Cristal Embrujado es la última novela publicada por Diana Wynne Jones antes de sucumbir al cáncer de pulmón que la apagó definitivamente el 26 de marzo de 2010. En cuanto relato crepuscular, es la síntesis de las luces y las sombras de la entera obra de quien fuera una de las grandes damas, por nombre y estatus, de la fantasía británica.
Porque Wynne Jones no fue simplemente una escritora de fantasía más: fue la discípula y alumna de C. S. Lewis (Crónicas de Narnia) y de J. R. R. Tolkien, a quienes llegó a conocer en Oxford. A lo largo de más de treinta años de carrera (iniciada formalmente en 1977), publicó más de cuarenta novelas y numerosas obras teatrales. Entre su producción, cabría destacar la pentalogía sobre Chrestomanci, los diversos libros ambientados en el mundo de Ingary, y Hexwood (1993), la obra dedicada al amigo Neil Gaiman, que muchos han querido comparar con Bosque Mitago de Robert Holdstock. Curiosamente, ha tenido que ser una película la que la diera fama: el director japonés Hayao Miyazaki, uno de los titanes del mundo de la animación, adaptó, con bastante soltura, su obra El castillo ambulante en 2004. Los entusiastas del filme pueden probar a buscarle semejanzas -que sólo radican en el sustrato del material manejado- con el libro, disponible en castellano gracias a la editorial Berenice (2008).
En esta novela, volvemos a hallarnos ante ese conflicto entre lo nuevo y lo viejo tan del gusto de la autora. Un chaval de 12 años y el nieto de un anciano mago son los personajes principales de esta historia que sintonizará rápidamente con un público juvenil pero que difícilmente atraerá al lector veterano e inveterado de lo fantástico. Como también es tradición en Wynne Jones, nos encontramos asimismo ante un libro fundamentalmente centrado en embrollos domésticos, en la vida cotidiana de un núcleo familiar y de una comunidad de vecinos. Por eso mismo, la trama no arranca hasta bien pasadas sus dos terceras partes, con los achaques y trompicones típicos de un carburador viejo.
El costumbrismo de la autora pinta con trazo grueso a los personajes, que no cesan de comportarse jamás de una manera previsible y arquetípica. Cuando un nuevo héroe se une a la cuadrilla protagonista, sea perro o gigante, se tiene la sensación de que aparece no por un esquema de los acontecimientos que lo justifique sino por una arbitrariedad caprichosa. Muchos de ellos no aportan más que lealtad incondicional y amistad eterna, con unos vínculos tan fuertes que cuesta no creer impostados. Además, la bondad e ingenuidad que destilan todos, incluso los villanos, hace chirriar aún más la armazón de sus personalidades.
Debería haber magia en las páginas de este tomo, pero parece más cosa de ciencia infusa. Los personajes, con el protagonista Andrew Hope en cabeza, tienen recuerdos súbitos de las propiedades mágicas de un hechizo o de un lugar, de algo que siempre han sabido, pero que por una suerte de amnesia han tardado en recordar. Así, se produce un descrédito de la misma, de los personajes que la practican o que se ven envueltos en ella, de las situaciones que por ella se generan.
Se dice de Cristal Embrujado que tiene elementos del drama shakesperiano Sueño de una noche de verano. Sin embargo, el parecido con el más singular de los textos dramáticos de Shakespeare se centra en la elección de los nombres para el bando de los “presuntos” malos de esta obra (y que a su vez, hunden sus raíces en la más profunda antigüedad literaria). El entrecomillado se pone porque los enemigos, las escasas veces que aparecen, se limitan a pedir casi cortésmente sus exigencias, o a perseguir, en carreras más propias de serie de dibujo animado, a alguno de los protagonistas. Oberón, rey de las hadas, malvado de turno, da como única muestra de su maldad una propensión latifundista por vallar territorios ajenos a su jurisdicción y por presidir ferias de pueblo. Cosas que están muy bien en la realidad británica de comarca, pero que al lector de fantasía de otras latitudes le importa bien poco.
Neil Gaiman escribió que ésta era una novela “divertida, inesperada, y como siempre mágica”. Quizás sólo tuvo razón, y por las frágiles costuras de la estructura del argumento, en el segundo de estos calificativos. Porque cuando cierro las páginas del libro, no dejo de pensar en su Coraline (2002), o en Tamsin (1999), de Peter S. Beagle, dos relatos que saben combinar costumbrismo con magia, y se me encoge el corazón al pensar cómo una dama que dignificó la fantasía como Wynne Jones dejó escrito un testamento tan inesperadamente pobre como éste.