M. John Harrison (Rugby, Warckwickshire, 1945) pertenece a esa constelación de escritores británicos poseedores de un afilado talento para la maravilla. Harrison se asemeja a todos ellos (inútil, por su abundancia, enumerarlos) en el carácter elegíaco de sus narraciones, y en su estilo bellamente poético, pero cobra distancia en el fundamental  aspecto de haber sido faro para toda una generación posterior de autores en lengua inglesa. Harrison, cuyas raíces se hunden en el bardo Dunsany (aunque éste sea un caso peculiar, y por tanto, único), supone un punto de no retorno dentro de la fantasía.

Antes de él, sólo Tolkien había creado, varios tomos mediante, un mundo tan veraz y tan sugerente como el de Viriconium. Después de él, sólo Andrzej Sapkowski logró satisfacer al más exigente lector de fantasía con sus historias maduras, de doble vuelta y sentido, sobre el brujo albino de Rivia. La ciudad Pastel de Harrison, que fue incluida como destino turístico en la guía de los imprescindibles títulos del género elaborada por David Pringle, forma ya parte de la cartografía fantástica que todo autor/lector con querencia por la fantasía debe preciarse en conocer. Su influencia, de hecho, ha sido trascendental en artes con un discreto, o completo, aderezo fantástico. Y digo artes, y digo bien, porque no sólo sus ruinas y miserias se observan en la opulencia decadente de Wyzima, por ejemplo, o en el Londres victoriano de Susanna Clarke, sino también en videojuegos como Neverwinter Nights 2 de Obsidian, que  recicla algunos –varios- de sus elementos para dar pie a su descabalada premisa argumental. Pero antes de seguir por esta vía crítica, centrémonos en lo que resulta evidente, y por lo tanto, susceptible de ser pasado por alto: ¿qué es Viriconium? Y sobre todo, ¿de qué estamos hablando?

Viriconium es una metáfora. Es la capital del reino que Harrison construyó para contar (para cantar) la lenta agonía de una civilización, inexorablemente podrida, inexorablemente vetusta. Es el nombre que se le pone a una historia sin final feliz; una historia en la que en verdad importa más el tránsito que su fin. Se dice que ésta es la condición de los relatos de iniciación, de aprendizaje. Eso es falso, o al menos incierto, como casi todas las teorías que pretenden englobar lo inabarcable: porque en Caballeros de Viriconium (Bibliópolis Fantástica, 2004), que es el meollo de nuestra cuestión, no hay iniciación, no hay aprendizaje. Sólo hay polvo, un largo camino que no tiene por qué conducir a alguna parte, y destrucción. Sinrazón. En cine, existe una definición para este tipo de relatos: road movie. En nuestra literatura, más que definiciones, existen estampas: el desierto de Cobre de La ciudad del grabado; las sendas que alejan de Nilfgaard. Viriconium y la marcha desesperada hacia adelante.

En teoría, Los caballeros de Viriconium (conjunto de relatos de duración variable y a su vez primera parte de una trilogía publicada en castellano por Bibliópolis) tiene por protagonista a los defensores de un viejo equilibrio que se ven obligados a realizar un último sacrificio para salvar aquello que juraron proteger y en lo que decidieron creer. En la práctica, asistimos a la narración, cámara al hombro, de las peripecias de lord tegeus-Cromis, un personaje tan estupendo como el nombre que lo engalana, y al que Harrison retrata con la letanía, con la coletilla (que da contundencia a su prosa) de considerarle mejor poeta que guerrero. A su alrededor gravitan el enano Sepulcro, inventor de ingenios; el contrabandista Birkin Grif; el artero y cáustico Theomeris Glyn: un buitre mecánico; una profecía siniestra; un pasado empecinado en no dar tregua, y un mundo que se resquebraja: todos ellos no son sino los complementos del melancólico envejecimiento de quien se tiene a sí mismo por mejor poeta que guerrero. Luego el género posterior se empeñará en calcar sus rasgos, sus características, sus comportamientos, con cíclica asiduidad.

En la coreografía que proyecta con minuciosidad Harrison, en esas frases que son delicados movimientos de danza, estos personajes resuenan como un eco que amplifica una trama funesta. Si algo queda, tras toda la depravación de la que somos testigos, de todo ese fin de época, fin de ciclo, fin del mundo, son ellos, su recuerdo, su paso por nuestra memoria. Su peregrinar, camino de ninguna parte, por las páginas de la mejor literatura de fantasía. Páginas para poetas en las que gustarán mirarse también los guerreros.