Volumen que abre la trilogía homónima, Aldebarán (Planeta DeAgostini Cómics, 2008) es la primera obra en solitario de Luiz Eduardo de Oliveira “Leo”, la cual genera el cuerpo conceptual e iconográfico para el desarrollo de los libros posteriores (Betelguise y Antares) que le permitirán colocarse como uno de los autores más reconocidos del panorama francés actual.

Brasileño de nacimiento (1944), su biografía dice que deambuló a lo largo de Latinoamérica, huyendo de las diferentes dictaduras que han asolado la zona, hasta acabar regresando a su tierra natal en 1974. La situación política del continente, con sus férreos gobiernos genocidas y la resistencia de guerrilla, a menudo indígena y de corte marxista, demandando una revisión histórica de la memoria y las víctimas, serán temas que aparecerán en Aldebarán, algunos de forma directa, mientras que otros, referidos al origen colonialista, laten camuflados para ejercer la reivindicación de un modo más profundo, pudiéndose hablar de un cómic desde la colonia, un cómic “subalterno”. En las páginas que siguen se intentará demostrar esto último.

La situación planteada es la siguiente: la humanidad ha conseguido avances tan radicales en lo referente a los viajes espaciales que ha decidido emprender una campaña, que no se duda en tildar de “colonización”, para expandir su huella por el universo. Aldebarán es el cuarto planeta que orbita alrededor de la estrella del mismo nombre y por su clima y características es el que más similitudes presenta respecto a la Tierra, con la salvedad de que un 90 % de su superficie está ocupada por océanos; con todo, es el lugar ideal para comenzar el programa de colonización. Sin embargo, hace mucho que se perdió todo contacto con la Tierra; la acción de la historia que nos ocupa se sitúa transcurridos 100 años de dicha desconexión/independización.

En este sentido el ambiente propuesto bebe directamente de la obra de Arthur C. Clarke Cánticos de la lejana tierra (1986), en donde los protagonistas también arriban a un planeta que es casi todo mar, inhabitado en apariencia, emprendiendo la labor pobladora y desarrollando una sociedad autónoma con independencia de la Madre Tierra. Sin embargo, los motivos que los movieron son otros: el Sistema Solar llegaba a su fin y en un desesperado intento por salvar la especie, se aceleró la carrera tecnológica para poder realizar los viajes espaciales. En la obra de Leo no es así, y esto es importante, pues como ocurriera con los europeos que desde Europa partieron hacia lo que más tarde se llamó América, se trató de una expedición fruto del progreso técnico y científico, y no a la inversa.

Pero hay más: a la vez que desarrolla un espléndido bestiario, con maravillosas especies de todo tipo, sobre todo marítimas, y todas ellas con un punto de plausibilidad zoomórfica (los animales irán perdiendo credibilidad a medida que pueblen los dos volúmenes siguientes), como la caravela, majestuoso reptil-globo, o el javelote, ave-narval, que ensarta a sus presas cayendo en picado desde el cielo, a la vez que genera este catálogo, decía, Leo propone la presencia de una entidad poderosa, dotada de una inteligencia superior e intenciones oscuras.

Es la Mantriz, motor de la acción que envuelve a los personajes: ser nunca visto o mejor, visto cien veces, pues adopta una forma múltiple que es el océano. Ya sea un aspecto compuesto, es decir, disgregado en un banco de animales marinos que al anochecer se agrupan y fusionan dando lugar a una gigantesca cariátide muda (páginas que alcanzan algunas de las cotas de mayor lirismo de todo el libro), ya sea animando la superficie marina, condensando columnas cristalinas que surgen del agua, abriendo brechas en el océano o solidificándolo en protuberancias cartilaginosas, que recuerdan sin remedio a las simetríadas que producía el planeta Solaris.

Porque este es otro elemento capital: la influencia del legendario libro de Lem (1961) se evidencia en la forma (el mar vivo) y en los significados. O los no-significados, porque los signos propuestos por la Mantriz/Solaris no son descifrables a priori por los humanos y parecen arbitrarios; las interpretaciones se conducen siempre hacia terrenos personales, se las somete a juicio y entran las pasiones, se los intenta traducir a nuestro sistema referencial aunque se fracasa, ya que lo que se pretende comunicar es lo incomunicable. La respuesta de Leo/Lem parece ser, parafraseando a Benjamin: permitid que hablen por sí solos.

