En su nueva novela, En la ciudad de los muertos (Valdemar, 2011), José María Latorre (Zaragoza, 1945) regresa a su tema más querido: el vampiro. El monstruo ha protagonizado al menos tres obras anteriores del autor aragonés (El palacio de la noche eterna; La mirada de la noche y Visita de tinieblas), dando así muestra del enorme interés que suscita (y concita) en uno de los más clásicos escritores con que cuenta el género en la actualidad. Latorre es un tradicionalista.

Aunque sus libros estén ambientados en el presente o, si acaso, en un futuro próximo (1990 para el caso que nos ocupa), sus vampiros son de otra época: nada que ver con los desolados y tristes sufridores que ha querido alumbrar esa posmodernidad que se ha propuesto revisarlo todo. Los seres de la noche latorrianos son como Drácula o Carmilla, máquinas de matar y de alimentarse, que no tienen más afán que el de la supervivencia animal. Latorre pinta a sus monstruos en todo su terrorífico esplendor, sin pararse, como Richard Matheson, a estudiarlos o comprenderlos. Pretende asustarnos regresando a las raíces del distorsionado mito.

No dejaba de ser paradójico que al incisivo vampirólogo le faltara un Drácula. Había ya creado a su Nosferatu con el vardok Waldstein (La mirada de la noche), hasta ahora su más lograda criatura; tenía a su condesa Dolingen-Gratz/Mircalla en Lucilla, la villana de Visita de tinieblas… por eso, extrañaba particularmente la ausencia de un verdadero príncipe y señor de las tinieblas. Con Janos Koltái, Latorre consigue subsanar esta carencia. Es curioso el nombre que, intencionadamente o no, escoge para el señor de Mirocszavá, János, como el dios de la doble cara romano. Jano era para los antiguos deidad de los comienzos (y también de las puertas, obstáculos, secretos a superar en cada palmo de esta novela): en un cierto sentido, Koltái ejemplifica también un comienzo, el de una nueva vida en las sombras, en la eternidad. No en vano, está dotado del poder de devolver a los muertos a la vida. O mejor dicho, a la no-vida.

Koltái es un poderoso enemigo que quiere convertir a Andrea Kovacs, la heroína del libro, en su esposa eterna. Para ello, decide matar a su hijo de siete años, Marko, y no duda en embaucarla a base de mentiras. Koltái hará todo lo que esté en su mano para lograr su fin: necesita perentoriamente una compañera, tras el deceso de la anterior. Los esfuerzos por hacerla suya son el nudo gordiano de la trama, un tanto más imperfecta que otras anteriores de Latorre, aunque sin duda sea la más cinematográfica. O casi, de no mediar La mirada de la noche.

Se nota que Latorre tiene una fuerte base cinéfila (ha sido guionista y la mayor parte de su trayectoria profesional ha transcurrido dentro de la crítica y el análisis del séptimo arte) porque En la ciudad de los muertos es generosa en referencias: hay momentos de Al final de la escalera (The Changeling, 1980), de Peter Medak, cuando Andrea explora la buhardilla de su casita y encuentra juguetes polvorientos y también una caja de música; también los hay de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero, en el asedio del último trecho del volumen. Si no fuera improbable, diríamos incluso que hay fragmentos de la aventura gráfica Veil of Darkness, juego de culto con Alteza Vampírica incluida. Lo que ya resulta más evidente son las claves literarias: partes de Soy leyenda de Matheson, reconocibles en el ritual de supervivencia del padre Maderes (y, de nuevo, en el asedio) y muchos momentos de Salem’s Lot de Stephen King… Sin olvidarnos, por supuesto de las visitas al castillo familiar que tanto beben de las pesadillas de Jonathan Harker.

Lo que hace realmente interesante a En la ciudad de los muertos es que, no obstante el ingente número de reconocibles referentes que posee, parece una novela nueva, original. Y ello se debe a la gran capacidad narrativa (e inventiva) de su autor. La construcción de atmósferas (con la niebla y la lluvia perpetuas), la angustia que desprende el libro a cada instante, el suspense sostenido que acaba conduciendo a uno de los finales menos agradables de toda una bibliografía dedicada al terror, son las bazas que Latorre maneja con gusto y pericia en su nueva obra. Quizás pueda decirse de ella, como puntos en contra, que tiene diálogos un tanto inverosímiles y que hay escenas —ya que ésa es la palabra— algo cojas, pero incluso en estos defectos reside su encanto: hasta para eso es clásico.

En la ciudad de los muertos es Latorre al cien por cien. En ella vuelven a atisbarse las pasiones musicales y ocultistas de su creador, su temor reverencial por los osarios, su simpatía, por la educación recibida en su infancia, hacia la iglesia y el estamento sacerdotal. Es un guión espléndido para rodarse, una lectura gratificante, un regreso, desde luego, a los buenos viejos tiempos de ese terror sin otras pretensiones que hacérnoslo pasar mal. ¡Bendito placer, el del escalofrío!