El siglo XIX fue el siglo del fantasma. Aparecidos de todo tipo empezaron a pulular en las páginas de los cuentos, a materializarse en las conversaciones de la gente, a ser objeto de estudio fenomenológico y pseudocientífico (el espiritismo fue ciencia, y tuvo a no pocos y notables adeptos, como Arthur Conan Doyle). El Más Allá se vio muy sacudido en aquellos años de razón impostada, de progreso aparente, en el que el miedo al avance impelía a los hombres y mujeres de buena fe (“de buen tono”) a encomendarse a una salvación -o esperanza o espejismo de salvación- trascendente.
El fantasma, hasta entonces temible burlón (Don Juan Tenorio) o heraldo de venganza (Hamlet) se convirtió en un ser cercano, en un vecino, en un entretenimiento de salón. Y toda una pléyade de escritores pasó a cantar sus excelencias en diversas lenguas, aunque la fundamental fue el inglés. El fantasma fue no sólo presencia aterradora o mortificante, sino también, por derecho propio, crítica moral. En un tiempo profundamente hipócrita, en el que la gente vivía muy reprimida interiormente a causa de una férrea ética que censuraba cualquier comportamiento ajeno a ella, el fantasma se convierte de pronto en la triquiñuela con la que apuntar hacia el corazón del sistema. Un corazón enfermo que Charles Dickens (Canción de Navidad) o Henry James (Otra vuelta de tuerca) retrataron desapasionada y despiadadamente.
Así pues, durante el XIX hubo muchos y muy buenos motivos para creer en fantasmas. Como estos fueron los invitados de honor de la literatura del momento, autores de toda clase, calidad, y condición estimaron conveniente ofrecer su propia visión de los mismos. De esta manera, evolucionó: además de objeto, o pretexto para el escalofrío o para la denuncia, se hizo sujeto. Protagonista. En algunas páginas llegó no sólo a tener nombre (pues nunca se vio desprovisto de él) sino rango, genealogía. Oscar Wilde atormentó a uno en Canterville. Y Margaret Oliphant nos presentó a varios.
Mujer admirable, Oliphant, como todas aquellas que en ese tiempo machista decidieron blandir una pluma y sentarse a zurcir historias. No fueron muchas, es verdad, pero sí brillaron con intensidad: las letras anglosajonas, para no apartarnos de su esfera, pueden y deben presumir de haber tenido a madrinas tan soberbias como Edith Nesbit, Elizabeth Gaskell, Jane Eyre, las hermanas Brönte, Mary W. Shelley, George Eliot, o la propia Oliphant.
Esta última escribió muchísimo, acuciada por las deudas y por una situación familiar que nunca dejó de ser motivo de inquietudes, de preocupaciones, de tristezas. Fue una mujer dura que logró sobrevivir mientras pudo en un ambiente de salud quebradiza permanentemente acechado por la muerte. A pesar de ello, jamás perdió la esperanza, ni la alegría por vivir. Fue una vitalista, y procuró dejarlo claro en sus libros. Como Lady Mary: Una historia de lo visible y de lo invisible (El Nadir, 2009), un texto bien construido y mejor contado, sobre la muerte sin descanso de una anciana octogenaria que se aferra a la existencia. “El mero hecho de vivir le bastaba”, escribe Oliphant y en esta frase seca, sin adornos pero con jugo, como todas las demás de las que llena su librito (de apenas 90 páginas) se encierra toda una sabiduría existencial.
Lady Mary se estructura en dos partes bien marcadas en sus límites e intencionalidades. En la primera, se describe a una anciana pizpireta e inteligente, seguro trasunto de la autora, que posee ideas avanzadas y a la que no le importa decir lo que piensa. Aquí se recogen reflexiones que superan los prejuicios sociales y los tabúes cínicos de la época, lo que viene a demostrar que las mujeres dedicadas a la literatura en aquel tiempo estaban muy por delante de la mayoría de sus acartonados y previsibles colegas masculinos. La segunda parte, ya caído el telón para Lady Mary, bifurca el protagonismo entre el mundo inmanente y la “realidad”. Así, y como en un juego de espejos, nos topamos con dos Marys, la muerta que interfiere en la vida de los otros, con la intención de obrar bien, y la heredera huérfana y desprovista de fortuna y de destino propio. Es en esta parte donde Oliphant mete ingredientes de denuncia social y en la que hace también desfilar a varios de los elementos más representativos de la sociedad victoriana (cuyas tres patas son Estado, Ejército y Religión). Mary Vivian, la Mary “viva”, es una suerte de voz de la conciencia, que dice asimismo lo que piensa y que obtiene al final una recompensa por ser íntegra y fiel a sí misma.
Es Lady Mary un cuento de hadas moderno, narrado con gracia y desparpajo. Uno de esos libros que se acompañan con una sonrisa. Una novelita deliciosa, pero en una acepción amplia, satisfactoria, literal, que nada tiene que ver con el término vulgarizado con el que hoy en día se despacha, condescendientemente, a los libros de discretos encantos.