Las fuentes del paraíso —reeditada recientemente por Alamut en una nueva traducción de Carlos Gardini— es una novela muy recomendable para soñadores. Es la historia de la superación, personal y humana, de las barreras de lo posible. Y es, asimismo, la más personal de las obras de Arthur C. Clarke, prolífico escritor británico de ciencia-ficción que creó algunas de las mayores fantasías dentro del género de la especulación científica.
Su sinopsis es sencilla: Morgan, un ingeniero de prestigio que se ha ganado una reputación uniendo Europa y África mediante el faraónico Puente de Gibraltar, decide un buen día construir un ascensor espacial que interconecte la Tierra con el espacio. A las dificultades técnicas se unirán las envidias y los recelos de escépticos y puristas, y también el lento discurrir del tiempo. Será una construcción que llevará más de una vida, y que no logrará ver terminada. Entre medias, habrá un episodio de contacto extraterrestre con significado metafísico pero con apariencia de relleno: son estas las páginas si no más flojas desde luego sí más desconcertantes, por extrañas, del libro.
Clarke traslada la acción de su novela (seguramente la más notable de su abundante producción) a Sri Lanka, su residencia desde 1956 y también su tumba (2008). Las fuentes del paraíso es su emotivo tributo a este país, del que fue su más famoso representante y ciudadano. Su fascinación por la antigua Ceilán (como se llamó la isla hasta 1972) es notoria: jamás dejó pasar la mínima oportunidad de alabarla. No es descabellado suponer que en ella encontrase su paraíso en la tierra. Es más, Sri Lanka es lo más parecido a un Edén terrestre: su paisaje está presidido por una montaña considerada sagrada por las tres grandes religiones. En su pico hay un templo que es la Meca obligada de todo budista; en éste se custodia una roca con una impresión humana. Es una presunta huella de Buda, la prueba fehaciente de su paso por el mundo.
Sri Lanka se transforma, por licencia literaria, en Taprobane, un país imaginario que bien podría haber nacido de las baladas de Lord Dunsany. En Taprobane, Clarke diluye las fronteras del tiempo: curtido en elipsis, el cientificista especulativo vincula pasado y presente-futuro a través del rey visionario Kalidasa y de Morgan. Kalidasa (que tuvo como modelo a un monarca real, Kasyapa) y Morgan son el reverso de un mismo sueño edificado sobre circunstancias diferentes: ambos buscan trascender a Dios; ambos buscan la inmortalidad. El soberano astrónomo concibe y crea el Paraíso con su Jardín de las Delicias y sólo una cita inevitable con el destino le impide construir el Cielo en una cumbre. El ingeniero prosigue la obra de Kalidasa, la perfecciona y logra aproximar una respuesta al concepto de Dios (parte esencial y clave de la producción literaria clarkiana).
La historia como disciplina hace debido acto de presencia en la novela. Es bien sabido que, en su ausencia, Clarke se sentiría desamparado y desorientado. La necesita como ciencia, como pilar, en la misma medida en la que precisa de sus propios conocimientos físico-técnicos. Las fuentes del paraíso es a veces ciencia-ficción dura cuando se requieren argumentos de autoridad que desmientan el carácter de ensoñación de lo contado: es decir, tiene las dosis justas de tesis científica como para no lastrar la amenidad de la obra ni la rapidez con la que se lee. Clarke aporta, al hilo de estudios hipotéticos sobre ascensores gravitacionales, su propia teoría sobre la materia. Una teoría que, por detallada y puntillosa, bien podría pasar por posible. O mejor: por probable. El grado de desarrollo humano aún no permite realizar saltos espaciales de la índole que propone Clarke, pero no impide fantasías ni sueños.
El caballero Clarke tiene esperanzas en el género humano, cree en él y lo conoce muy bien: sabe que en sus miedos, en sus recelos, en sus construcciones sociales (la política, la información morbosa, la rivalidad profesional, el gnosticismo) se encuentran los obstáculos a sus anhelos. Siempre hay una visión muy positiva de las posibilidades humanas en los escritos de este prohombre de la ciencia-ficción: en Las fuentes del Paraíso hay además sueños. Por su vitalismo, por su buena disposición, la presente ficción (ganadora del premio Hugo, máximo reconocimiento en la rama de la especulación literaria) supera a muchas otras que han hecho del viaje o del contacto con otras vidas inteligentes razón de su existencia. La torre de cristal de Robert Silverberg (una novela que también tiene su propio Vannevar Morgan pero carece de un Kalidasa), por ejemplo, sale, puesta en comparación, tocada.
Como Rajasinghe, el diplomático que atisba melancólicamente la montaña sagrada con su telescopio, Clarke contempla las estrellas y no ve límites a lo posible.