Entre los adeptos más leales al culto de Drácula se encuentra Pascal Croci (Séverác-le-Châteu, Avignon, 1961), un caballero que no maneja escrituras, ni grandes propiedades en arrendamiento, ni armas. Pascal Croci (Auschwitz, 2001) es simplemente un buen ilustrador con un hábil manejo de las acuarelas que se cuenta entre los antólogos más destacados del legendario monstruo, uno de sus más concienzudos biógrafos, uno de sus seguidores más proselitistas. Lo ha demostrado sobradamente con su novela gráfica en dos tomos, Drácula (Norma Editorial, 2007).
En ella consigue al fin llevar al terreno del cómic al personaje que desde muy temprana edad venía obsesionando sus sueños. Croci reconoce que su primer contacto con el conde rumano fue a raíz de la película de Tod Browning —con guión de Guy Endore— La marca del vampiro (1935). El filme fascinó al pequeño Croci; especialmente impactante para él fue Luna Mora, la novia de Drácula (interpretada por una Carroll Borland sin mucha más suerte en el cine), cuya imagen quedó tan interiorizada en su mente como para ser, una vez profesional, su ideal femenino y vampírico. La lectura de la novela de Bram Stoker llegaría después, y le produciría un profundo shock que dura hasta el día de hoy.
De la combinación de estas dos fuentes principales (aunque no únicas: el dibujante reconoce su deuda también con La máscara del demonio, de Mario Bava, o con El baile de los vampiros, de Roman Polanski) nació, en 2005 -exactamente después de un trabajo sobre Elisabeth Bathory, que debe tomarse como preliminar a este-, la obra que hoy nos disponemos a analizar. Una obra que no es pionera en su aproximación al mítico no-muerto (muchos otros lo hicieron antes: Alberto Breccia o Marvel Comics, por ejemplo), pero que sí podría pasar por referente. De hecho, en pocos casos anteriores se ofrece una visión tan espeluznante de la soledad y del vacío que acompañan al personaje como en este díptico.
Los dos tomos son muy distintos entre sí en cuanto a lo que narran y muestran. El primero, titulado El príncipe valaco Vlad Tepes, lleva al cómic —esta vez sí que de forma pionera— la vida del atroz voivoda que sirvió de inspiración a Bram Stoker. No se trata de un documento histórico, sino de ficción: su base es el relato de la fotógrafa Françoise-Sylvie Pauly —compañera del autor— La invitada de Drácula, que no es otra que Karmilla, condesa Dolingen de Gratz. Así pues, el marco de la historia es el hipotético encuentro entre el príncipe y la criatura de la noche. A diferencia de lo que sucede en la segunda parte, mucho más armoniosa, en esta el dibujo supera con creces a la narración, confusa e incierta.
El príncipe valaco Vlad Tepes tiene algunas imágenes primorosas: el retrato que pinta el asexuado huésped, “de gusto extremadamente fino” (los dibujos dentro de los dibujos van a ser una constante narrativa); las hermanas del gobernante, Luna y Selena (casi sinónimos nocturnos), dos arpías de nombre y condición; la legión de empalados, en la que quizás se recrea en exceso Croci, pero que son testimonio mudo de la crueldad de Tepes. El paroxismo en las expresiones de los muertos coincide con el de muchas de las estatuas que servirán, sobre todo en el segundo tomo, como portavoces de lo narrado, o del vampiro. Croci no puede ocultar en estos rostros su larga dedicación al cómic religioso (Gloriánde de Thérmines; Jean de la Croix), al dibujo de ángeles, de caras con los ojos vueltos al cielo, en actitud de esperanza quebrada, o de invocación divina.
No obstante, es en el segundo tomo —la novela ha sido publicada en un único volumen por Norma Editorial— donde todas las virtudes, en cuanto a estilo e ideas, alcanzan su cénit. Aquí ya no hay crueldad, no hay nada explícito, todo se sugiere mediante sombras o ruinas. El mito contado por Bram Stoker es un relato donde priman los grandes espacios, donde lo humano es insignificante, presidido por lo inanimado, sea de piedra o de carne. Hecho con retazos seleccionados del libro de Stoker, se centra particularmente en las penurias de Jonathan Harker en los Cárpatos (el mejor pasaje de la novela), así como en puntuales momentos de la vida inglesa de Mina o de la maldición de Lucy Westenra. Los personajes se reducen a su mínima expresión, y donde en el original hay amor, aquí simplemente hay decadencia, abandono. Y, como ya dijimos, soledad. La nieve, eternamente presente, se encarga de reforzar la glacial sensación que se experimenta en cada una de las láminas del cómic, donde los colores mortecinos de la palidez son la regla y la expresividad de la calidez sanguínea es una rara anomalía.
Si algo hay en esta parte digna de mención también es la no-presencia de Drácula. El mayor, o casi único, mérito del libro era el de convertir al conde en el único personaje sin voz propia del relato; en la versión de Croci, su mayor acierto es el de privarle de cualquier imagen. A Dios no se le puede representar; hacerlo es desacralizarlo. Croci no es Prometeo. Su panteón no está dedicado a grandes hombres, sólo al polvo y a la devastación del tiempo.
(En 2008 Croci volvió a sentir la llamada del vampiro. De esa fecha es un libro ilustrado de viajes titulado Buscando a Drácula: Cuaderno de viaje de Jonathan Harker, un diario ficticio con textos nuevamente de Françoise-Sylvie Pauly, ilustraciones nimias de Croci y fotografías de parajes distintos. Tomo que publicó Espasa y que tiene una trascendencia —y calidad— relativa, sólo explicable desde los abismos de una obsesión fanática).