, molestan y enfurecen a la precisa pluma del escritor polaco Andrzej Sapkowski (Lodz, 1948): el poder totalizador, ansioso en su reproducción, destructor e incluso autodestructivo en su lucha contra el enemigo; la iniquidad del ser humano, por veces ciego e iracundo contra todo lo que no sea el «sí mismo» (self), peligroso tanto para sí como para los demás, o la omnipresencia de la injusticia, producto de esa lucha encarnizada del poder por el poder, de la destrucción sin más objetivo que la imposición, a toda costa y a cualquier precio, sobre los demás.

A Sapkowski estos temas le apasionan y le espantan. A lo largo de toda su producción son numerosas las obras donde los encontramos una y otra vez, a modo casi de recurrente obsesión, descritos y proscritos de múltiples maneras distintas. Y cuanto más indignante le resulta la historia, más brillante su desarrollo, y más completos sus personajes.

Narrenturm nos trae uno de los estilos narrativos más evidentemente enfurecidos de Sapkowski, y por tanto nos regala también una de sus mejores obras. El lector reconocerá seguramente las argucias del maestro en la construcción de trama y argumento, pues nada hay en este apartado, excepto el profundo conocimiento del contexto histórico –exhaustivo y rico en el uso de la oralidad a través de citas o coplas-, que pudiese resultar original o novedoso. Lo mismo se puede decir de las técnicas para la elaboración de personajes, donde el dúo masculino de complicidades que en su saga de Geralt de Rivia construye con el brujo y el bardo Jaskier, se sustituye aquí por el joven noble Reinmar de Bielau -llamado Reynevan- y el monje guerrero Scharley. O también de los principales rasgos de su estilo, por otra parte personal y característico, donde sobresale su plasticidad en las escenas de acción, su uso chispeante del lenguaje en los diálogos o las conversaciones, y su finísimo uso del humor y la ironía.

Y aún así, cuando todo nos pudiera resultar conocido y reconocible, cuando lo leemos nos apasiona tanto como la primera vez.

Narrenturm abre una trilogía (la de Las Guerras Husitas) y, por tanto, constituye dentro de la misma un volumen de presentación y desarrollo iniciático de los hilos que después vendrán, y pronto llegarán a las librerías, con el segundo volumen, Los guerreros de Dios. Quizás esto pudiera retraer a algunos lectores, más precavidos ante los inevitables inconvenientes de todo proyecto literario con tamaña envergadura y ambición. Sin embargo, Sapkowski es un maestro enfurecido que, con la rapidez del rayo, sabe sacarse de encima las servidumbres narrativas, y ponerse inmediatamente a la tarea de contarle al lector aquello que de verdad importa. Sólo por eso merece leerse con la reverencia de estar ante una obra cumbre de la fantasía histórica.