La pretensión metafísica de Aldebarán se ve empero contrastada por una puesta en escena que recuerda a las narraciones para adolescentes, al estilo de Enyd Blyton pero con una estética años 70 (rigidez de expresiones, anatomías clonadas, colores gastados, exceso de cartuchos narrativos), en donde el grupo de aventureros se apoya solidariamente, cuyas fricciones son felizmente resueltas, cuyos diálogos descubren ubicua la bondad humana. La narración peca entonces de linealidad, impregnada de un ingenuismo a veces molesto, por mucho que se intente recrudecer con escenas de sexo (amor, más bien) y acción (especialmente atractivo es el episodio que transcurre en los manglares, cuajados de criaturas letales y con un ritmo vertiginoso al más puro estilo Salgari o Haggard o, en lo que al bestiario también se refiere, al Verne del Viaje al centro de la tierra o a la obra del siempre estupendo Alex Raymond, porque sin duda los clásicos de aventuras son fuente de inspiración directa para Leo). Los enemigos, por su parte —el poder militar y religioso—, son la viva encarnación del Mal, y sin embargo es este maniqueísmo simplista el que habilita el planteamiento filosófico de la obra.

Leo es un emigrado, ostentó casi una condición de refugiado, siendo como fue un prófugo político. En París, a donde llegó en 1981, comenzó publicando en Pilote, L’echo des savanes y en revistas juveniles hasta que en 1988 conoció al guionista Rodolphe con quien colaboró en las series Trent y Kenya, en las que ya experimentó sus primeros acercamientos a la ciencia-ficción. Sólo cuando empezó a trabajar en solitario pudo abordar la problemática de su tierra de origen y publicar esta parábola de América Latina que es Aldebarán (Dargaud, cinco episodios desde 1994 a 1998).

Esta obra desestabiliza el concepto de intercambio cultural o encuentro de civilizaciones: los humanos que llegaron han hecho del planeta Aldebarán su propio mundo, diseminándose y explotando sus recursos, aún inmensos pues la ocupación es relativamente reciente. En breve tiempo, gran parte del escaso territorio ha sido sometido bajo el gobierno de caciques autoritarios y de un férreo control social por parte de las instituciones religiosas; en las calles, la presencia policial es fuerte y las libertades son un placebo. Los aventureros que parten en busca de la Mantriz son también la resistencia anti-gubernamental ya que sus dos líderes poseen sorprendentes cualidades que pueden cambiar el devenir de la nación (y aquí, como semi-productos de Aldebarán que son, presentan un signo siempre homogéneo en el tiempo e indestructible, mas no vacío, como sí ocurre con las alucinaciones táctiles producidas por Solaris).

Consecuencia de la colonización física pretérita, los gobiernos autocráticos son un método de poscolonialismo, alentados a menudo por las potencias-árbitro. En este caso hallamos en el planeta marino una reproducción de los esquemas que han asolado América Latina durante el siglo XX y, muy al contrario de la lectura ecologista que se le ha querido adjudicar, este cómic es una elegía en pos de aquello que nunca fue escuchado, que fue erróneamente percibido y silenciado. Es un canto por el residuo inexpresable, que nunca fue sometido, que sobrevivió al aplastamiento colonial en América por parte de Europa; lo que se pudo salvar, lo que la mirada exógena nunca pudo descifrar e interpretó por medio de arquetipos; lo que fue obligado a sincretarse.

La Mantriz desvela un postrero secreto: posee, por así decirlo, el mismo estatus respecto al planeta Aldebarán que los humanos que ansían su encuentro. Esta es la información oculta en el libro; la Mantriz no es el planeta, que no es más que un escenario común, aunque de él haya hecho su casa, y su incomunicabilidad se estipula a un nivel cultural, de ahí el maniqueísmo, de ahí que decida salvar sólo a aquéllos que se aventuran a un contacto limpio, sin actos de fuerza. De ahí que lo indescifrable suponga la última voz que le resta a un ente que allí se ha realizado y que protege lo propio frente a la invasión humana del planeta.

La analogía con la historia destruida de América es, creo, evidente.