En La cabeza de la Gorgona y otras transformaciones terroríficas, los límites entre cine y literatura se diluyen. Es uno de esos libros, magnífica antología, donde es difícil determinar qué es estrictamente literario y qué estrictamente cinematográfico. Un volumen que contiene relatos de una extraordinaria fuerza visual, imágenes con impacto envueltas generalmente en narraciones veloces, sin resuello.

¿De qué trata, básicamente, este tomo que se cuenta, desde su primera página, entre lo mejor del catálogo de antologías de Valdemar? Principalmente, de monstruos. Fundamentalmente, de lo monstruoso, de “lo que se enfrenta a las leyes de la normalidad a través de la transgresión y/o agresión”, como dice Antonio José Navarro en una atinada introducción llena de aciertos. En eso consiste el meollo de esta cuestión: en presentar a sujetos al margen de la sociedad, de lo políticamente correcto, de lo convencional. En el primigenio cine de terror, el monstruo era un ser que se enfrentaba a lo establecido, y que era severa y cruelmente castigado por su desviación. Observemos al fantasma de la ópera, al jorobado, a los freaks de Browning, a los seres deformes y mutantes. Constatemos que, en apenas dos párrafos, hemos vuelto varias veces nuestros ojos al arte en celuloide.

No puede concebirse este volumen sin una mirada amplia y simultánea. Una mirada que revive a personajes que tienen o tuvieron que ver con el cine, como Val Lewton, el sagaz jefe de filas de la productora RKO, padre de todos los monstruos, sorprendente autor del no menos sorprendente «La Bagheeta», mito sobre una aterradora mujer pantera que luego humanizará libremente su fiel lacayo Jacques Tourneur. Una mirada que abarque, por ejemplo, a John Burke, un hombre que adaptaba literariamente películas de la Hammer y que conseguía, en extravagancias como «El reptil», superar extensamente a sus modelos originales. Una mirada que acoja, también, a José María Latorre, («El talismán de la muerta»), viejo conocido de Valdemar y de los amantes de lo gótico, militante desde siempre en las pantallas y las letras. Rebeldes de causas que sólo pueden susurrarse.

Este libro es la simiente de muchos clásicos que se han quedado aferrados a las retinas. Está, sin ir más lejos, un prodigio que bordea la excelencia, el relato que sirvió de declarada inspiración a John Carpenter para La Cosa (el director sostiene que también pudo ser el germen de Alien: El octavo pasajero), ¿Quién anda ahí?, escrito por John W. Campbell, editor al que el fantástico, y especialmente la ciencia-ficción, se lo debe todo. Y está, asimismo, «La mosca», de George Langelaan, que introdujo al célebre científico contrahecho antes de que David Hedison le prestara cuerpo, y, en algunos pasajes, también cara. Incluso hay un banal, melifluo, tedioso (como lo son casi todos ellos) detective de lo oculto, Flaxman Low, que pasea su petulancia en «La historia de la vieja casa Konnor», de E. & H. Heron, y que se enfrenta a una suerte de “hombre del saco” en un cuento con fantasma y casa embrujada casi a la antigua usanza.

La-Mosca

La-Mosca
Famoso fragmento de la película «La mosca» («The Fly», 1958), dirigida por Kurt Neumann: el doctor cae víctima de su propio experimento.

Antonio José Navarro sostiene, con justo criterio, que los tres temas vehiculares que hilvanan la antología son la metamorfosis, la mutilación y los trastornos de la mente. La cabeza de la Gorgona va mucho más allá de lo que tenemos por costumbre encontrar en el terror. Nos ofrece relatos inclasificables que pretenden, como las imágenes, enroscarse en nuestra mente, refulgir a nuestra vista; momentos que nos hielan la sangre y el aliento; historias en las que la leyenda ejerce de pesadilla, y la realidad, de ambiguo invento. Así tenemos esos cuentos que parecen desvaríos, como el exquisito mal sueño marinero escrito por Gertrude Bacon, que da nombre al libro, o también como «A Porta Inferi», de Gilbert Roger Huddleston, el más convencional de los relatos, un acceso a los infiernos que, por demasiado clásico, deja demasiado indiferente, o como incluso esa maravillosa cacería contada al arrullo de la luna que es «La voz de la noche» (William James Wintle), el duelo de un hombre racional enfrentado al misterio.

Encontramos doctores locos (¿o pioneros, como Frankenstein, o adelantados como Lerne?) en «El fabricante de monstruos» (William Chambers Morrow); psiones eternos, en «Perdido en la pirámide«, o «La maldición de la momia» (Louisa May Alcott)  o en «El amor de ultratumba de Carl Von Cosel», de Vicente Muñoz Puelles; miedos inveterados, con un punto de paranoia, en «La granja de los degüellos» (John Davys Beresford), o lúcidas críticas sociales camufladas en relatos de género, como en «La madre de los monstruos», de Guy de Maupassant. Palabras mayores de cualquier caso.

Hay muchos registros y muchos monstruos: algunos, existieron de verdad, y Valdemar nos los acerca en forma de pequeñas biografías críticas al inicio de cada texto. Porque todos los autores de estos cuentos tuvieron siempre un monstruo en sus entrañas pugnando por salir, por mostrarse.

Sostiene José Antonio Navarro, que “para que exista un monstruo, primero debe de existir un cuerpo”. Por eso este libro es un monstruoso receptáculo del ingenio.