Si hubiese que retratar a la Inglaterra victoriana a través de una bibliografía, ésa sería sin duda la de Charles Dickens (1812-1870). Caballero inglés hasta la médula, escritor de enorme éxito y talento, Dickens contó las miserias que ocultaba la bonanza británica dando voz a los desharrapados, a los miserables, a los necesitados. La acerada crítica social y el activismo militante de su obra encontró un amplio eco entre un público que sencillamente le adoraba, que tomaba cada uno de sus libros como un evangelio, porque hablaba claramente y sin ambages de sus problemas. Boz, seudónimo con el que empezó su carrera literaria, allá por los tiempos del Club Pickwick, era enteramente un hombre de su tiempo.
Es por eso por lo que creía en fantasmas. Motivos tenía para hacerlo: a lo largo de su vida se cruzó con varios. En su infancia, una niñera a la que temía, le inculcó el miedo por las historias siniestras, de regresados que venían exigiendo la sangre o la cabeza del niño Dickens. En su adolescencia y madurez, tuvo razones para seguir alimentando un reverendo respeto por lo sobrenatural cuando se documentaba para sus libros. Dickens vio fantasmas en las cárceles hacinadas, en los hospicios, en escuelas públicas, y los trasladó a sus páginas. Enriqueció el ya nutrido panorama del espectro victoriano sustituyendo castillos por vericuetos legales, caserones (aunque éstos existieron de alguna manera en su imaginación) por pasillos oscuros. Así no es extraño que muchos de sus títulos lleven una pizca de sal fantasmagórica: Martin Chuzzlewitz, Casa desolada o, sobre todo, Grandes esperanzas, han quedado como ejemplos para la posteridad.
Escribió muchos relatos de fantasmas. Se trataba de piezas para contar a la luz de un fuego, al término de una reunión social. El inglés victoriano era supersticioso y tenía fe en supercherías (recuérdese, por citar un caso, que el racional Arthur Conan Doyle fue un notorio espiritista), gustaba de temblar y de inquietarse. Dickens le daba justo lo que quería: cuentos con los que estremecerse, historias escalofriantes por entonces muy efectivas –que han envejecido mal a ojos descreídos- y siempre estupendamente narradas. A partir de 1850, cuando tomará las riendas de Household Words, la primera revista de la que será editor hasta 1859, ofrecerá a sus lectores una amplia gama de cuentos de tema sobrenatural. Cuentos que han circulado posteriormente en numerosas antologías, bajo distintas formas. La de Wordsworth Classics, una de tantas, es para nosotros la más importante de todas.
De ella se han extraído los trece relatos que componen Para leer al anochecer. Historias de fantasmas, el libro con el que Impedimenta ha querido tributar al genio de las letras inglesas. La selección efectuada no tiene afán de exhaustividad, no quiere ser la definitiva colección de cuentos fantasmagóricos dickensianos; tan sólo sigue el orden de aquella edición inglesa, con sus luces y sombras; seguro que el lector versado en Dickens encontrará carencias. La mixtura es, en cualquier caso, muy digna, ya que cuenta con obras maestras de la talla de “El guardavías”, “El juicio por asesinato” o “El fantasma en la habitación de la esposada”, esta última de fabuloso ritmo, al haber sido escrita en colaboración con Wilkie Collins, maestro del suspense en su forma breve).
En todos estos cuentos, el escritor demuestra su habilidad para la puesta en escena, requisito imprescindible para quien se dirige a un público congregado alrededor de una cálida hoguera. Los trece relatos son espléndidos desde el punto de vista de su atmósfera: Dickens consigue sumergirnos perfectamente en ellos. Cierto es que apenas le suponía ningún esfuerzo, acostumbrado como estaba a los modos folletinescos, en los que se movía con soltura. Los trece son también rutilantes en lo humorístico, aunque este humor sea más recurso estilístico —era preciso utilizarlo para atemperar el tono de sus durísimas denuncias— que rasgo de clase.
Este surtido de ghost stories es muy interesante: en él se dan pistas sobre las ideas que Dickens poseía del mundo sobrenatural. En “Fantasmas de Navidad” puede leerse: “Debido a la escasa originalidad de los espectros, en su mayoría suelen deambular haciendo rondas previamente fijadas”. Aquí se recoge la esencia del pensamiento dickensiano en la materia, porque el autor estaba convencido de que sólo había un cierto número de “familias” de fantasmas que se dedicaban a hacer siempre cosas muy concretas y, de alguna manera, previsibles. En estos relatos pueden fijarse esta genealogía: de un lado los aparecidos, del otro los fantasmas “dudosos” (aquellos que pueden serlo o quizás no), finalmente, los que, por sugestión nos recuerdan (o comunican) cosas que nos afectan en lo más hondo. Todos ellos desfilan por estas páginas.
La Navidad está omnipresente como telón de fondo de muchas narraciones. Lejos de ser una particularidad, la Navidad es una de las grandes obsesiones de Dickens. Como editor, se impuso la tarea de publicar al menos un relato por esas fechas. Su fascinación por la Navidad respondería a una doble razón: por un lado, era idónea para justificar el contar historias en familia; por el otro, quizás había nostalgia. Nostalgia por unas fechas perdidas, de buenos pero también profundos recuerdos.
Estos cuentos que no asustan, abundan más bien en las descripciones psicológicas, las enfermedades del alma, las penitencias. Los mejores inquietan, los menores, dejan la sonrisa puesta. Ninguno eso sí, deja indiferente, o es intrascendente: son las aportaciones a una subtemática típicamente británica, la de la ghost stories, que, simultáneamente (con M. R. James, con Le Fanu, con Wharton), andaba perfilándose y madurando. Aun habiendo visto, oído y leído casi todo, Dickens sigue siendo capaz de sorprendernos.
Los fantasmas anidaron siempre en el corazón de Dickens. Eran sombras de su pasado, imágenes de la vergüenza, de la miseria. En estas historias que hemos acercado hoy al lector quedan posos de la congoja y de la tristeza de una infancia perdida. Sombras ante las que no desfalleció ni capituló, que supo arrostrar con una resignación no exenta de humor. Gracias a estos tormentos, escribió páginas memorables, creó personajes excepcionales (como la señorita Havisham, de la que hay un minúsculo bosquejo en uno de estos fragmentos) e influyó en otros (como el terrible Brown Jenkin, la rata parlante con cabeza humana que H. P. Lovecraft hizo compañera de la bruja Keziah Mason). Dickens es universal, y sus cuentos de fantasmas, eternos. Se lean al anochecer, al poniente o durante el crepúsculo, nos acompañarán durante toda una vida.